Advertencia El título evoca una frase del sentido común docente en enseñanza primaria del Uruguay y requiere algunas aclaraciones. Su uso obedece a la fuerza semiótica implicada en tanto pauta simbólica que guía a los actores concretos y que es a su vez el signo de una decepción instalada en el trabajo pedagógico y en […]
Advertencia
El título evoca una frase del sentido común docente en enseñanza primaria del Uruguay y requiere algunas aclaraciones. Su uso obedece a la fuerza semiótica implicada en tanto pauta simbólica que guía a los actores concretos y que es a su vez el signo de una decepción instalada en el trabajo pedagógico y en el discurso político-pedagógico neoliberal que estigmatiza a los docentes. Pero se hace necesario precisar algunas cosas, que como hemos de desarrollar un poco más en el resto del artículo, aquí apenas mencionaremos de modo introductorio. La frase sustantiva «los niños» refiere a una universalidad falsa, y remite a una también falsa asociación entre igualdad de acceso a la educación pública e igualdad de oportunidades. Los niños de las escuelas públicas -por no compararlos con los niños de los colegios privados- tienen variado origen socio-cultural y ello determina claramente variaciones en su desempeño académico. «Los niños» que «no aprenden» son aquellos cuyas condiciones familiares son más desfavorables económicamente, cuya familia tiene una estabilidad vincular baja, cuyas espectativas de logro son menores, cuyo grado de violencia familiar interna es mayor y menor la cultura escrita, es decir, los hijos de las familias desplazadas por esa exitosa estrategia burguesa de la guerra de clases que llamamos neoliberalismo o corporativismo. Y finalmente «no aprenden» es una evaluación engañosa, también instalada radicalmente en nuestro sistema educativo, y que no da cuenta de una especificación imprescindible: no aprenden todo lo esperado por los docentes y sus autoridades, en el grado y la forma esperada, de acuerdo a parámetros clasistas dominantes.
I. Los niños «no aprenden» porque están desnutridos
De 2003 a 2010, la variación moderadamente positiva de algunos indicadores referidos al empleo y la pobreza no han podido ocultar dos cosas: que la pobreza permanece como un núcleo duro, de entre el 10% y el 15% de los hogares urbanos (1)(2)(3). Esto puede leerse en varios sentidos, y uno de ellos es que la estrategia político-económica de acumulación de capital ha permanecido incambiada. El neoliberalismo, impuesto a sangre y fuego por la dictadura 1973-1985 ha sido retomado una y otra vez por los gobiernos democráticos, incluido los de «izquierda», dejando la misma secuela de pobreza y sus consecuencias. Entre ellas, la desnutrición infantil no ha mostrado grandes variaciones, a pesar de las esperanzas que en ese sentido se había fomentado desde la izquierda, y a pesar también de las rabietas gubernamentales generadas por los informes de organismos internacionales que continúan mostrando que la situación en Uruguay no ha cambiado (4)(5)(6) sustancialmente, situándose en un 5% de los niños menores de 5 años el caso de problemas asociados a la desnutrición crónica moderada y grave (bajo peso, poca talla, emaciación) y en un 2% los casos asociados a la desnutrición crónica grave (incluído en el 5% anterior). Estos indicadores además se vuelven más graves si vamos al tramo entre 1 y 2 años de edad, y si especificamos el retraso de la talla en relación con la edad, llegando al 14%, siempre en el caso de niños nacidos en hospitales públicos. Agreguemos a esto que estamos hablando de un país donde entre el 45% y el 48% de los niños nacen por debajo de la línea de la pobreza.
Podemos afirmar que la pobreza de los niños en Uruguay es un factor determinante en la performance que luego tienen en el sistema educativo. La pobreza implica un conjunto de factores que inciden claramente de modo desventajoso en los aprendizajes. Y uno de ellos, apenas uno, es la desnutrición. Particularmente la desnutrición temprana disminuye la capacidad de aprendizaje de los niños, según ha sido demostrado en diversas investigaciones (7). Aquí conviene disgregar dos aspectos: aún si los impactos de los programas de «seguridad alimentaria» llevados adelante por los gobiernos de «izquierda» desde 2005 hasta la fecha hubieran tenido el impacto esperado, esto no resuelve el hecho que un porcentaje importante de los niños escolares sufrieron el impacto de esa desnutrición en sus primeros años de vida. Pero en realidad sabemos, por las fuentes que mencionamos antes, que la situación de desnutrición infantil no ha variado sustancialmente.
Otro aspecto a considerar y que es válido para las generalizaciones de toda la nota, es que la idea de «línea de la pobreza» es en sí absurda si se lleva su análisis más allá de la voluntad de comparación diacrónica del estado de una formación social. Es decir, los problemas que atribuímos a los niños y adolescentes de las familias pobres, se extienden en buen grado «hacia arriba» en la pirámide social, abarcando las clases medias bajas, mayoritarias dentro de la población, sea que estas se consideren con indicadores de la economía liberal, como la línea de ingreso, con relativizaciones tales como las «necesidades básicas insatisfechas» o con indicadores más estructurales como podría ser la ubicación en las relaciones de producción. Por ejemplo, si bien los ingresos son superiores a los de las familias pobres, los grupos familiares cuya estabilidad está signada por una pertenencia profesional al trabajo en servicios donde la inestabilidad laboral es la norma -más allá incluso de la bonanza o crisis económica-, muestran afectaciones de orden psicológico derivadas de la precariedad de los vínculos, el miedo al desempleo, el discurso pesimista de los adultos, la agresividad y la frustración existencial. Esto lo saben los educadores del área no formal: muchas veces los niños con más problemas de conducta no pertenecen a los sectores que se acostumbra a definir como «pobres» sino a sectores medios-bajos.
II. Los niños «no aprenden» porque sus familias son víctimas de la guerra de clases emprendida por la política económica ortodoxa, neoliberal o corporativa
Hemos dicho en varios lugares, siguiendo los planteos de Bourdieu, que el neoliberalismo es mucho más que una política económica basada en unos pocos axiomas dogmáticamente asumidos por gobiernos de derecha e izquierda de hoy, tales como la flexibilidad de las relaciones laborales, la contención de la inversión pública, la benevolencia impositiva ante las grandes corporaciones, la implantación de impuestos regresivos concentradores de la riqueza (como el IVA y el IRPF en Uruguay), la primarización de la producción, la extranjerización de la tierra en favor del neo-extractivismo (agua, trigo, celulosa, carne, minería de cielo abierto, etc.), políticas de baja inflación y control del tipo de cambio a partir de la compra/venta de dólares y el consiguiente (enorme) endeudamiento público, por mencionar algunas. El neoliberalismo es además un programa para la desarticulación de las redes sociales que puedan funcionar como algún modo de resistencia a la extensión de la mercantilización de la vida social de modo universal y capilar. Es decir que las políticas neoliberales (no sólo económicas por lo antedicho), perciben como obstáculos al desarrollo a las organizaciones sociales, sindicales, indígenas, campesinas, barriales, que introducen formas de intercambio de valor no mediados por la producción de mercancía, o incluso aquellas que simplemente establecen pautas de producción y/o consumo de mercancías alejadas del ideal productivista (mayor consumo, mayor producción, mayor PBI, etc.).
Durante el último tercio de la dictadura militar uruguaya (de 1981 en delante) surgieron, o cabe decir, florecieron organizaciones sociales como las que antes mencionamos, signadas por la solidaridad de los vínculos. Los partidos de izquierda, y muy especialmente el Frente Amplio, capitalizaron esa movilización social a través de sus militantes, quienes en la mayoría de los casos espontánea y sinceramente (y en varios casos como delegados más o menos encubiertos, o sea como soldados del aparato partidario) se volcaron a la militancia social, ayudando a fortalecer las organizaciones populares. Sin embargo, ese fortalecimiento que hubiera sido imposible (por cuestión numérica y también por pautas culturales) sin la militancia masiva de la izquierda frenteamplista, llevaba en sí la semilla de su destrucción: la fidelidad de la militancia ante el partido. Esa fidelidad fue sabiamente aprovechada por la elite partidaria (de clase social media-alta y alta, mientras la militancia es principalmente de clases trabajadoras), que utilizó la implantación militante en las redes sociales para contener la conflictividad contra las clases dominantes. Esa contención se hizo ostensible (y ominosa…) en 2002, cuando la caída de la estrategia de acumulación del gobierno derechista-liberal (Batlle) y la salida de la policía a la calle a contener los saqueos de supermercados ante la percepción de la inminencia del hambre, hacía inviable la continuidad del gobierno del momento: es así que las líneas jerárquicas de la izquierda salieron a promover entre sus militantes la idea de la necesidad de la paz social para que la izquierda llegara al gobierno, porque si había disturbios, posiblemente hubiera un golpe de estado de derecha. Es así que la militancia de izquierda salió a promover las huertas orgánicas, y otras solucciones de producción local, para luego abandonar estos proyectos con la llegada de la izquierda en el poder. Otro daño clave que sufrieron algunas formas de organización colectiva de los sectores más pobres, como las ollas populares, fue la decisión política (una difícil investigación podría determinar responsabilidades personales privadas y públicas e institucionales, pero a mi modo de ver, la politología debería mirar a los actores sociales beneficiados como pista sustancial) de la implantación de la pasta base de cocaína, una droga barata, de bajísima calidad, muy adictiva, euforizante y por ello adaptada al estado mental (depresión, pérdida de sentido existencial, frustración ante el no acceso al consumo estimulado televisivamente) de los jóvenes de las clases más pauperizadas, capaz además, de generar una lucrativa economía ilegal que terminó por sustituír soluciones socialmente más sanas como las ollas populares. En todo este marco de desestructuración de la débil sociedad civil uruguaya (débil por dependencia partidaria y falta de sentido propio entonces, y ahora además por la escasez de actitivistas) el cuadro se completa con el giro neoliberal de la izquierda, que de un discurso socialdemócrata pasó a uno neoliberal de tercera vía (es decir: políticas de ajuste estructural e hiperexplotación de los trabajadores + asistencia social a los más pobres, en aras de la seguridad y la contención de los conflictos sociales), que incorporó y resignificó los slogans tradicionales de la izquierda. Llegaba, en 2005, la hora de que los izquierdistas de base se fueran a su casa, ya que el «gobierno popular» (como llamaban al comienzo los comunistas al gobierno de Vázquez) se encargaría de todo. Y bien se encargó, pero en un sentido contrario a los intereses de las clases trabajadoras y desempleadas. En último análisis, el triunfo electoral de la izquierda jalonó el triunfo político, económico y cultural del neoliberalismo en el Uruguay.
Pero vayamos al día a día de las familias de las clases trabajadoras y de las desempleadas o con empleo precario. La no resistencia al neoliberalismo ha hecho que, a pesar de vivir un contexto de crecimiento del PBI o PIB, las ganancias se concentren en las clases poseedoras de los medios de producción, de un modo nunca tan acentuado. En la vida cotidiana de los pobres, esto se traduce en jornadas que largamente exceden las 8 horas exigidas por ley, que ignoran el pago de horas extras, en las cuales el desprecio por los trabajadores está dado por su disponibilidad de oferta, por su carácter intercambiable. El 70% de los trabajadores, proclaman orgullosos los gobernantes de izquierda, no pagan impuesto a la renta (que no es a la renta sino a los ingresos de los trabajadores) porque ganan menos de 500 dólares mensuales, lo cual debería ser un motivo más bien de vergüenza, ya que significa que la mayoría enorme de esas personas que el estado no reconoce como pobres (porque ganan más de 250 dólares mensuales…) viven en la pobreza. Agreguemos a esto que la flexibilización de las relaciones laborales y la consolidación del «contrato a término» como figura normal en la relación empresario/trabajador (y ahora estado/funcionario) ha hecho que en sucesivas encuestas aparezca una y otra vez el hecho que más de las 3/4 partes de los trabajadores no logre conservar su empleo por más de 2 ó 3 años. Mucho más grave es la situación de los desempleados, que realizan lo que aquí llamamos «changas» o trabajos en negro de cortísima duración (en días…) y poca paga. Esta inseguridad e inestabilidad se traduce en núcleos familiares con bajos ingresos, en condiciones de vivienda paupérrimas, con vestimenta de baja calidad, una dieta insuficiente, dificultades para mantener vínculos estables (cuando las finanzas no ayudan, las parejas se disuelven), estrés y enfermedades vinculadas a la misma así como a la mala nutrición y la falta de ejercicio físico. La política económica neoliberal tiene consecuencias directas sobre la salud de la población más pobre y especialmente sobre la salud mental, extendiéndose masivamente la depresión, el alcoholismo y los trastornos de conducta de los niños, por decir ejemplos. Además, la falta de tiempo cronológico para atender a los niños (por la hiperexplotación) es reforzada por la falta de un estado y un tiempo mental requeridos: la pobreza de hoy implica el rompimiento de las rutinas familiares y del tiempo compartido tradicional (desayuno, almuerzo, hacer los deberes con los niños, llevarlos a jugar a la plaza, leerles un cuento o ver una película infantil con ellos). Entre la desnutrición, el estrés, la inestabilidad vincular, laboral y de vivienda, y la falta de tiempo con los niños, estos pierden la plataforma familiar sobre la cual se sustenta el desarrollo de su lenguaje, su lógica y en general su inteligencia. ¡Esto no quiere decir que los niños no aprendan o dejen de ser inteligentes ni mucho menos! Pero sí que ese desarrollo de la inteligencia asume una modalidad y un rumbo problemáticos que en cualquier caso están en discordancia con los requerimientos de la educación formal.
III. Los niños «no aprenden» porque hay una inadecuación entre su estructura de percepción y la requerida por el trabajo pedagógico racional
Aparentemente estaríamos aquí, según ha sido pensado en distintos lugares y con distintos sentidos políticos, ante un problema teóricamente sencillo: las generaciones nuevas (yo diría por lo menos de los nacidos en los 1990s en delante) socializadas en la percepción de lo que puede denominarse textos audiovisuales (películas, series animadas, videojuegos, fotografías, etc.), cuyo dinamismo (por ejemplo una imagen estándar en televisión cambia cada 4 ó 5 segundos, y ese umbral es menor aún en los videos comerciales y ni que hablar en los videos musicales de música pop de raíz anglosajona; incluso los audiovisuales lingüísticamente más elaborados como los informativos, a nivel internacional, se basan en un patrón de 15 segundos por noticia) es vertiginoso, tendrían un habitus intelectual -en el sentido de modalidad de percepción-interpretación- acoplado a esa velocidad de los medios audiovisuales. El corolario didáctico pudo verse ya en los 1990: superabundancia de imágenes en los libros de texto, reducción de los textos escritos a un mínimo «soportable» (1 párrafo, 2 ó 3), reintroducción en el aula de materiales didácticos en video (y digo reintroducción porque ya hubo un intento de revolución didáctica con el VHS en los 1980s, y si esto fuese una entrevista, el lector encontraría entre corchetes la palabra «risas»), y adquirió carácter grotesco y fetichista ahora con el «Plan Ceibal», es decir, la versión local del One Laptop Per Child (OLPC), basado en el modelo 1 a 1 (una computadora por niño). El Plan Ceibal es un fracaso y un fraude pedagógico rotundo del mismo grado que su éxito político-electoral. La decadencia del modelo puede verse en el desplazamiento del discurso de sus funcionarios, que hablaban inicialmente de «revolución pedagógica» y actualmente de «democratización tecnológica»; entre el primer disparate y el segundo hay una brecha que coloca a los docentes en la picota: el santo gobierno distribuye una herramienta excelente (?!) y el resultado pedagógico depende de la aceptación y creatividad docente. Volvamos con esto al razonamiento general: tornar los materiales didácticos e incluso la estructura de las actividades en el aula escolar más cercanas al mundo audiovisual e informático para solucionar la inadecuación entre la estructura de percepción de los niños y el trabajo pedagógico no soluciona nada, o soluciona poco; dicho en otros términos: vuelve a la escuela algo más amena y hasta divertida, pero elimina o minimiza su función educativa.
Decir que «los niños» tienen una estructura perceptiva (y mental en general) diferente a las generaciones anteriores, incidida radicalmente por el mundo audiovisual y más recientemente informático es cierto, pero requiere el matiz del análisis de clase. Vea el lector que ningún colegio de clase media y alta prescinde de la enseñanza disciplinante de la lectura y la escritura de textos extensos y complejos, repudia las técnicas memorísticas, la exposición oral de temas ni la elaboración de ensayos, por mencionar algunas actividades clásicas de la pedagogía moderna occidental. Los niños de clases medias y altas miran las mismas películas, series animadas y juegan los mismos videogames que los niños de familias pobres, pero no se apropian de ellos del mismo modo. ¿Por qué? Porque el capital cultural de sus familias es diferente. Si tuviera que elegir a modo de indicador una variable que los diferencia diría sin lugar a dudas el dominio de la escritura (en el sentido de lectua y escritura, de lenguaje escrito). ¿Por qué ese indicador? Porque el dominio de esa compleja actividad intelectual se asocia a una estructura mental igualmente compleja, a una capacidad desarrollada de retención en la memoria, al despliegue y recursividad amplia de imágenes mentales, al conocimiento más o menos consciente de estructuras textuales y gramaticales, al manejo de discursos teóricos y en general a cierto «conocimiento del mundo». Para que los niños desarrollen estas capacidades ligadas a la escritura necesitan un medio estimulante (presencia en abundancia de material escrito y sobre todo una práctica familiar de la escritura como medio de comunicación) y la presencia de adultos que acompañen desde la primera infancia el aprendizaje de los niños, que lo problematicen y lo puedan comprender al menos parcialmente. Ocurre que para los niños pobres la escuela es posiblemente el único lugar donde tienen un contacto con la escritura como medio de comuniación, registro y metacognición. Quitarles esa oportunidad es quitarles la escritura.
Lo anterior no quiere decir que haya que dejar de lado los medios audiovisuales y la informática como medios didácticos. De ningún modo. Quiere decir sí, que hay que quitarles el halo sagrado que los ha investido el oportunismo político de izquierda y de derecha. Los textos escritos presentados y trabajados de manera escalonada o gradual y producidos del mismo modo hacen a la estructuración de una mentalidad racional capaz de comprender mejor la realidad circundante. No es curioso que sean demagogos de clases altas los que propongan combatir el aburrimiento de la escuela despojándola de saberes supuestamente obsoletos y transformándolas en lugares de «transmisión de valores» (los valores de propiedad privada y respeto por la autoridad que quieren imponer los aventajados del statu quo), orientados a la preparación para «el mundo laboral» (convirtiéndolos en flexibles y sometibles empleados, dispuestos a soportar la variabilidad absoluta de esta economía-casino) a través de la «socialización» (idem) y el desarrollo de «competencias cognitivas» basadas en el procesamiento de información (input/output de data precodificada en lugar del ideal humanista de la libertad intelectual y la conciencia crítica): se trata de una política de distribución asimétrica de la escritura y más en general de la capacidad de abstracción y pensamiento lógico, cuyas fórmulas pedagógicas tienen un resultado devastador en las clases populares.
Entonces: la inadecuación entre el mundo de la vida de los niños, particularmente la inadecuación de los tipos de texto que se manejan en el medio familiar y escolar y específicamente en el caso de las familias pobres es efectivamente un escollo para el aprendizaje. Pero esta situación no se soluciona alivianando la enseñanza del peso de la escritura y su disciplina mental inherente, convirtiéndola en un collage de imágenes y sensaciones atractivas, sino investigando y buscando nuevas formas de enseñar la lengua escrita, capital cultural indispensable para comprender y producir discurso incluso en forma audiovisual. Esto si pensamos en un horizonte de relaciones de poder menos asimétricas, y también a sabiendas que dicha nivelación es imposible llevarla a cabo exclusivamente desde el sistema educativo si el modo de producción no hace otra cosa que profundizar la desigualdad.
IV. Los niños «no aprenden» porque el constructivismo tecnicista les impide incorporar estructuras conceptuales (discursos) sólidos y coherentes
Es un muy interesante objeto de investigación sociológica la volubilidad teórica de las elites que deciden las grandes estrategias de discurso y de poder en el área educativa. Por un lado hay un corrimiento del poder de donde emanan las grandes decisiones pedagógicas a partir de los años 1970s y definitivamente desde los 1990s, que ha llevado a que las principales decisiones pasen a ser formuladas explícitamente desde los representantes del poder económico, principalmente financiero (de acuerdo a la estrategia hegemónica de acumulación capitalista que permite a algunos hablar de «capitalismo financiero»), tales como los ministros de economía o los congresos internacionales de educación en que los grandes empresarios mundiales le dictan a los representantes de los países del tercer mundo el perfil de trabajadores que requiere su afán de lucro (detrás de la metáfora del desarrollo). Con el adverbio «explícitamente» quiero decir que normalmente las políticas educativas, en el marco de cualquier sistema social mínimamente integrado, se acoplan a esa estrategia hegemónica de producción (en nuestro caso de mercancías), para generar personas adaptables al sistema económico y esto no requiere necesariamente una planificación sino que puede incluso darse de modo espontáneo o por lo menos sin una planificación centralizada. La autonomía relativa de los sistemas educativos en los estados modernos obedece principalmente a un intento de resguardo político-ideológico, y si bien las autoridades son nombradas directamente por el partido político en el gobierno y el presupuesto también es decidido por aquél, algunos resguardos legales y la propia dimensión del aparato burocrático funcionaron históricamente como un mínimo dispositivo de atenuación de esa relación de poder. La conciencia de este problema en el plano de los representantes del gobierno puede verse en los sucesivos (y crecientemente exitosos) intentos por disminuir esa de por sí mínima autonomía, por ejemplo introduciendo operadores políticos en los órganos de decisión en educación, o atacando la autonomía universitaria, como es el caso actual del Uruguay. Ese mínimo grado de autonomía de la enseñanza, y la consiguiente escasa libertad de cátedra, asociadas a las ideologías de la izquierda sesentista han permitido el surgimiento de discursos que de algún modo han intentado contrapesar la incidencia del poder económico en la enseñanza, enarbolando la bandera del «pensamiento crítico» y en general del humanismo democrático, apuntando a un modelo de ser humano que sea algo más que una tuerca de la maquinaria económica e integre cierta capacidad de pensar el mundo y transformarlo, por ejemplo a través del conocimiento de la historia, la filosofía y las artes. Mientras escribo esta nota resuenan los ecos de las contradicciones del gobierno de Mujica en Uruguay: mientras el presidente en su discurso inaugural habló de una educación para el trabajo y la convivencia (slogan de la derecha conservadora actual), alguna autoridad nombrada por el mismo partido político del presidente habló de educar «más allá de la economía» apuntando al carácter integral de las personas (el slogan de la izquierda tradicional sería «educar para la emancipación» pero hoy ya nadie se atrevería si quiere conservar su cargo).
Lo anterior para decir que hay un debate en el sistema educativo en el cual puedo decir con seguridad que la posición hegemónica (desde la mitad de los 1990s) es la del actual presidente, pero aún resiste la posición humanista, por llamarla de algún modo. La postura hegemónica, formar para el mercado laboral, tiene a su favor el aparato administrativo (incluyendo el poder de la evaluación de los centros educativos y sus docentes) y algo no desdeñable: la socialización de varias generaciones de docentes en el «discurso único» del neoliberalismo educativo en los años 1990s. La resistencia a esa posición tiene algunas voces sindicales (sobre todo en la educacion secundaria) y la libertad de conciencia de los docentes de modo individual. Nótese que la nueva jugada del gobierno es pagar por «productividad» a los docentes, lo cual es simultáneo a la creación de sistemas de evaluación (casi)externos, para evitar la protección de los docentes, y esto limitará aún más su autonomía pedagógica, disminuyendo la oposición a la postura gubernamental en materia de educación a través del mecanismo de la evaluación, precisamente la dimensión más política de la política educativa llevada a los centros educativos: resistirse equivaldrá a ser mal evaluado y ganar menor sueldo (piense el lector no uruguayo, que un docente de educación primaria gana en Uruguay menos de 1/3 de lo que el propio estado considera «canasta básica»).
Ahora bien, la «educación para el trabajo» es más que un slogan: es una política educativa que hace sistema con la política económica neoliberal, preprando los «sujetos» que el sistema económico dominado por el sector financiero necesita. En términos administrativos, implica el recurso a la «administración estratégica», que lejos de cualquier pudor democrático, implica la compartimentación de la información y el escalonamiento de las medidas de reforma, tratando la oposición como obstáculo. Implica también un mayor grado de responsabilización de los establecimientos educativos por sus resultados, haciendo abstracción del entorno social en que se desempeñan, en una especie de «descentralización centralizadora» en la cual los docentes hacen el trabajo «manual» (aplicación de políticas decididas por una elite central) y se hacen responsables por los resultados aunque no controlen ni por asomo la totalidad de sus variables. Es interesante registrar la plasticidad de términos tales como «participación» y «descentralización», así como de modalidades de interacción como «salas docentes» y «consejos de participación», ya que en este contexto pueden ayudar a encubrir en realidad tendencias centralizadoras y representativas y a legitimar políticas clasistas contrarias a los intereses de los docentes, alumnos y familias principalmente de las clases más desfavorecidas por el «capitalismo financiero».
En el plano didáctico, la «educación para el trabajo» se traduce en una interpretación de cómo aprenden niños y adolescentes y cómo deben enseñar los docentes, que propongo llamar «constructivismo tecnicista» para ligarlo a las teorías estadounidenses del procesamiento de la información -que establecen una analogía entre el cerebro y el ordenador- y diferenciarlo del constructivismo piagetiano o vigotskiano europeo. Para el constructivismo tecnicista, como para el constructivismo en general, se aprende sobre la base de lo que ya se sabe (lo que algunos semiólogos denominan «ground semiótico»), y la tarea del docente consiste en adecuar los contenidos curriculares a las estructuras lingüísticas y más en general mentales de los estudiantes. Obviamente éste es un esquema simplísimo que no hace honor a teorías muy sofisticadas inspiradas en el materialismo dialéctico como la de Piaget o la de Vigotsky, pero sirve a fines de la explicación de mi hipótesis. El aprendizaje procedería entonces, como dice Pierce, por «irritación»: cuando una estructura cognitiva no es capaz de asir un objeto, es decir, explicar una cosa, o más aún entra en contradicción con las características del objeto (conflicto cognitivo), debe modificarse y re-equilibrarse en un nivel superior. Las visiones más radicales de esta perspectiva identifican aprendizaje y superación de conflictos cognitivos, mientras que las más complejas admiten la posibilidad de desarrollos «dentro» de una estructura dada vía repetición, asociación y memoria. Pero la versión tecnicista del constructivismo da un paso adelante (hacia el vacío…) y convierte lo que puede denominarse como separación analítica estructura mental/objeto en separación real y aún más: analiza y descompone las estructuras cognitivas en una serie de «competencias cognitivas» o habilidades transferibles entre distintas situaciones y campos disciplinarios que a su vez se componen de sub-competencias. Los docentes de enseñanza primaria han naturalizado así la evaluación por medio de indicadores que «desarman» lo que puede ser por ejemplo los sistemas lógico-matemáticos en competencias como «resolución de problemas», que a su vez se componen de habilidades de menor rango tales como: seleccionar información, ordenarla, elegir el procedimiento adecuado para procesarla, analizar la pertinencia del resultado. Por supuesto que con finalidades analíticas pueden pensarse así los procesos mentales, pero algo muy distinto es suponer que «son» así y transferir esa noción al campo didáctico: el resultado patético de la escuela primaria en los años 1990 (y su continuidad parcial en la actualidad) tiene que ver en parte con el descrédito de las secuencias lógicas internas de cada discurso académico en aras de enseñar in abstracto esas habilidades o técnicas. De un modo más sencillo: si lo único importante es la enseñanza de habilidades o técnicas para el desarrollo de competencias cognitivas los contenidos concretos palidecen. Ya no importa, por ejemplo, el conocimiento de secuencias hechos históricos concretos, sino la comprensión de procesos abstractos tales como «reforma» o «revolución» o «dictadura» y las contrastaciones entre «cambios y continuidades». Así, me tocó dictar un curso de «formación ciudadana» en tercer año de secundaria y enseñar el sistema político republicano a chicos que nunca habían oído hablar de la revolución francesa. Con el triunfo de la izquierda y las contradicciones entre posiciones que más arriba mencionaba, hay un retorno parcial a la jerarquización de los discursos disciplinarios. Es importante tener en cuenta que el constructivismo tecnicista aplicado a niños y jóvenes de clases medias y altas en cuyo medio familiar se enseña y se provee de un ground semiótico potente puede tener resultados moderadamente aceptables, pero que esa misma perspectiva aplicada en contextos de pobreza económica y cultural, es un despojo, porque le quita a los estudiantes su oportunidad de tener contacto con una serie inestimable de objetos culturales. En realidad, toda la teoría constructivista aplicada al campo pedagógico es aceptable si se comprende que esas habilidades abstractas, transferibles, sólo existen en términos analíticos, asociadas siempre a contenidos concretos y sólo se desarrollan cabalmente a través del conocimiento de los discursos de cada disciplina. Esto es: para saber de historia es necesario conocer secuencias concretas de hechos históricos, reformas particulares, revoluciones con nombre y apellido, conocer además filosofía de la historia, discursos teóricos que vinculen variables históricas para explicar hechos. Del mismo modo en ciencias naturales: se puede estudiar fisicoquímica y quimicofísica pero a nivel de licenciatura y posgrado, porque primero hay que dedicar años a estudiar física y química por separado, con sus paradigmas y discursos específicos. De lo contrario promovemos la formación de hábiles usuarios de Google y de diccionarios, pero no personas con conocimiento teórico, que a esta altura es innecesario decir que es algo bastante más complejo y arduo que el procesamiento de información. Educar para el trabajo implica en realidad educar para un tipo de trabajo sin conciencia: un trabajador con habilidad para comprender y procesar información, flexibilidad para cambiar de función y empleo, pero incapaz de comprender la lógica del sistema productivo en el que está inserto. Un paso más en la expropiación de la totalidad del proceso productivo que mencionara Marx al referirse al pasaje del artesanado al proletariado industrial.
La responsabilidad que cabe a los docentes, me atrevo a decir, tiene que ver, sobre todo en enseñanza primaria, pero también en buena medida en secundaria, por la dificultad para la conformación de núcleos autónomos de investigación pedagógica y análisis teórico, capaces de construir discursos alternativos de oposición a la pedagogía neoliberal. Si criticamos la política económica del gobierno pero no logramos verla en acción en su traducción didáctica y nos plegamos acríticamente algunas veces y con renuencias no demasiado fundadas otras a las directivas de las jerarquías del sistema de enseñanza, nuestra oposición al neoliberalismo se reduce en los hechos a nada.
V. Los niños «no aprenden» por la pérdida de valor social del maestro y la escuela
El magisterio y el profesorado nunca fueron profesiones tenidas en alta estima, si las comparamos con otras como las «profesiones liberales». Ello por lo menos por tres motivos: por ser carreras elegidas masivamente por etudiantes de clases medias bajas y clases populares, por implicar una formación académica débil y por deparar sueldos bajos. El nivel de valoración depende del punto de vista de quien valore, por lo que será mayor cuanto menor sea el nivel económico y cultural del observador. Esta regla requiere de muchas disgresiones sobre las que no quiero detenerme, pero sí afirmar que más allá de las mismas, la posmodernidad como proceso cultural vino a dar el golpe de gracia a la ya mala percepción social de la profesión. En términos muy generales, la ausencia de sentidos históricos fuertes, la inestabilidad laboral endémica y la normalización del «estado de crisis» han hecho caer el valor de los adultos ante los niños, que ahora los perciben desorientados e indefensos ante un mundo incomprensible. Los maestros no escapan a la generalidad de esta constatación.
El hecho anterior está imbricado con el debilitamiento de la disciplina. La escuela moderna producía «cuerpos dóciles» para la fábrica y la oficina, seres obedientes y respetuosos de las normas, esa modalidad de sujeción se apoyaba en técnicas de socialización que tendían a crear en los sujetos una voluntad fuerte en el sentido nietzscheano, capaz de clasificar los estímulos ambientales y elegir sólo los concordantes con un sentido de vida que generalmente coincidía con la carrera profesional: posponer el placer y sublimar el deseo hacia la obtención de bienes socialmente valorados. Esa disciplina era respaldada por un conjunto de normas y sanciones para controlar a los díscolos: la escuela no era un juego. La escuela posmoderna evoca la disciplina pero como simulacro: lejos de la «ortopedia social» (como Foucault denominaba a las sanciones disciplinantes que consistían en reforzar la productividad del sujeto) las «promociones sociales» (atribución de certificaciones por contemplación del bajo capital cultural de la familia del niño) devalúan los títulos escolares y más lo hace la constatación del desempleo o el empleo inestable e hiperexplotado como futuro: en la era global el capitalismo no requiere el pleno empleo sino lo contrario.
No obstante debilitado el mito burgués del desarrollo inclusivo (que la política de simulacro izquierdista y derechista busca sostener como fundamento del consenso social a pesar del dominio técnico -en el sentido de comprensión de las tendencias sociales por parte de la elite- que muestra que la estrategia de acumulación neoliberal conduce a la exclusión y criminalización masiva de los pobres) el desarrollismo como ideología moderna ha sobrevivido y se ha reactualizado por su capacidad sinérgica cohesiva y desmovilizadora de las organizaciones de las clases populares. En términos de percepción social de la educación como proceso institucional, se ha traducido en una reproducción del fetiche tecnológico (y su burda promesa de aprendizaje mágicamente veloz por el acceso a internet…) y con él la percepción de la educación dialógica como modalidad lenta y obsoleta.
El Plan Ceibal, es decir la imposición autoritaria del modelo «one laptop per child» (OLPC son las siglas de la gran ONG de la derecha neoconservadora estadounidense que promueve el reparto de laptops de baja calidad para redimir de la pobreza a los niños del «tercer mundo») cuya discordancia con las condiciones materiales y los patrones culturales de las familias más pobres hace que aún con toda la inversión económica y el esfuerzo técnico realizado, en las escuelas de los barrios pobres normalmente no funciona por lo menos 1/3 del total de máquinas, y ese tercio corresponde no casualmente a los niños de familias más económica y culturalmente marginadas por el capitalismo neoliberal, es la expresión superlativa del fetiche tecnológico en educación. Se repartieron máquinas de mala calidad y se mal-entrenó a los docentes en cursos de bajo costo y calidad, para obtener un resultado pedagógico entre escasamente positivo y francamente negativo dependiendo de varibles como el interés del docente y el contexto económico familiar e institucional. Pero la percepción social general fue altamente positiva, rindiendo un rédito electoral acorde a las caras visibles de la administración izquierdista progresista neoliberal. El fetiche tecnológico en la enseñanza colabora en la devaluación de la percepción social de la función docente, a partir de la excesiva valoración del autoaprendizaje infantil y la confusión entre habilidad en el manejo de la máquina y conocimiento de la misma y los contenidos culturales que vehiculiza, por no mencionar el control del sistema operativo, los programas y la lógica del procesamiento de datos. La «brecha digital» no se soluciona en un contexto de creciente desigualdad social y en cualquier caso el camino no es el simple reparto de hardware y softwar empaquetados y opacos (violando la filosofía del software libre con que fueron hechos muchos de los programas basados en Linux que utiliza el sistema operativo de las XO) sino promoviendo el aprendizaje de la programación y el control activo del sistema y el software en relación con las necesidades y características de cada comunidad específica.
Finalmente, la autoridad del maestro como educador decae por la selección de los docentes como chivos expiatorios de la frustración popular por las expectativas frustradas de igualdad económica y ascenso social generalizado sembró la izquierda neoliberal para desplazar a la derecha neoliberal (para luego, desde el gobierno, imponer una política económica concentradora de la riqueza). El paso de la mayor inversión financiera en el sistema de educación pública durante el primer gobieno de izquierda y el intervencionismo culpabilizador de los docentes en el segundo se explica como una flagrante inversión idealista de causas y consecuencias. Es decir, puede encontrarse aspectos disfuncionales en relación con los fines pedagógicos explícitos del estado en el funcionamiento institucional y en el desempeño de los docentes, sin dudas, pero la variable explicativa más influyente es la decadencia del modo de vida de las familias pobres y de las clases medias bajas. Ahora bien, el discurso gubernamental que culpabiliza a los docentes tiene en realidad la función de distraer la atención pública de las políticas económicas regresivas y enajenantes (neocoloniales) y enfocarla en el sistema educativo. De paso se deslegitima la resistencia (de por sí escasa e ideológicamente a la deriva) de los docentes organizados y se aprovecha para lograr lo que la derecha neoliberal no consiguió: reconfigurar el sistema de educación pública en clave empresarial y neoliberal, sometiéndolo a las señales del mercado y promoviendo la construcción masiva de unas subjetividades ideológicamente desarmadas y markéticamente (más) controlables.
VI. Los niños «no aprenden» porque no perciben un futuro venturoso para sí
Proponemos una noción de «inteligencia» que lejos de sostenerse -como ocurre en la mayoría de los trabajos teóricos- exclusivamente en procesos biológicos (como agenciamiento anatómico/funcional del sistema nervioso y la consiguiente capacidad de selección de señales de un organismo en aras de su adaptación) o psicológicos (como estructuras cognitivas dinámicas capaces de integrar datos de lo real en sistemas de significación previa, estructurarse y reestructurarse de modo crecientemente abstracto) integre otros dos subsistemas de la acción social: el social y el cultural. La inteligencia así entendida se muestra como capacidad de comprensión y discernimiento, resolución de problemas y adaptación a la dinámica del entorno, sobre la base de la interrelación entre un sistema orgánico (el cuerpo), un sistema psíquico (la mente), un sistema de posiciones en el campo social (sociedad) y una serie de pautas simbólicas de orientación (cultura). Apoyándonos en esta definición de inteligencia, podemos pensar, para hacer hincapié en los factores normalmente relegados a la hora de pensar el fenómeno, que además de los aspectos biológicos y psíquicos con que generalmente se piensa la capacidad de pensar, es en las características de la sociedad en que viven nuestros niños y la cultura como entramado simbólico a partir del cual hacen sentido sus opciones y acciones, que deben buscarse también los límites y potencialidades que expliquen su capacidad para inteligir lo real.
Si vamos a los aspectos referidos a las posiciones implicadas en el sistema social, no es difícil asociar las modificaciones del modo de producción capitalista en las últimas décadas y la decadencia de las clases medias bajas y trabajadoras, con la pérdida de la capacidad de abstracción, autocontrol y disciplina que observamos los docentes en las aulas de primaria y secundaria. La larga desestructuración del «Estado de Bienestar» batllista y de sus políticas redistributivas de recursos económicos, oportunidades educativas y laborales, signadas por el clientelismo partidario tradicional y la orientación del lucro capitalista hacia el desarrollo del mercado interno, significó y sigue significando la precarización de la situación laboral de los padres de la mayoría de los niños que asisten a las escuelas públicas, en un país donde la pobreza es principalmente infantil. Precarización que no viene dada por un descenso de las ganancias totales de la economía -por el contrario, el PIB no ha dejado de crecer, sobre todo en la «era progresista»- sino porque la economía se ha primarizado y la posición relativa de trabajadores y empleados ha venido empeorando progresivamente, colocándolos en una dinámica de empleo provisorio característica del neoliberalismo, estrategia de lucha de clases y acumulación capitalista que convierte a la economía en un gran casino donde los grandes concentradores del capital utilizan a los estados y a sus gobiernos como agentes para facilitar la circulación de flujos de inversión fundados en la obtención de máximas ganancias y la capacidad de desinvertirse rápidamente si estas disminuyen. Como mencionábamos en notas anteriores esto se traduce en la vida cotidiana de las personas en una situación laboral inestable, siempre precaria, dinámica y riesgosa. Los planes se vuelven de corto plazo y las aspiraciones familiares mucho más concretas. Esto se refleja en una forma de pensar mucho más concreta que en la era de la «meritocracia» y resignifica al sistema educativo en términos de rentabilidad laboral futura. Para las clases medias detentadoras del capital simbólico que actualmente es el eje de la acumulación capitalista apoyada en los sistemas de intercambio de datos, marketing e información, la situación funciona como estímulo estresante a la autoexigencia, formación permanente y arduo trabajo intelectual. Para las clases perdedoras de este juego, las clases medias bajas y trabajadoras, esto se traduce en una situación social marcada por la desazón y la percepción justificada de escasez de oportunidades. Se desinfla entonces la «illusio» en el sistema educativo, ya no percibido como el medio ideal para el ascenso social. Al mismo tiempo la mayor parte de la demanda laboral no está asociada a la cultura general que dicho sistema promueve (o promovía antes de las reformas neoliberales) sino a la posesión de saberes técnicos mínimos y específicos.
En términos culturales, hay que señalar una tendencia estructural de la posmodernidad, asociada a los cambios que señalamos en el párrafo anterior, que tienen que ver con modificaciones de la infraestructura del modo de producción capitalista: la pérdida de los grandes relatos modernos de emancipación política y personal a través de las revoluciones socialistas y las reformas socialdemócratas y también la dilución del ensueño liberal de una sociedad capaz de satisfacer universalmente el deseo de consumo de mercancías a través del «libre» juego de los capitales en el mercado. Ni socialismo ni capitalismo integrador: la cultura consumista y cortoplacista del neoliberalismo refleja la asunción colectiva de una realidad social «salvaje» en la cual la sociedad se polariza entre integrados a los estratos favorecidos del mercado laboral y personas que no pueden acceder a él, que al mismo tiempo son depositarios del odio y el temor social. La exclusión y la insatisfacción estructurales, de largo plazo, abarcando por lo menos dos o tres generaciones, ambienta la emergencia de contraculturas de la delincuencia, como fenómeno integrador-en-la-exclusión, con un sistema de pautas culturales diferenciado del socialmente legítimo, con una rentabilidad económica superior al sometimiento obrero y capaz de dotar de soporte a la identidad de cientos y miles de jóvenes y adultos. La cultura de la delincuencia, que refuerza en modo circular y vicioso la construcción mediática de un «enemigo interno» con rostro de joven y delincuente, es refractaria del sistema educativo, que no tiene mucho que aportar a esa estrategia personal y familiar de supervivencia en tiempos del neoliberalismo. Para los integrados en los escalones menos ventajosos del capitalismo actual, la educación pública se parece más a un ritual casi sin sentido (o apenas con el sentido de guardería y resguardo para los niños, según el modelo de Escuelas de Tiempo Completo) que a un medio para el progreso. Entonces tanto para la plebe proletarizada como para la plebe no proletarizada, la escuela no es percibida como un espacio de dotación de capital cultural relevante. El inmediatismo promovido tanto por la estructura productiva del sistema capitalista como por su manifestación mass-mediática y markética, y su promoción obscena de la satisfacción de las necesidades personales vía consumo de mercancías suntuarias (ropa, teléfonos celulares, etc.), sumado a la hiperkinesis de la hipnosis masiva de la TV, son los venenos más eficaces contra cualquier intento de educación formal de las clases sociales desplazadas por el neoliberalismo.
Esta situación social y cultural en la época de la economía-casino, lleva a que el futuro aparezca para nuestros niños y jóvenes como una proyección por lo menos problemática. La embriaguez del mercado y el consumo no logran sustituir la necesidad humana de una ilusión de futuro venturoso plausible. Y un comentario cuya enunciación aquí es ineludible es que el uso que la izquierda política ha dado de esta necesidad de esperanza y sensación de capacidad colectiva de logro para acceder al poder y la posterior decepción de expectativas debida a la continuidad de la política económica neoliberal, fuertemente concentradora y excluyente -más allá de políticas sociales de contención de la pobreza más extrema- no ha hecho otra cosa que potenciar ese no-futuro, que limita drásticamente la capacidad de abstracción de la mayoría de la población. La vitalidad orgánica de las personas y su salud mental, su inteligencia, la energía que ponen en el trabajo intelectual, está asociada a la participación en procesos sociales de desarrollo personal y familiar, y a la adopción de pautas culturales positivas, esperanzadoras e ilusorias pero no delirantes sino apoyadas en posibilidades materiales concretas. Las posibilidades de realización personal y familiar y su percepción subjetiva son el motor no reconocido de la disposición de los estudiantes para el aprendizaje escolar.
VII. Los niños no aprenden porque se ensaya con ellos falsas soluciones pedagógicas
Decir «falsas» es casi una atrocidad epistemológica, pero el uso del término en este caso obedece a la buena fuerza de la costumbre; del mismo modo que decimos «El sol sale». En realidad lo que hay que diferenciar son los fines explicitados en el discurso de políticos y administradores del estado que imponen las políticas educativas y sus fines concretos, debiendo medirse estos últimos no por lo que aquellos dicen sino por sus efectos prácticos.
En las páginas anteriores hemos intentado una mirada sociológica a las determinantes de los tendencialmente descendentes resultados educativos en la educación pública uruguaya, mencionando una serie de factores que tienen que ver con lo orgánico, psicológico, cultural y social, pero que -esta es nuestra hipótesis más importante- se derivan principalmente de una serie de decisiones y tendencias en política económica que culminan con el desastre que conocemos como «neoliberalismo», el que, siguiendo a Bourdieu, hemos dicho en repetidas ocasiones no se agota a un paquete de medidas económicas reaccionarias para enriquecer a los ricos sino que abarca una discreta utopía de desarticulación de las resistencias sociales, de los espacios sociales no capitalizados, y el consecuente objetivo de la explotación sin resistencias de los trabajadores y, agrego yo, de la naturaleza. Decíamos que el neoliberalismo ha convertido la desnutrición y malnutrición infantil en un fenómeno extendido en nuestra población, y en la medida que ha precarizado, inestabilizado y vuelto incontrolable el entorno existencial material de las clases medias bajas, los trabajadores y los desempleados, ha tornado inestables los vínculos familiares, ha socavado las bases de la estabilidad psíquica de los pobres, muy especialmente de los niños, ha esparcido una cultura inmediatista y consumista -refractaria de la disciplina y la voluntad fuerte que requiere la carrera escolar y el trabajo intelectual en general.
Pero: ¿cuál ha sido la respuesta de las elites gobernantes, tanto de derecha como de izquierda neoliberalizada? En el discurso de asunción del presidente Mujica puede leerse una buena síntesis: «De la educación dependen buena parte de las potencialidades productivas de un país. Pero también depende la futura aptitud de nuestra gente para la convivencia cotidiana.»(8) He ahí los dos elementos que han sido el eje de las políticas neoliberales en educación. Por un lado el eje de adaptación a las «demandas del mercado», eufemismo para referirse al sometimiento de la escuela a las pretensiones de inversión de los grandes conglomerados de capital, y por otro el vano intento de reducir la violencia y la delictividad a través del sistema educativo formal, cuando sus causas debieran ser buscadas (y modificadas) en la propia estrategia económica hegemónica.
«Educar para el trabajo» es una frase que suscita un consenso casi unánime para el público en general, pero que implica una serie de connotaciones antihumanistas que son inaceptables desde cualquier perspectiva que tenga la emancipación de las personas y colectivos humanos como horizonte. En el plano administrativo, la educación para el trabajo se traduce en un sistema de evaluación empresarial en que el producto aprendizajes (medido con instrumentos cuantitativos que generan datos internacionalizables) se convierte en la medida de eficiencia del sistema y crecientemente en la medida de eficiencia del trabajo docente y su consiguiente salario; implica también una serie de políticas desconcentradoras de la implementación de políticas decididas central y autoritariamente, que se presentan como una tendencia democratizadora y descentralizadora, tendiente a adaptar los establecimientos escolares a su entorno concreto, pero que en los hechos son descentralizadoras de la responsabilidad y la cristiana culpa por los magros resultados, y que no van acompañadas de una profesionalización colectiva capaz de generar soluciones nuevas sino orientadas a la aplicación de políticas educativas ya empaquetadas. En el plano pedagógico, el neoliberalismo ha preconizado la interpretación conductista del constructivismo, la versión más cercana a las teorías del «procesamiento de la información» que al constructivismo marxista de Piaget y más aún Vigotsky -aunque se los cite hasta el cansancio de modo empobrecido y descontextualizado. Comienza entonces el reinado del «aprendizaje a partir de la resolución de problemas», la reificación de la noción de «competencias cognitivas» como habilidades puramente técnicas de raciocinio, capaces de transferirse de un contexto a otro y -lo más cuestionable- enseñables en sí sin atender suficientemente a la lógica interna de las disciplinas y sus discursos teóricos, algo que contrasta con milenios de experiencia educativa pero que se armoniza perfectamente con la destrucción de la cultura general de las familias pobres y la generación de obreros capaces de resolver problemas técnicos mínimos sin conocer la totalidad del proceso productivo ni comprender la sociedad que los rodea. Una vez más, pero en otro grado y con otra sutileza, la expropiación de saberes a los trabajadores. En comparación, el autoritarismo vareliano, clasista y menospreciador de las culturas y lenguas populares, parece una política mucho más humanista por sus efectos en la construcción de ciudadanía republicana.
Pero la gran preocupación del manual neoliberal para la educación pública, jerárquicamente por encima del interés de formar trabajadores obedientes y técnicamente sensibles, es la corrección de la conducta. A la violencia delictiva que se normaliza como socialización alternativa y alterativa, asociada a circuitos económicos ilegales (robo y tráfico de mercancías robadas, venta de drogas ilegales fuertemente adictivas y de bajo precio y calidad) más rentables que el sometimiento a la hiperexplotación del trabajo, se responde derivando en la escuela pública el papel de contención de las conductas de niños y adolescentes. Configuraciones psíquicas alteradas por la inestabilidad familiar, el hambre, la inestabilidad laboral, la violencia estatal represiva, el desprecio pregonado desde los medios de comunicación, entre otros factores, generan conductas antisociales -según los valores de las clases medias-. En la medida que las familias no logran establecer límites para encauzar la energía vital de los niños, se pretende que la escuela lo haga. Pero como -afortunadamente, permítaseme decir- la legislación vigente no permite castigos físicos ni humillaciones morales -que son la manera de limitar las conductas de los niños en la gran mayoría de las familias empobrecidas de nuestra región-, se recurre a una solución casi risible: la «educación en valores»; se trata ahora de mostrar a los niños cómo se resuelven los conflictos sin recurrir a la violencia, cómo se cuida a los compañeros y se respeta a los maestros de un modo amable y sin insultos. Pero la estructura institucional escolar es dictatorial, y se parece mucho, demasiado, a la de un cuartel, con sus líneas de mando, sus sobre-exigencias de rendimiento, sus órdenes y menosprecio por las jerarquías inferiores. Parece improbable enseñar democracia en dictadura, y si la enseñanza de valores no pasa por el recurso de la puesta en práctica de dispositivos democráticos y participativos que involucren a los niños, a sus familias y a los docentes, que se refieran a los problemas concretos que los rodean pero a partir del aprendizaje de la lógica más general, histórica, económica, clasista, que genera dichos problemas, el único destino es el fracaso. Y ese fracaso será utilizado para deteriorar cíclicamente la condición laboral de los docentes y su capacidad de resistencia al neoliberalismo educativo, en lo que es un círculo vicioso para docentes y niños, pero virtuoso para los administradores de los intereses capitalistas en el estado y particularmente en educación. Por otra parte, las políticas educativas participativas cercanas a la tradición latinoamericana de la educación popular y de la educación anarquista que mencionamos recién, y que serían la forma de convertir la «educación en valores» en algo más que un discurrir autoritario que impone valores de las clases medias a las clases desposeídas, en algo más que un análisis ético centrado en problemas ficticios o reales pero muy puntuales y descontextualizados, y hacerla referirse, incluyendo las consecuencias prácticas y políticas de esto, al contexto real del desarrollo de las necesidades humanas de los niños, sus familias y sus comunidades, romperían los diques de contención institucional de la escuela y desafiarían la hegemonía política del estado. En cambio veremos, en los siguientes años, el avance de la imposición de una educación cuyo eje será la socialización pasiva y conformista de los niños y jóvenes.
Es importante reconocer que el discurso pedagógico neoliberal ha tenido un desarrollo plástico, icorporando las viejas banderas de la izquierda pedagógica (participación, descentralización, libertad de expresión, pensamiento crítico, pedagogía crítica) pero las ha hecho funcionar en un dispositivo neoliberal cuyos efectos -que delatan la verdadera intención de las políticas a cuya eficacia material colabora la eficacia simbólica de aquél discurso- son la concentración de las decisiones, la pérdida de autonomía de los centros educativos y de los docentes individualmente, su desprofesionalización y pérdida de autoestima (y de estima de la comunidad barrial), la decadencia de los niveles de aprendizaje de los niños y su perfilamiento futuro como ciudadanos con una cultura general empobrecida, socializados en el consumo de mercancías, en el trabajo para otros y en la obediencia a la autoridad.
Andrés Núñez Leites. Maestro y Sociólogo
http://elvichadero.blogspot.
Notas
(1) Instituto Nacional de Estadística (Uruguay), «Evolución de la pobreza por el método del ingreso. 1986-2001» En http://webcache.
(2) Instituto Nacional de Estadística (Uruguay), «Estimación de la pobreza por el método del ingreso. 2009» En http://www.ine.gub.uy/
(3) Nótese que no pretendemos siquiera entrar en la discusión acerca de la conveniencia, claramente cuestionable, del uso de los niveles de ingreso como indicador de pobreza, con la asunción implícita de una teoría económica liberal que asocia la pobreza con la capacidad de acceso a ciertas mercancías, y no con la situación estructural en las relaciones de producción, particularmente en cuanto a la propiedad/gestión de los medios de producción de la riqueza. En suma, un método de cálculo de la pobreza que es «benévolo» en sus resultados.
(4) Diario La República (Uruguay), «UNICEF alertó sobre avance de la desnutrición en Uruguay», 14/06/2003. En: http://www.larepublica.com.uy/
(5) World Health Organization, «World Health Statistics 2010. Progress in the health-related Millennium Development Goals (MDGs).» 2010. En http://www.who.int/whosis/
(6) United Nations Children’s Fund (UNICEF), «Panorama: Uruguay». Diciembre, 2010. En http://www.unicef.org/spanish/
(7) Di Iorio, S. N; Ortale, M. S; Rodrigo, M. A., «Pobreza, desarrollo psicológico y escolaridad en niños que padecieron desnutrición temprana». 1997. En el sitio de Biblioteca Virtual em Saúde, http://bases.bireme.br/cgi-
(8) Mujica, José, «Discurso de asunción ante el Parlamento». 1/3/2010. En el sitio de Constitución Web, http://constitucionweb.
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