Recomiendo:
0

Prácticas sociales genocidas en Guatemala

Fuentes: Rebelión

La importancia de definir qué es un genocidio no se limita a una cuestión puramente conceptual. Tiene efectos políticos y jurídicos importantes, incluyendo la persecución de los que lleguen a ser calificados como genocidas (usualmente perdedores de ciertos conflictos o hechores deslegitimados). La respuesta respecto a qué tipo de práctica, quién lo sufre y quién […]

La importancia de definir qué es un genocidio no se limita a una cuestión puramente conceptual. Tiene efectos políticos y jurídicos importantes, incluyendo la persecución de los que lleguen a ser calificados como genocidas (usualmente perdedores de ciertos conflictos o hechores deslegitimados). La respuesta respecto a qué tipo de práctica, quién lo sufre y quién lo perpetra no es banal. El análisis de un proceso particular puede situar mejor la perspectiva.1

De acuerdo a la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio aprobada en 1948 por Naciones Unidas y que es la referencia más importante en materia jurídica al respecto, se define el genocidio de la siguiente forma:

«cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo».

Dicha definición ha servido como criterio normativo en distintos procesos jurídicos y también como criterio para discusiones políticas y teóricas. Sin embargo, como lo resalta en su análisis D. Feierstein, es importante recordar que dicha definición fue resultado de discusiones que tomaron en cuenta aspectos que iban más allá de lo puramente conceptual. En otras palabras, el origen de la definición incluyó consideraciones políticas que dejan ver no sólo relaciones de poder en el momento de haberla realizado, sino también deja efectos políticos muy importantes.

Tal vez el más importante sea el de la no inclusión de «grupos políticos» dentro de la misma definición.2 Esta exclusión se entiende debido al interés de que más Estados reconocieran dicha convención. No obstante, tiene complejas derivaciones. Señala también Feierstein que una de ellas es que rompe con uno de los pilares del derecho tal y como se ha entendido en buena parte de la tradición jurídica moderna: la igualdad ante la ley, pues en efecto, establece el delito a partir de categorías de víctimas y discrimina entre ellas:

«En la definición adoptada por la Convención, el genocidio queda restringido a cuatro grupos (étnico, nacional, racial o religioso). Al especificar esta restricción, sin embargo, se diseñó por primera vez un tipo penal que tiene la particularidad de establecer un derecho diferenciado (es decir, no igualitario). La misma práctica, con la misma sistematicidad, el mismo horror y análoga saña, sólo es pasible de ser identificada como tal si las víctimas tienen determinadas características en común, pero no otras» (2008: 43).

Creo que esta reflexión es sumamente importante para la discusión que se ha realizado en torno al caso guatemalteco. Limitando la cuestión a lo que aparece en la discusión pública (no en lo jurídico ni en publicaciones especializadas), uno de los argumentos que han dado los militares respecto a la no existencia de genocidio en Guatemala es que no se dirigió específicamente a uno de los grupos que están definidos en la Convención, es decir, a los grupos étnicos en los que mayores víctimas hubo durante el conflicto (el caso más claro es el del pueblo Ixil), sino que, el ejército «únicamente» actuó contra la guerrilla y sus simpatizantes.

Sin embargo, al reflexionar sobre el punto y cuestionar la propia definición que ofrece la Convención, es posible considerar que el Estado guatemalteco, principalmente a través del ejército, llegó a cometer matanzas sistemáticas contra el grupo de población que «apoyaba a la guerrilla» y que no estaba definido exclusivamente por su condición étnica sino por el respaldo político al proyecto revolucionario.

Es indudable que la calificación de grupos étnicos en lo sucedido en el caso guatemalteco tiene mucha importancia. Una de las consecuencias es identificar que el racismo existente contribuyó a que se llevara a cabo una política de tierra arrasada como la que implementó el ejército. Pero decir que contribuyó no significa que sea la única razón. Precisamente, la actuación del ejército tuvo una racionalidad específica: la destrucción de la guerrilla y su base social de apoyo.

Más allá del problema que encierra la definición construida por la Convención, esto permite enfocar el problema desde otra perspectiva y considerar que el ejército guatemalteco cometió «un modo de aniquilamiento de un grupo de población como tal» (APUD Feierstein, D. 2008: 57) en tanto que arremetió contra lo que explícitamente definió como la población simpatizante de la guerrilla. Las estrategias del ejército que se condensan en las expresiones de «quitarle el agua al pez» (a la guerrilla) y «tierra arrasada» son manifestaciones de dicha práctica social genocida.

Más allá de las discusión relativa al concepto de genocidio, la propuesta de «prácticas sociales genocidas» que plantea Feierstein permite comprender que el aniquilamiento de un sector importante de la población guatemalteca que, para efectos estratégicos del análisis, podríamos definir como indígena, pobre y rural es un «modo específico de destrucción y reorganización de relaciones sociales». Ya solo por esta posibilidad de conceptualizar de esta manera lo ocurrido en Guatemala, la perspectiva que aporta Feierstein es muy valiosa.

Con ello se apunta a las modalidades y efectos que tuvieron las prácticas genocidas en Guatemala y que, entre otros, se puede resaltar la destrucción de un sujeto político: el campesinado en proceso de nacionalización revolucionaria (S. Tischler) y la insubordinación realmente existente en lo que la guerrilla denominó como el altiplano densamente poblado (Porras, G.).3

Aunque puede resultar evidente señalarlo, la práctica social genocida del Estado guatemalteco fue la respuesta a las exigencias de transformaciones radicales que se le plantearon en forma de el accionar guerrillero pero también de lucha social efectuada por sectores populares que fueron ampliamente movilizados o que se planteaban críticamente frente a la realidad social guatemalteca. Ante ello, el Estado guatemalteco respondió con la definición de «delincuente subversivo» que fue la legitimación para la persecución y asesinato de importantes sectores de la población, especialmente, debe insistirse, de campesinos indígenas.

Que dicha estrategia tuvo éxito se puede apreciar en varios efectos. Uno de ellos es el hecho que, a pesar de ciertos cambios que se han producido, las condiciones estructurales de pobreza e injusticia permanecen y configuran la realidad guatemalteca sin que exista una respuesta social que busque una transformación real (lo que evidencia la efectividad de la práctica genocida pues supuso la pérdida de la movilización y la perspectiva crítica de importantes sectores). La «reorganización» social que persiguieron las prácticas genocidas del Estado guatemalteco lograron desarticular las protestas sociales e hicieron desaparecer movimientos sociales que no han logrado recuperarse de la destrucción causada. Ejemplo triste de esta afirmación se produjo en el movimiento estudiantil universitario que, pese a ciertos esfuerzos, terminó por encontrarse en el lamentable estado actual. Pero además, vía la herencia de impunidad, hace que la organización política alternativa sea tan difícil: el miedo persiste.

Otro efecto es que tras el éxito militar que incluyó las prácticas genocidas, se pudieran imponer medidas económicas de ajuste estructural. La población quedo lo suficientemente «apaciguada» como para lograr cambios (a favor del capital) sin que se originaran protestas significativas.

En todo caso, la apreciación de la modalidad específica que asumieron las prácticas sociales genocidas en Guatemala puede ser una vía muy enriquecedora para la comprensión de lo sucedido y de los efectos que permanecen en la actualidad. Es un campo en el que todavía queda por hacer.

Bibliografía:

Feierstein, D. (2008) El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina. Buenos Aires, FCE.

Porras, G. (2009) Las huellas de Guatemala. Guatemala, F&G Editores.

Tischler, S. (2005) Memoria, tiempo y sujeto. Guatemala, F&G Editores.

Notas:

1 Las presentes consideraciones son una reacción frente al interesante y documentado libro El genocidio como práctica social de D. Feierstein.

2 De ello se desprende la necesidad de «forzar al derecho internacional a reconocer que la exclusión del genocidio político de la Convención sobre Genocidio… [dado que resulta] …la excusa por antonomasia para avalar cualquier proceso genocida que, sin duda, siempre puede encontrar -como cualquier hecho social- una fundamentación política» (Feierstein, D. 2008: 349).

3 Aunque Feierstein no lo dice con estas palabras exactas, se puede concluir que en ciertos casos , las prácticas sociales genocidas pueden ser respuesta a otro tipo de prácticas como las realizadas por los movimientos revolucionarios y movimientos sociales y populares que buscan la transformación de las relaciones sociales existentes en una sociedad. Se puede indicar que son un caso dentro de la clasificación de genocidio reorganizador que propone el autor.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.