Recomiendo:
1

Perú: Fundamentos de la república (III)

¿Qué es la patria y qué es el republicanismo? ¿quiénes son los luchadores por la patria y contra los antipatriotas?

Fuentes: Rebelión

La derecha dice luchar por la patria, una entidad que excluyó a la mayoría de la población. Entonces ¿a quién representaba esa patria? Inicialmente, a los hombres blancos, ricos y educados. Los indígenas, los afrodescendientes, los mestizos pobres y las mujeres no eran considerados sujetos políticos plenos, una concepción ligada a la defensa del orden social, la propiedad privada y los intereses económicos de una minoría. La «patria» es vista como hacienda que debe ser administrada por y para los que ya tienen poder y riqueza. Cualquier intento de redistribución o justicia social es tachado de atentar contra «la patria». Esta derecha ha apoyado históricamente intervenciones extranjeras (como las de EE.UU.) o dictaduras militares en nombre de «salvar la patria del comunismo», priorizando un orden procapitalista sobre la autodeterminación popular. La Patria es un relato unitario que oculta la diversidad, se presenta como un relato homogéneo y único (una sola bandera, un solo héroe, una sola historia) que invisibiliza la riqueza pluricultural y pluriétnica. Aparece como nacionalismo que anula las identidades: Se impone el español sobre las lenguas indígenas, se celebran como héroes a los criollos y se ignoran o minimizan las luchas y contribuciones de los pueblos originarios y afrodescendientes.

Estrategia discursiva de la derecha confronta cualquier proyecto que busque una mayor justicia social, el control estatal de los recursos naturales o el reconocimiento de derechos a minorías es acusado de «atentar contra la patria» o de ser «antinacional». La Patria como pueblo para esta derecha es inaceptable, más aun la idea de que la soberanía reside realmente en el pueblo, en su diversidad, y no en las élites, que implica una patria con justicia social, donde el hambre y la falta de educación sean los verdaderos enemigos de la nación, o la idea de que la patria está formada por muchas naciones (pueblos indígenas) en igualdad de condiciones, rompiendo el molde del estado-nación homogéneo. En resumen, la crítica sostiene que la «patria» de la derecha latinoamericana no es un concepto neutral, sino una herramienta de poder que ha servido para mantener un orden social y económico jerárquico, excluyente y al servicio de intereses minoritarios, muchas veces en alianza con poderes extranjeros. La lucha, por tanto, no es contra la patria, sino por redefinirla y democratizarla. Surge una pregunta incomoda para muchos, después de la experiencia de los 80 del siglo pasado: ¿cuando es justo el uso de la violencia?, ¿cuando las vías pacíficas de cambio están cerradas, es necesario usar la violencia?
¿Si las instituciones no permiten transformar el injusto orden existente, es necesaria la ruptura con el Estado?, ¿ante un sistema colonial o semicolonial los grupos oprimidos pueden ver la violencia como la única forma de romper el statu quo y abrir las puertas al desarrollo?. La historia nos enseña que la violencia es una herramienta para destruir el viejo orden, muchas revoluciones históricas (Francia 1789, Independencias latinoamericanas, Rusia 1917, Argelia, etc.) usaron violencia para desmantelar estructuras de poder, expulsar a grupos opresivos y dominantes e interrumpir el funcionamiento del viejo régimen, en este sentido, la violencia se interpreta como partera de la historía, herramienta descolonizadora de humanización, transformándose por tanto en un acto fundacional, en una “ruptura” radical. En el actual momento histórico, después de la experiencia de los 80, quienes buscan mantener el orden, toda violencia suele presentarse como terrorista, ilegítima o criminal. Es usada por las elites para reprimir a toda oposición y encarcelar a sus dirigentes. Tampoco el contexto internacional latinoamericano con sus transiciones pacíficas hacia la nada han favorecido pasar de la violencia defensiva que responde a las agresiones del Estado, a una violencia emancipatoria que signifique liberarse de la opresión estructural, secular represiva y por lo contrario ha servido para desatar una violencia instrumental como medio para alcanzar fines políticos de sometimiento. Potencialmente la violencia sigue siendo una posibilidad recurrente cuando el orden existente impide transformaciones profundas ya que las oligarquías no solo no ceden el poder voluntariamente, sino que impiden gobernar a los representantes originarios, bloqueando permanentemente los canales institucionales y desde la resistencia estatal controlan los otros poderes generando escaladas violentas cíclicamente.

La derecha ha entendido que la juventud rebelde esta por recuperar la memoria emancipatoria y anticolonial y frente a esto desata una guerra cultural, apropiándose de aquella cierta tradición reaccionaria, hispanista, afirmando una historia construida en la que hay malos y buenos: en ella los genocidas, los colonizadores, los religiosos y las iglesias, la cultura occidental, el liberalismo reescrito, etc. son los buenos, y los rebeldes, los antineoliberales, los ateos o agnósticos, los anticolonialistas son los malos. La derecha ha logrado hegemonía sobre ciertos aspectos de la memoria con la complicidad de la izquierda caviar al reiterar durante mas de 30 años que la única violencia legítima es la del Estado y que la violencia insurgente iniciada en 1980 fue responsabilidad solo de los rebeldes, deshistorizando el proceso y las causas históricas y estructurales que la desataron. Al inicio, el ex presidente Belaunde (1980-1985) fue quien ante las primeras acciones armadas rebeldes respondió sembrando de muerte los andes con un bestial genocidio racista que dejaba fosas comunes y “botaderos” de cadáveres a lo largo y ancho de los Andes. Sin embargo, para la Comisión de la Verdad y Reconciliación fue un gobierno democrático obligado al uso de las armas. Años después Alan García agregó nuevos métodos de crimen y muerte, masacró a cientos de presos en una operación bélica de terror que fue respondida con acciones de mayor envergadura. Y, finalmente Fujimori asesinaba impunemente a sospechosos paralelamente a las masacres masivas completando mas de una década de genocidio.

Debemos reinterpretar la frase de Marx: «el peso muerto de la tradición» -Marx escribió en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte– «de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos»[1]. Se refiere a la memoria (asociada a la tradición, la religión, el nacionalismo) vista como un conjunto de «ilusiones» que la burguesía usaba para mantener su dominio y que impedían a la clase obrera desarrollar una conciencia de clase revolucionaria. Walter Benjamin retoma esta idea y nos habla del peligro del olvido. En sus Tesis de Filosofía de la Historia, argumenta que el progreso lineal es una ilusión catastrófica. La historia la escriben los vencedores, y su «memoria oficial» borra las huellas de las luchas y sufrimientos de los vencidos (las clases oprimidas), que necesitamos recuperar: es la memoria de los vencidos. La tarea del historiador/materialista histórico es «cepillar la historia a contrapelo», es decir, rescatar del olvido las experiencias, luchas y voces de los derrotados. Esta memoria no es un lastre, sino un arsenal de resistencia. Theodor Adorno y otros de la Escuela de Frankfurt vincularon la memoria con la ética. Recordar los crímenes del pasado (el «fracaso de la Ilustración») era un imperativo para evitar su repetición. La «memoria» se convierte en una forma de resistencia contra la barbarie[^6]. En esta visión, la memoria (especialmente la de los oprimidos) es emancipadora y una herramienta crítica contra la historia oficial de los poderosos. Pero esta melancolía no es patológica o paralizante; es una melancolía activa que guarda luto por los ideales y luchas perdidas, y que preserva su memoria como un legado precioso para inspirar futuros proyectos. La memoria ha ocupado, en parte, el lugar de las utopías futuras y hoy es el terreno donde la izquierda busca sus raíces y su identidad. La memoria se ha convertido en un campo de batalla político. La «memoria histórica» no es un simple recuerdo, sino un acto político que confronta narrativas oficiales, exige justicia reparadora y se enfrenta al negacionismo. Para muchos, la memoria pasó de ser vista como un obstáculo reaccionario a una herramienta crucial para la resistencia. Pasamos de una orientación puramente futura a un diálogo crítico y productivo con el pasado. De una primacía de las leyes históricas «objetivas» a la importancia ética y política de recordar a las víctimas y las luchas olvidadas. Hoy, para gran parte del pensamiento marxista, no hay proyecto emancipatorio posible sin una memoria crítica que rescate las esperanzas del pasado para iluminar las luchas del presente.

En los últimos años nuevamente el concepto de «patria» se va alejando de una visión tradicional, militarista y nacionalista como es la de Dina y Renovación «medieval» para anclarse en la defensa de la soberanía popular y el bienestar de la ciudadanía. Se ha delinea una idea de patria intrínsecamente ligada a la justicia social, los derechos y las libertades de la mayoría. Su concepción se puede resumir en la frase, a menudo asociada a su entorno político, de que «amar a su patria es amar a sus gentes y sus pueblos». Esta idea central despoja al patriotismo de connotaciones bélicas o de confrontación contra un imaginario «terrorismo» para centrarlo en la protección de lo común: los servicios públicos, las pensiones, la sanidad y la educación. La patria no es una entidad abstracta ni un legado inmutable, sino una comunidad política que debe garantizar una vida digna para sus miembros. Por tanto, ser patriota implica defender el país de los poderes fácticos y de las élites que atentan contra el interés general.

El republicanismo que reivindicamos es una tradición de pensamiento originaria del Mediterráneo. Surge como reflexión o filosofar a partir de las luchas, la praxis, de los pobres y explotados de las polis, de las comunidades. Aparece en Asia Menor, en las islas del mar Jónico. Se continúa en Roma, y buena parte de los grandes autores del periodo romano fueron africanos. Este legado, reflexión sobre la praxis mediante la que se constituyeron las comunidades libres republicanas, se sostiene en la actualidad como legado escrito. Un legado que nada tiene que ver con el mundo que denominamos Europa; al contrario, hoy en día este legado es repudiado en ese territorio geográfico dominado por el Liberalismo.[2] Para América Latina se viene recuperando la tradición solidaria comunal con una renovada noción anti servil, contra la sumisión y con contenido emancipatorio.

Para Miras hay cuatro elementos que nos permiten definir lo que es el pensamiento republicano que pueden ayudarnos a comprenderlo: En primer lugar, su ontología constitutiva, o antropología filosófica, una concepción sobre lo que constituye al ser humano; y otras tres nociones más: Comunidad, Ethos, Soberanía. Para la tradición, desde, por ejemplo, Aristóteles a Rousseau y Robespierre; desde Hegel, a Marx, y Gramsci, la concepción común, compartida, sobre el ser humano es la de que la comunidad es una unidad superior a la suma de las individualidades que la componen. Dicho técnicamente: Prioridad ontológica de la comunidad sobre el individuo. Es la comunidad como totalidad la que puede crear la cultura material, el saber hacer, que posibilita la vida de cada individuo humano. El individuo se autoconstruye, constituye su subjetividad, sus necesidades, se educa, -paideia- gracias a la cultura práctica, al saber hacer, creado por la comunidad. La comunidad es la que hominiza y humaniza, filogenéticamente y ontogenéticamente, al ser humano. No hay humanidad sin comunidad. Por el contrario, para el Liberalismo, y para el pensamiento político que corre como republicano, «sociedad» es la denominación nominalista del conjunto de individualidades preconstituidas por una Racionalidad innata, universal, preexistente, previa a toda relación social, que las impele a una forma de hacer individual, también universal, egoísmo, intereses naturales, propietarismo privado, competitividad, afán de lucro, pulsión al comercio en el mercado, etc… ya vemos qué ideología la inspira. El segundo rasgo fundamental de toda comunidad, inseparable de la ontología antropológica republicana, es la comunidad y su concreto ordenamiento, esto es las relaciones sociales entabladas que regimentan la religación entre los individuos y entre estos, su actividad comunitaria, y los productos y objetivaciones de la misma. Por ello el control en común sobre estas relaciones constitutivas del orden comunitario por parte de la ciudadanía, es una de las condiciones sine qua non hay república. Las relaciones sociales entre ciudadanos deben ser igualitarias.

Esta comunidad, que es comunidad de actividad, elabora en común el saber hacer y el saber vivir, la cultura material de vida, los saberes prácticos, mediante los que se produce y reproduce la vida. Lo que es denominado por la tradición «ethos» y «costumbres», indistintamente. El ethos es la segunda res, que debe ser objeto de común deliberación y control público, sin el cual tampoco existe res publica.

La vida del ciudadano, la igualdad de acceso a los bienes, su autodesarrollo personal, sus expectativas, dependen precisamente, de saber hacer práctico que la antropología cultural denomina «cultura», y que la tradición republicana denomina ethos, y también, «costumbres» –o moeurs–, o Sittlichkeit en alemán, -de Sitte, costumbre-; eticidad, -y eticità, en italiano-. Sin un ethos republicano, cuya producción esté controlada por la ciudadanía, no existe república.

Para el Liberalismo, sin embargo, todo lo atinente al vivir, al ethos es «vida privada» y no puede ser objeto de deliberación pública ni de política. Como vemos, la mayoría de los autores, y de los textos que actualmente se presentan como teoría republicana, parten del individualismo antropológico y de la Acción Racional, no consideran la república como comunidad de vida, y ni tan siquiera mencionan el ethos: porque son Liberalismo.

Las Asambleas Primarias son el instrumento que permite el ejercicio de la magistratura legislativa a la ciudadanía en comunidades formadas por muchos millones de habitantes. La Asamblea Primaria se convoca en un lugar próximo, comarca, comuna, para deliberar y votar en asamblea las leyes redactadas por un comité de redacción. Por ejemplo, en la constitución francesa del año II, la Convención, que a nosotros nos parece un parlamento, es en realidad el órgano de gobierno puesto que elabora los «decretos», y es, a la par, un comité de redacción de leyes, que luego debían ser publicadas en la Gaceta y votadas en las asambleas primarias, por una comunidad de 25 millones de habitantes.

Con todo, no toda república era una democracia. Una república democrática es una comunidad en la que el poder lo ejercen los pobres –los pobres: lo dice Aristóteles, y lo dice Platón–; y en el que los pobres instauran el vivir y la ley. Podía haber repúblicas aristocráticas, en las que los ciudadanos eran una parte minoritaria y rica de la sociedad –Venecia, las ciudades de la Liga Hanseática, Berna…–, pero siempre, en toda república, todo ciudadano era verdaderamente ciudadano: ejercía dominio en comunidad sobre todos esos ámbitos comunitarios señalados. Por tanto, existe república, y república democrática, cuando la mayoría de la comunidad social, que está constituida por las clases explotadas, los subalternos, ejercemos el poder en estos tres ámbitos y, en la medida en que lo ejercemos, en esa misma medida, existe república.

Notas:

1 Marx, K. (1852). El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Hamburgo: Editorial de Otto Meissner.

2 Op.cit. Miras Albarrán. Las dos páginas siguientes sintetizan sus ideas sobre el republicanismo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.