Cuatro años después todavía Putin alcanza un triunfo anunciado que complace a los «mercados». Pero a su alrededor el país ha cambiado, el partido está en ruinas y el candidato promete demasiado. Traducido para Rebelión por Susana Merino
Como estaba previsto y descontado, Vladimir Putin ganó las elecciones presidenciales rusas y por lo tanto volverá al Kremlin, luego de cuatro años de ausencia sin siquiera tener que enfrentarse al balotaje. Las «exit poll» difundidas al anochecer informaban de que Putin habría obtenido entre el 58 y el 59% de los votos emitidos, los primeros datos reales lo hacían ascender al 60%. Mucho menos que en las elecciones de 2004 cuando alcanzó el 72%, pero lo suficiente para triunfar en primera vuelta. Pero más interesantes son los datos referidos a sus adversarios que ven un crecimiento del candidato comunista Zyuganov (que andaría en un 18%) y un resultado muy bueno del oligarca liberal Prokhorov (entre el 9 y el 10%). Mientras que los porcentajes más bajos de lo previsto serían para el populista de derecha Zhirinovskij (7-8%) y el socialdemócrata Mironov (algo más del 4%). Ha habido muchas denuncias de irregularidades (aunque a veces no demasiado significativas) en las mesas de votación: para el bloguero Aleksej Navalny, convertido de facto en uno de los cabecillas de la protesta contra el régimen, está demostrado que los fraudes condicionan los resultados de manera determinante.
Los significados que cada uno atribuye a este triunfo son profundamente diferentes. Para muchos opositores que en los tres últimos meses han sido noticia saliendo a las calles por decenas de miles exigiendo «elecciones limpias» y luego explícitamente «Rusia sin Putin» será la confirmación definitiva de imposibilidad de reformar el sistema y de tener que trasladar la lucha a otro plano diferente y más eficaz, sin que por otra parte se haya esbozado nada en ese sentido. No hay caso, ya han reservado para mañana los espacios para las manifestaciones de protesta contra lo que consideran «a priori» una victoria falseada (se tratará de una nueva cadena humana alrededor de la capital) pero parece que ninguno de los muchos líderes reunidos en estos meses por el entusiasmo de los «cintas blancas» indignados sabe bien cómo seguir, salvo seguir protestando genéricamente.
Para la mayoría de los rusos, al contrario, es un resultado tranquilizador después de muchos meses de incertidumbre y confusión, una base firme para volver a trabajar con orden y estabilidad, que mal o bien, han caracterizado a estos últimos doce años luego del terrible decenio de Yeltsin. Los sondeos, incluso los más indepedientes, concuerdan en señalar que el consenso con respecto a Putin ha ido creciendo en estos meses en gran parte del país, en paralelo con la protesta en Moscú, San Petersburgo y algunas otras grandes ciudades. Sin embargo las pacíficas y ordenadas protestas de la juventud de clase media urbana podrían abacar restando votos a los demás candidatos, el comunista Zyuganov, el populista Zhirinovskij, el socialdemócrata Mironov y el liberal Prokhorov, impulsando a muchos ciudadanos a volcar sus preferencias en Putin.
El descontado triunfo de la elección satisface también al mundo del los negocios, interior e internacional, que prefiere siempre la continuidad y teme los saltos al vacío: tanto más en este caso, dado que los años del tándem Putin-Medvedev han sido fabulosamente propicios para los negocios. Los mercados, en resumen, votan a Putin a despecho de los gobiernos occidentales con EE.UU. a la cabeza.
Quien debería estar más preocupado a partir de esta noche debería ser Putin, que aún siendo vencedor se encontrará con una Rusia que no es ya la misma, también él ha cambiado y deberá enfrentar grandes dificultades. Por primera vez en su larga carrera política Putin debió embarcarse en una verdadera campaña electoral, no tanto contra sus adversarios en liza como contra la tumultuosa oposición que lo acusa de destruir la democracia. Ha debido asumir inéditos compromisos de transparencia y de limpieza en las elecciones y en la gestión de la cosa pública; consentir grandes manifestaciones contra él, instalar en todas las sedes electorales rusas un sistema de videocámaras que teóricamente debería permitirle a cada ciudadano monitorear la regularidad de la operación de votar en cada sede (un sistema que no resolverá nada pero que invitará a centenares de millares de ciudadanos a intentar controlar las votaciones). Ha debido aceptar la idea de realizar reformas institucionales, como la eleción directa de los gobernadores regionales.
Pero mucho más importante aún, el candidato Putin ha debido prometer mares y montañas, yendo probablemente mucho más allá de lo que son las posibilidades del Estado ruso. Aumento de los salarios y de las jubilaciones, mantenimiento de las edades de jubilación de 55 y 60 años, mejoras decisivas en el sistema educativo y sanitario, en el transporte, en la vivienda y aún más empleos laborales y progreso en las industrias estatales, especialmente en la militar, ulterior apertura a las inversiones externas… Es decir en todo. Sus propios hombres admiten que no será fácil mantener las promesas realizadas calculando un precio altísimo del petróleo (la base, junto al gas, de los ingresos estatales) por encima de 150 dólares el barril, en los próximos tres o cuatro años.
¿Y si no lo logra? No solo ya no bastan para triunfar los trucos y los «recursos administrativos» sino que además se arriesgan a que el país explote en bronca. El partido Rusia Unida, luego del desastre electoral de diciembre, pésimamente tapado con fraudes y maniobras, está ya en ruinas y muy probablemente después de las elecciones será borrado por la tentativa de crear algo «ex novo«. Los aliados, a partir del presidente saliente Medvedev, están tomando distancia y haciéndose a un lado a la espera de ver cómo siguen las cosas. Vladimir Vladimirovic, esta vez, corre el riesgo de ver su capacidad, por grande que fuere, expuesta a dura prueba.
Fuente: http://www.ilmanifesto.it/
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