El año 2020 no será para el olvido. Disruptivo y devastador como pocos, deja enormes heridas sin restañar en nuestros cuerpos, en nuestras subjetividades y memorias. Y aunque algunos esperan un 2021 más tranquilizador, nadie puede en rigor asegurar que lo que se abrió en este inicio de década con la pandemia de covid-19 vaya a cerrarse con una o más vacunas milagrosas.
La dinámica desencadenada nos advierte sobre los contornos de una configuración civilizatoria cuyas características globales, regionales y nacionales todavía no están del todo definidas, pero cuyos ejes y puntos de referencia pueden vislumbrarse. Sobre algunos de ellos me gustaría reflexionar en este artículo, dividido en nueve «tesis».
1. La pandemia colocó en el centro aquello que estaba en la periferia: visibilizó el vínculo entre desigualdades sociales y dueñidad, así como la relación entre zoonosis, pandemia y crisis socioecológica.
La pandemia de covid-19 colocó en el centro de la escena problemáticas que antes estaban en la periferia, minimizadas o invisibilizadas. Por un lado, puso al desnudo las desigualdades sociales, económicas, étnicas y regionales y los altos niveles de concentración de la riqueza, haciéndolos más insoportables que nunca.
Tras varias décadas de neoliberalismo, evidenció el retroceso de los servicios básicos, en relación no solo con la salud sino también con la educación (la brecha digital), en el acceso a la vivienda y la degradación del hábitat.
La diseminación del virus mostró el fracaso de un modelo de globalización neoliberal consolidado en los últimos 30 años al calor de la Organización Mundial del Comercio (OMC), lo cual no quiere decir que el neoliberalismo esté muerto o agónico; lejos de ello. La crisis desatada por la pandemia exacerbó las desigualdades extremas en todos los niveles.
A escala latinoamericana, según un informe de Oxfam, las elites económicas y los superricos ampliaron su patrimonio en 48 200 millones de dólares, 17 % más que antes de la aparición del covid-19, mientras que la recesión económica provocaría que 52 millones de personas caigan en la pobreza y más de 40 millones pierdan sus empleos, impulsando un retroceso de 15 años para la región.
El virus mostró hasta qué punto estamos frente a un mundo de dueños, pues como sostenía la antropóloga Rita Segato ya antes de la pandemia, la palabra desigualdad no alcanza para graficar tamaña obscenidad: «Este es un mundo marcado por la dueñidad o el señorío».
En segundo lugar, la pandemia visibilizó el vínculo estrecho entre crisis socioecológica, modelos de maldesarrollo y salud humana. Hasta marzo de 2020, el término «zoonosis» no formaba parte de nuestro lenguaje y quizá para algunos todavía sea un concepto algo técnico o lejano, pero es la clave para entender el detrás de escena de la pandemia.
Detrás del covid-19 se halla la problemática de la deforestación, esto es, la destrucción de ecosistemas que expulsa a animales silvestres de sus entornos naturales y libera virus zoonóticos que estuvieron aislados durante milenios, poniéndolos en contacto con otros animales y humanos en entornos urbanizados y posibilitando así el salto interespecie. Claro que el covid no es el primer virus zoonótico que conocemos; ya hubo otros, incluso más letales (el ébola, el SARS, la gripe porcina y aviar, el VIH).
Y aunque el virus se manifestó primero en China, esto podría haber sucedido en cualquier otra región del planeta, porque lo que está en su base es un modelo productivo global enfocado en la alta productividad y en la maximización del beneficio económico, construido por las grandes firmas corporativas, que se acompaña con una degradación de todos los ecosistemas: expansión de monocultivos que conllevan la aniquilación de la biodiversidad, sobreexplotación de bienes naturales, contaminación por fertilizantes y pesticidas, desmonte y deforestación; acaparamiento de tierras, expansión de modelos alimentarios basados en la cría de animales a gran escala, entre otros.
Así, el elemento revelador es que el avance del capitalismo sobre los territorios tiene la capacidad de liberar una gran cantidad de virus zoonóticos, altamente contagiosos, que mutan con rapidez y para los cuales no tenemos cura.
En suma, la pandemia mostró hasta qué punto hablar de «Antropoceno» o «Capitaloceno» no es solo una cuestión de cambio climático y calentamiento global, sino también de globalización y modelos de maldesarrollo.
Resaltan así otros aspectos de la emergencia climática, no vinculados exclusivamente con el incremento en el uso de combustibles fósiles, sino también con los cambios en el uso de la tierra, la deforestación y la expansión de la ganadería intensiva, todas ellas fuentes de potenciales pandemias.
2. Las metáforas y conceptos que fuimos utilizando para tratar de captar y analizar la pandemia deben ser entendidos en un sentido dinámico. Hemos pasado de la metáfora del «portal» a la del «colapso», conservando en el centro del lenguaje político la metáfora bélica.
La activación del freno de emergencia como producto de la crítica situación sanitaria generó una crisis extraordinaria, de enormes consecuencias sociales, económicas y políticas.
Desde el comienzo, la metáfora bélica, esto es, la alusión a la guerra contra el virus, recorrió el lenguaje político hegemónico.
Desde mi perspectiva, su uso tiende a concentrarse en el síntoma y a desdibujar y ocultar las causas estructurales, más allá de que apunta a lograr la cohesión social frente al daño, de cara a un enemigo «invisible» y «desconocido». No voy a abundar en esto, pero vale la pena poner de relieve la persistencia de esta metáfora, pese a la información que circula sobre las causas de la pandemia.
En realidad, me interesa volver sobre otras dos metáforas utilizadas: la del portal y la del colapso. Efectivamente, la crisis extraordinaria producida por el covid-19 abrió a demandas ambivalentes y contradictorias entre sí. Por un lado, demandas de transformación, de solidaridad y de cambio; por otro, demandas de orden y de retorno a la «normalidad».
Así, la crisis extraordinaria nos instaló en un «portal», entendido como un umbral de pasaje, que produjo la desnaturalización de aquello que teníamos naturalizado. Como subrayó la poeta india Arundhati Roy en un notable artículo, nos invade el sentimiento de que dejamos un mundo atrás, la sensación de abrirnos a un mundo otro, diferente e incierto.
Pero la metáfora del portal también aludía a una encrucijada: o bien la crisis abría a la posibilidad de abordar todos aquellos debates civilizatorios que hasta ayer estaban en la periferia, tales como la dueñidad y la crisis socioecológica; o bien la humanidad consolidaba la ruta del capitalismo del caos, acelerando el colapso sistémico, con más autoritarismo, más xenofobia, más desigualdades, más devastación ecológica.
En suma, la metáfora del portal no tenía nada que ver con la posibilidad de un mundo reseteado, tarea imposible y descabellada.
Más bien conllevaba una doble dimensión, pues si bien en un primer momento abría a un proceso de liberación cognitiva, que impulsaba la necesidad de concebir transformaciones mayores (la crisis como una oportunidad), también nos advertía sobre el peligro de clausura cognitiva, a través del repliegue insolidario y el afianzamiento de las desigualdades.
Como recordaba la periodista y escritora Naomi Klein, la crisis podía ser una nueva oportunidad para repetir la fórmula del capitalismo del desastre o la «doctrina del shock», que define como la estrategia política de utilizar las crisis a gran escala para impulsar políticas que sistemáticamente profundizan la desigualdad, enriquecen a las elites y debilitan a todos los demás.
En momentos de crisis, la gente tiende a centrarse en las emergencias diarias de sobrevivir a esa crisis, sea cual fuere, y tiende a confiar demasiado en quienes están en el poder.
A nueve meses de declarada la pandemia, la sugestiva y potente metáfora del portal cayó en desuso y lo que se vislumbra bajo el nombre de «nueva normalidad» se parece más a un empeoramiento y exacerbación de las condiciones existentes –sociales y ecológicas–, algo que la figura del «colapso» sintetiza de un modo a la vez unívoco y pluridimensional.
El colapso no es solo ecológico, como vienen anunciando tantos estudios científicos sobre la emergencia climática, sino también sistémico y global. Su tránsito involucraría diferentes niveles (ecológico, económico, social, político), así como distintos grados (no tiene por qué ser total) y diferencias geopolíticas, regionales, sociales y étnicas (no todos sufrirán el colapso de la misma manera).
En fin, el ingreso en la era del colapso alienta diferentes visiones: en lo empírico, estamos ante la proliferación de imágenes catastrofistas y distópicas sobre el futuro, muchas de ellas desprovistas de un lenguaje político (o abiertamente antipolíticas), que aluden a la extinción y al caos; por otro lado, en cuanto a lo teórico y ensayístico, pareciera dar lugar a una nueva disciplina científica, hoy en ciernes, la «colapsología», creada por los franceses Pablo Servigne y Raphaël Stevens, que apunta a reflexionar sobre el fin de un mundo, este que conocemos, y propone discutir elementos y políticas para poner en marcha para atravesarlo «lo más humanamente posible».
3. La pandemia puso en cuestión el multilateralismo y los liderazgos mundiales por la vía del repliegue a las agendas nacionales, frente a la escasez de estrategias cooperativas e internacionalistas.
Desde marzo de 2020, suele afirmarse que asistimos a un retorno o relegitimación de un Estado fuerte. Sin embargo, el retorno de los Estados es también expresión de un repliegue hacia las agendas nacionales. En el marco de la pandemia, cada país ha venido haciendo su juego, mostrando con ello la variabilidad de las estrategias sanitarias y políticas disponibles.
A escala nacional, el repliegue ilustró una conjunción paradójica, que combina el decisionismo hipermoderno (la concentración de las decisiones en el Poder Ejecutivo y la ampliación del control sobre la ciudadanía de la mano de las tecnologías digitales) con un fuerte proceso de fragmentación local (el cierre de las ciudades, provincias y Estados, a la manera del modelo de las aldeas medievales).
No hubo respuestas globales ante la emergencia de la pandemia sino una mayor fragmentación y escasa cooperación a escala internacional, algo que afectó incluso a la Unión Europea, acentuando –al decir de muchos– la pérdida de confianza en la integración. De la mano de Donald Trump, Estados Unidos renunció al rol de líder mundial sin que esto significara una mejor gestión de la pandemia en el ámbito nacional.
Hacia afuera, esto se expresó en un incremento de la tensión geopolítica con China, así como con organismos multilaterales como la Organización Mundial de la Salud (OMS); hacia adentro, en el enfrentamiento de Trump con los gobernadores de los diferentes estados. Por su parte, al inicio de la pandemia, China realizó una serie de vuelos para asistir sanitariamente a diferentes países (entre ellos, varios latinoamericanos).
Hacia adentro, casi todos los países del globo sufrieron procesos de militarización que repercutieron muy especialmente sobre las poblaciones más vulnerables, en particular en América Latina (donde los controles son menos de orden digital y mucho más de orden físico y territorial); esto tuvo su agravante en algunos países emergentes (como la India), e incluso en Estados Unidos se expresó, puertas adentro, en la centralidad que cobró el racismo como estructura de dominación de larga duración.
Por último, en esta enumeración incompleta, pese a que se habló mucho del regreso de un Estado fuerte y se subrayaron tempranamente sus ambivalencias (el Estado de excepción que coexiste con el Estado social), hubo escasa reflexión teórica y política sobre la posibilidad de su transformación para enfrentar la crisis económica y social, visto y considerando los límites que impone su evidente colonización por parte de las elites (la dueñidad).
La pandemia acentuó la competencia nacionalista en el marco del desorden global. Un reflejo de ello es la carrera por lograr una vacuna eficaz, pero también la carrera por agenciarse esas mismas vacunas. En los últimos meses, los países más ricos buscaron asegurarse el aprovisionamiento de las diferentes vacunas que hay en danza, comprando dosis por adelantado.
Esta política de acaparamiento hace que entre 40% y 50% del suministro mundial ya esté en manos de los países más ricos, lo cual deja con menos chances a los países más pobres.
Uno de los ejemplos más escandalosos es Canadá, donde el primer ministro progresista Justin Trudeau, lejos de cualquier estrategia cooperativa, firmó contratos con siete farmacéuticas para obtener 414 millones de dosis, cinco veces más de las que se utilizarán en el país.
Mientras tanto, en diferentes países del Sur (sobre todo en América Latina), los gobiernos se desesperan por agenciarse alguna de las vacunas, frente al temido segundo brote del virus.
4. En América Latina, los Estados apostaron a intervenir a través de políticas públicas sanitarias, económicas y sociales, pero el devenir de la pandemia puso al desnudo las limitaciones estructurales y coyunturales.
La pandemia y los horizontes que abre plantean numerosos interrogantes.
A escala global, parece haber llegado la hora de repensar la globalización desde otros modelos y de sentar las bases de un Estado fuerte, eficaz y democrático, con vocación para reconstruir lo común, articulando la agenda social con la ambiental.
Sin embargo, en los niveles regional y nacional, frente a los impactos económicos, la pregunta salta a la vista: ¿hasta dónde los Estados periféricos tienen las espaldas anchas para avanzar en políticas de recuperación social?
Así, en América Latina, el virus acentuó aún más las desigualdades sociales y territoriales existentes y exacerbó las fallas estructurales (el hacinamiento y falta de acceso a la salud, la insuficiencia de la estructura sanitaria, la informalidad, la brecha de género), lo que dio lugar a un cóctel potencialmente explosivo.
Una vez pasada la primera ola en Europa, América Latina, con 8 % de la población mundial, se convirtió en el epicentro de la pandemia, con más muertes en el mundo, al menos hasta el arribo de la segunda ola, que afectaría a los países europeos a partir de noviembre.
Casi todos los países de la región adoptaron medidas económicas y sanitarias destinadas a contener la crisis social y sanitaria. Según un reciente informe del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), en total son 26 los programas temporales de transferencias monetarias adoptados por 18 países de la región.
Entre ellos se destaca el caso de Honduras con la asistencia ofrecida a trabajadores independientes, la extensión hasta diciembre del programa de transferencias Ingreso Solidario de Colombia, el incremento en el valor y la expansión de cobertura del Ingreso Familiar de Emergencia chileno y las nuevas disposiciones para la protección al empleo en Nicaragua (uno de los últimos países en implementar este tipo de respuesta).
En Brasil, Jair Bolsonaro dejó de lado la ortodoxia e implementó una «renta básica» de 600 reales (unos 112 dólares) para unos 60 millones de personas.
En el caso de Argentina, el gobierno implementó hasta diciembre de 2020 un Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) para desocupados, informales y trabajadores autónomos de las categorías más bajas, que alcanza a 7 854 316 personas; incrementó la ayuda alimentaria en comedores y lanzó algunas medidas ligadas al crédito para contener la crisis de las pymes, que son la principal fuente de trabajo en el país.
También implementó un Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción, destinado a pagar 50% de los sueldos de empresas (pequeñas, medianas y algunas grandes).
Pero, como afirma el economista Rubén Lo Vuolo, «quienes más sufren la pandemia son las actividades declaradas como ‘no esenciales’, las pequeñas y medianas unidades productivas y la fuerza de trabajo informal y precarizada; que además, coincide con los grupos que registran mayores déficits habitacionales y menor acceso a servicios públicos básicos, incluyendo los sanitarios».
Este diagnóstico podría extenderse a toda la región, dadas las características del mercado laboral (54 % es fuerza de trabajo informal, según datos de la Organización Internacional del Trabajo, OIT).
Si sumamos los cambios ocurridos en el mundo del trabajo, en relación con la expansión del teletrabajo así como las llamadas economías de plataformas, el panorama indicaría que la precarización ha ido en aumento.
En todo caso, según el ya citado informe de Unicef, en América Latina el desempleo saltó de 5,4% en diciembre de 2019 a 13,5% en diciembre de 2020, afectando a un total de 44,1 millones de personas. En su Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) prevé una contracción promedio de 7,7 % para 2020 –la mayor en 120 años– y un rebote de 3,7 % en 2021. Asimismo, considera que los impactos de la crisis económica no son de corto, sino de mediano plazo.
Por otro lado, en un contexto de fragmentación, no hubo instituciones regionales que estuvieran a la altura del desafío. En términos políticos, la crisis del covid-19 encontró a América Latina fragmentada, sin hegemonías neoliberales ni tampoco progresistas, muy distante del crecimiento económico experimentado durante el boom de los commodities.
Ni la experiencia de Andrés Manuel López Obrador en México (muy desconectada del ciclo progresista anterior), ni la vuelta del peronismo en Argentina (como una suerte de progresismo de baja intensidad), ni la reciente recuperación institucional en Bolivia, con el nuevo triunfo del Movimiento al Socialismo (mas), pueden ser interpretadas sin más como el advenimiento tout court de una segunda ola progresista.
Una parte importante de los progresismos están bastante agotados, luego del ciclo hegemónico extendido entre 2000 y 2015 aproximadamente, cuyo balance –desigual, según los países– todavía sigue siendo debatido en la región.
A esto hay que agregar la emergencia de una extrema derecha en Brasil, lo cual dispara la reflexión sobre la existencia de corrientes sociales y políticas fuertemente autoritarias y antiderechos, que recorren otros países de la región.
En suma, lo novedoso en América Latina es que, a la fragilidad del escenario político emergente, se agrega una triple crisis: sanitaria, económica y social. Como sostiene el título de un libro reciente, América Latina pasó de «la implosión social a la emergencia sanitaria y social post-covid».
En ese marco, es posible que estemos ingresando en un «tiempo extraordinario», en el cual la liberación cognitiva de las multitudes mueva las placas tectónicas de la transición, pero a ciencia cierta, en un contexto poscovid caracterizado por el incremento de las desigualdades y la aceleración del neoextractivismo, no sabemos hacia qué transición nos estamos dirigiendo.
No solo los tiempos políticos se han acelerado, sino que además, en su vertiginosidad, el hartazgo de las sociedades amenaza con mutaciones bruscas y violentas del escenario político, a imagen y semejanza de la crisis climática actual.
5. Aunque el covid hizo que se activara el freno de emergencia, el neoextractivismo no cesó. Más aún, para los países latinoamericanos, la aceleración del extractivismo forma parte esencial de la apuesta por la reactivación económica y la llamada «nueva normalidad».
Durante 2020, no pocos celebraron que la paralización de diferentes actividades económicas se tradujera en una reducción de 7 % de la emisión de gases de efecto invernadero. Como aquellos animales que salieron de sus nichos y se atrevieron a recorrer las ciudades en época de confinamiento, sabemos que el fenómeno, por no buscado, es sencillamente pasajero; apenas un efecto colateral de corto alcance.
Por otra parte, el freno de emergencia activado fue relativo. Así, por ejemplo, el extractivismo no se detuvo; todo lo contrario.
En América Latina, pese a la importancia cada vez mayor de los conflictos socioambientales y la amplitud de las problemáticas que estos incluyen, las políticas públicas de los diferentes gobiernos no apuntaron a fortalecer las demandas ambientales.
No pocas de las actividades extractivas fueron declaradas esenciales (como la minería), avanzaron el desmonte y la deforestación, y con ello también los incendios.
Durante la pandemia continuaron los asesinatos de activistas ambientales, reafirmando con ello que América Latina –particularmente países como Colombia, Brasil y México– sigue siendo la zona más peligrosa del mundo para los defensores del ambiente.
La política neoextractivista continúa desbordando cualquier grieta ideológica. Así, el «lobby del fuego» desató su furia más que nunca.
Por ejemplo, el Pantanal brasileño, el humedal continental más grande del planeta, que cubre gran parte de los estados de Mato Grosso y Mato Grosso do Sul, registró 16.000 incendios en 2020, que se convirtió en el año más castigado por el fuego según datos del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales (Inpe).
Durante 2020, Argentina ocupó el segundo lugar a escala global por la cantidad de focos de incendios que afectaron a humedales y bosques nativos, detrás de los cuales se encuentran los lobbies sojero, minero y de los grandes agentes inmobiliarios (urbanizaciones privadas). Los incendios afectaron 14 provincias y arrasaron más de un millón de hectáreas.
Asimismo, pese a la caída de la demanda de combustibles fósiles (que hizo que en algún momento su precio fuera negativo), en países como Argentina continuaron los subsidios a las empresas petroleras.
El colmo fue la aprobación del impuesto a las grandes fortunas –una medida que costó instalar frente a la oposición cerril de la derecha–, que se suponía iría a paliar exclusivamente los males de la pandemia.
Sin embargo, el proyecto aprobado destina nada menos que 25 % del monto recaudado a financiar el gas del fracking (fractura hidráulica) que se extrae en el megayacimiento de Vaca Muerta.
En México, en septiembre de 2020, Víctor Toledo, uno de los grandes referentes continentales de la ecología política, tuvo que dimitir de su cargo en la Secretaría (ministerio) de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat).
Toledo es un defensor de la agroecología y de la transición ecosocial, y bajo su mandato impulsó la prohibición del glifosato y criticó el proyecto del Tren Maya, uno de los emblemas del «desarrollo» del gobierno de López Obrador, que atropella los derechos de las comunidades ancestrales. Su renuncia dejó al descubierto, una vez más, los límites del progresismo selectivo latinoamericano.
Por último, mientras en Colombia continúa la lucha contra la práctica del fracking, tanto en Ecuador como en Argentina se profundizó el embate de la minería, pese a que esta no cuenta con licencia social y que la ciudadanía movilizada busca activar dispositivos institucionales disponibles (consultas públicas en Cuenca, Ecuador; iniciativas ciudadanas en Chubut, Argentina), los cuales son negados y/o retaceados por las autoridades.
Así, el avance de la minería, en alianza con los gobiernos provinciales y nacionales, en nombre de la reactivación económica, muestra la consolidación de la nefasta ecuación: «a más extractivismo, menos democracia».
No hay que olvidar que, en las últimas décadas, los gobiernos latinoamericanos buscaron oponer lo social y lo económico a lo ambiental.
Por ejemplo, los progresismos justificaron el neoextractivismo y la depredación ambiental en nombre del desarrollo y de la reducción de las desigualdades, lo cual generó una situación paradójica, a partir de la instalación de una agenda selectiva de derechos, que negaba o desestimaba las demandas socioambientales y gran parte de los reclamos indígenas por tierra y territorio.
Hoy sabemos que una porción importante del crecimiento económico experimentado en América Latina durante el boom de los commodities fue capturado por los sectores más ricos de la sociedad.
Datos de la revista Forbes muestran que la riqueza de los multimillonarios latinoamericanos (con fortunas superiores a 1.000 millones de dólares) creció a un ritmo de 21% anual entre 2002 y 2015, un incremento seis veces superior al del pib de la región (3,5% anual).
En 2013-2014, según Oxfam, el 10% de las personas más ricas de la región se quedaba con 37 % de los ingresos; pero si se consideraba la riqueza, estos datos ascendían de modo abrumador: 10 % más rico acumulaba 71 % de la riqueza, mientras que 1 % más privilegiado se quedaba con 41 %.
Todavía hoy se sigue oponiendo lo social a lo ambiental, como si hubiera una contradicción entre ambos aspectos, desestimando el hecho de que quienes más sufren los daños ambientales en nuestras latitudes son los sectores más vulnerables, porque habitan en zonas expuestas a fuentes de contaminación y carecen de los medios económicos y humanos para afrontar las consecuencias, resistir los embates del extractivismo y sobrellevar los impactos del cambio climático (inundaciones, sequías, tormentas).
En suma, resulta increíble que en plena emergencia climática y atravesando una pandemia de raíz zoonótica, las elites políticas y económicas latinoamericanas continúen negando la importancia de la crisis socioambiental y el indudable lazo que existe entre la salud del planeta y la salud humana.
En realidad, prevalecen la ceguera epistémica y el analfabetismo ambiental, ligados a una determinada visión del desarrollo, del crecimiento económico indefinido y del progreso, responsable de la actual situación de catástrofe ecológica. Por supuesto, hasta dónde la ceguera epistémica, combinada con intereses económicos, impide leer la realidad depende del contexto.
La conclusión es que, pese a que los hechos ponen en tela de juicio la mirada desarrollista, para la mayoría de los gobiernos latinoamericanos el extractivismo continúa siendo visto como una tabla de salvación en medio de la crisis.
6. La pandemia habilitó discusiones sobre la transición ecosocial, la reforma tributaria y diferentes formulaciones sobre el ingreso básico universal.
En la medida en que el covid-19 puso en el centro aquello que estaba en la periferia, habilitó también los debates sobre la urgencia de la transición ecosocial.
Así, aquello que aparecía reservado a unos pocos especialistas y activistas radicales entró en la agenda pública.
Propuestas integrales elaboradas en años anteriores fueron actualizadas al calor de la pandemia. Científicos e intelectuales de todo el mundo promovieron manifiestos y propuestas que incluían desde una agenda verde y un ingreso básico hasta la condonación de la deuda de los países más pobres.
Sería imposible relevar las diferentes propuestas de transición ecosocial que se han difundido en estos meses. No es mi interés tampoco presentar una cartografía de ellas, por lo cual solo me concentraré en algunas. La primera, por su proyección, es aquella del Green New Deal (Nuevo Pacto Verde) promovido por el ala izquierda del Partido Demócrata de Estados Unidos, que tiene como referentes a Bernie Sanders y a Alexandria Ocasio-Cortez y es sostenida por intelectuales como Naomi Klein.
Esta propuesta apunta a la descarbonización de la economía y a la creación de empleos verdes, para lo cual propone un Estado planificador y democrático. Durante 2020, la propuesta se tradujo en un «Plan Estímulo Verde» cuyo objetivo es recuperar la economía utilizando recursos públicos para la transición energética (energía, transporte público y viviendas verdes, salud y educación).
En todo caso, como sostiene la politóloga Thea Riofrancos, una de las autoras de A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal [Un planeta por ganar. Por qué necesitamos un Nuevo Pacto Verde) y de las más activas en esa plataforma, el reciente triunfo del demócrata Joe Biden abre un escenario de disputa que permite anticipar que «ha comenzado la década del Nuevo Pacto Verde».
En el plano internacional, se constituyó la Internacional Progresista, bajo el lema «Internacionalismo o extinción», lanzado entre otros por el célebre lingüista Noam Chomsky. Esta tuvo su primera cumbre virtual entre el 18 y el 20 de septiembre pasado, ocasión en la cual el exministro de Economía griego Yanis Varoufakis sostuvo que «ya estamos entrando en una etapa poscapitalista», y el dilema es si su economía «será autoritaria y oligárquica o democrática y social».
Ante el desastre ambiental, planteó un «acuerdo ecológico internacional» que, con un presupuesto de ocho billones de dólares anuales, podría llevar a cabo la transición de las energías fósiles hacia las energías renovables, disminuir el consumo de carne y apostar a los alimentos orgánicos.
Desde su perspectiva, se trata de un reto análogo a la reconstrucción de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, aunque no solo se trate de reconstruir sino de crear nuevas tecnologías.
Sin embargo, más allá del llamado global contra el avance de las extremas derechas y las apelaciones al poscapitalismo, la Internacional Progresista reúne a un conglomerado muy heterogéneo de figuras intelectuales y políticas: desde connotados ecologistas que promueven la transición ecosocial hasta la flor y nata del progresismo extractivista latinoamericano (Rafael Correa, Álvaro García Linera, entre otros), reconocidos por la persecución a sectores ambientalistas de su país.
Debido a ello, no queda claro cuál sería el rol de la transición social-ecológica o cuál su visión sobre la articulación entre justicia social y justicia ambiental.
Otras iniciativas, provenientes de intelectuales y reconocidas organizaciones ambientalistas –como Ecologistas en Acción, en España, o Attac Francia–, han promovido propuestas integrales que abordan la temática del decrecimiento.
Por ejemplo, Attac Francia publicó, en mayo de 2020, un libro titulado Ce qui dépend de nous. Manifeste pour une relocalisation écologique et solidaire (Lo que depende de nosotros.
Manifiesto por una relocalización ecológica y solidaria), en el cual propone refundar los servicios públicos por y para el cuidado, repensar las necesidades y planificar el decrecimiento, inventando un proceso democrático de planificación ecológica para hacer sostenible nuestro sistema de producción.
Eso implica decrecer para algunos sectores y crecer para otros.
Antes que un ingreso básico, propone financiar un «ingreso de transición ecológica» para sostener a aquellos actores que se involucren en actividades ecológicas (agroecología, eficiencia energética, ecomovilidad, low tech, entre otros).
7. En América Latina, desde la sociedad civil y, excepcionalmente, desde algunos partidos políticos, surgieron propuestas de llamados a la transición ecosocial, no todas ellas vinculadas a referentes ambientales.
Son varias las propuestas de transición ecosocial elaboradas desde América Latina. Entre ellas, quisiera destacar el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, que me involucra de modo personal y colectivo. Se trata de una propuesta promovida por diferentes activistas, intelectuales y organizaciones sociales de países como Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú, Venezuela y Chile, vinculados a las luchas ecoterritoriales del continente.
El Pacto Ecosocial fue lanzado en junio de 2020 y tuvo diferentes inflexiones y agendas, según los países y articulaciones sociales logradas. Sus ejes son el paradigma de los cuidados, la articulación entre justicia social y justicia ecológica (ingreso básico, reforma tributaria integral y suspensión de la deuda externa); la transición socioecológica integral (energética, alimentaria y productiva) y la defensa de la democracia y la autonomía (en clave de justicia étnica y de género).
Se trata de una plataforma colectiva que invita a construir imaginarios sociales, acordar un rumbo compartido de la transformación y una base para plataformas de lucha en los más diversos ámbitos de nuestras sociedades.
El pacto ecosocial dialoga con otras propuestas en danza, como el Nuevo Pacto Verde, el decrecimiento o los manifiestos de relocalización ecológica y solidaria.
Pero se trata de una apuesta ecosocial, económica, intercultural, pergeñada desde el Sur, que rechaza que este continúe siendo hablado y pensado solo desde el Norte, incluso cuando se trata de propuestas de transición, que por lo general no colocan en el centro la cuestión de la deuda ecológica y, en algunas ocasiones, tampoco van más allá de la descarbonización de las sociedades.
Desde el Pacto Ecosocial se afirma que los problemas de América Latina son diferentes de los del Norte, que existen fuertes asimetrías históricas y geopolíticas; que al calor de la crisis socioecológica y del aumento del metabolismo social, la deuda ecológica del Norte aumentó de modo exponencial en relación con el Sur.
En esa línea, nos advierte también sobre las falsas soluciones, sobre la imposibilidad de subirnos sin más al carro de cualquier transición, si esta promueve un modelo corporativo y concentrado y no un modelo democrático y popular que asegure una transición justa para el Sur. Así, sostiene que es necesario debatir qué se entiende por transición.
Por último, lejos de tratarse de una propuesta abstracta, se entronca con las luchas, con los procesos de reexistencia y los conceptos-horizontes forjados en las últimas décadas en el Sur global y en América Latina en particular, entre ellos, derechos de la naturaleza, buen vivir, justicia social y redistributiva, transición justa, paradigma del cuidado, agroecología, soberanía alimentaria, posextractivismos y autonomías, entre otros.
Hubo también otras propuestas, entre ellas «Nuestra América Verde», un movimiento que se une al Nuevo Pacto Verde bajo la consigna «realismo científico, cooperación internacional y justicia social», que contiene 14 propuestas del Plan de Recuperación Económica con Justicia Social y Ambiental 2020-2030, con dos capítulos, uno internacional y otro social/ambiental.
El plan postula 100 % de energías limpias para 2050, junto con el compromiso de la eficiencia energética y cambios tributarios. Y aunque incluye a legisladores de partidos progresistas de Brasil, Argentina y Chile y algunos de sus firmantes están lejos de ser referentes en temas ambientales, revela la importancia que tiene en el contexto actual la generación de programas integrales ligados a la transición ecosocial.
Vale la pena agregar también que una de las pocas instituciones regionales que estuvo presente en el debate fue la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), para la cual no es posible desarrollar una política de austeridad.
Según este organismo, la crisis dejó en claro que la política fiscal vuelve a ser la herramienta para enfrentar choques sociales y macroeconómicos. Para ello es necesario aumentar la recaudación tributaria, mediante la eliminación de espacios de evasión y elusión tributaria que alcanzan 6,1 % del PIB.
Asimismo, hay que consolidar el impuesto a la renta a personas físicas y corporaciones, y extender el alcance de los impuestos sobre el patrimonio y la propiedad, a la economía digital, así como correctivos, como impuestos ambientales y relacionados con la salud pública.
La propuesta de la Cepal incluyó la recomendación a los gobiernos latinoamericanos de implementar un ingreso básico universal de modo gradual, primero incluyendo a los sectores más afectados por la pandemia.
La inflexión no es casual y muestra, como señalan Rubén Lo Vuolo, Daniel Raventós y Pablo Yanes, que «hoy el debate sobre la renta básica ya no es en torno de ‘experimentos’ acotados a grupos seleccionados como ‘pilotos’, sino en relación con políticas y con intervenciones de escala nacional».
En suma, en América Latina no son los gobiernos, sino las organizaciones, activistas e intelectuales quienes, desde la sociedad civil, habilitaron la discusión sobre programas de transición ecosocial.
Para los diferentes gobiernos de la región, lo ambiental continúa siendo un saludo a la bandera, algo meramente decorativo, un adjetivo («desarrollo sustentable»), una columna más en el balance contable de las empresas, algo que se cree poder resolver con un par de soluciones tecnológicas (la razón arrogante), que no apunta por supuesto a las causas de la crisis, y que permite continuar con la fuga hacia adelante, sin cuestionar la visión hegemónica del desarrollo.
8. La pandemia puso en la agenda el paradigma de los cuidados y develó que esta es la clave de bóveda para la construcción de una sociedad resiliente y democrática.
La pandemia mostró la necesidad de transformar la relación entre sociedad y naturaleza, de superar el paradigma dualista y antropocéntrico que concibe a la humanidad como independiente y externa a la naturaleza, concepción y vínculo que está en el origen de los modelos de maldesarrollo que hoy padecemos, e incluso de una visión instrumental y objetivista de la ciencia.
No es casual, por ello, que nuestra mirada preste cada vez más atención a otros paradigmas o narrativas relacionales, que colocan en el centro la interdependencia, el cuidado, la complementariedad y la reciprocidad.
En esa línea, una de las grandes contribuciones de los ecofeminismos, de los feminismos populares del Sur y de la economía feminista, junto con los pueblos originarios, es el reconocimiento de otros lenguajes de valoración, otros vínculos posibles entre sociedad y naturaleza, que colocan el cuidado y el sostenimiento de la vida en el centro.
La pandemia visibilizó la importancia de los cuidados en sus múltiples dimensiones. Por un lado, lo hizo en la dirección más general del cuidado de los territorios, de los ciclos de la vida, de los ecosistemas.
Así, en tiempos de covid, asistimos a una verdadera explosión de foros y conversatorios en la región latinoamericana sobre los cuidados, protagonizados por diferentes lideresas, activistas y organizaciones de diferentes corrientes feministas, territoriales, comunitarias y socioambientales sobre el cuidado y la relación con los cuerpos y los territorios, las prácticas de cuidado, las semillas y la agroecología, el cuidado y la soberanía alimentaria, el cuidado y las tareas de la autogestión comunitaria.
Por otro lado, la pandemia puso en evidencia la insostenibilidad de su actual organización, que recae sobre las mujeres, especialmente sobre las mujeres pobres.
En América Latina y el Caribe, desde antes de la pandemia, «las mujeres dedicaban el triple de tiempo que los hombres al trabajo de cuidados no remunerado, situación agravada por la creciente demanda de cuidados y la reducción de la oferta de servicios causada por las medidas de confinamiento y distanciamiento social adoptadas para frenar la crisis sanitaria».
Así, en estos meses se multiplicaron las reflexiones acerca de los cuidados como un derecho, temática impulsada particularmente desde la economía feminista. Hace unos años, la abogada argentina Laura Pautassi, impulsora de un enfoque de derechos en relación con el tema, hablaba del periodo 2010-2020 como «la década de los cuidados».
Hoy esto está más presente que nunca. La necesidad de pensar políticas públicas activas, mediante sistemas integrales de cuidados, que conciban el cuidado como un derecho y reduzcan la brecha de género, resulta clave para pensar en la recuperación pospandemia.
Por último, el paradigma de los cuidados, como base de una transición ecosocial, apunta a ser concebido desde una perspectiva multidimensional, incluyendo la articulación con las diferentes esferas de la vida social: cuidado y salud, cuidado y educación, cuidado y trabajo, cuidado y acceso a la vivienda, cuidado y gestión comunitaria, entre otros.
En suma, lejos de ser una moda, el paradigma de los cuidados como clave de bóveda de la transición ecosocial revela la potencia de los diferentes feminismos hoy movilizados en la escena social y política, en su cuestionamiento radical al patriarcado, en su denuncia del capitalismo como una máquina de guerra contra la vida y en su apuesta por la sostenibilidad de la vida digna.
9. La pandemia generó cambios importantes en la conciencia colectiva en América Latina y la expansión de un ambientalismo popular en varios países de la región.
Pese a que los gobiernos latinoamericanos han profundizado su ceguera epistémica, los cambios generados en la sociedad civil, en términos de conciencia colectiva, son significativos.
Por ejemplo, el avance de la destrucción y los incendios de la selva amazónica, que incluye varios países latinoamericanos, generó que, desde los diferentes pueblos de la región, se realizara la primera Asamblea Mundial por la Amazonía, «para compartir un deseo de cambio, una postura de unidad, con un llamado global para frenar el modelo político extractivista e invasor».
En ese foro se escucharon denuncias sobre las quemas de la selva, la expansión ganadera y agroindustrial, la deforestación, la minería legal e ilegal, la industria petrolera, las hidroeléctricas, la violencia de los grupos armados, las amenazas y asesinatos de líderes y lideresas sociales, en fin, «el listado de toda la estrategia que han emprendido gobiernos y compañías multinacionales, los últimos cien años, para apoderarse de la selva amazónica».
En Argentina, la cuestión ambiental volvió a irrumpir en la agenda pública, revelando la conexión entre crisis sanitaria, neoextractivismo y emergencia climática: de un lado, hubo numerosas movilizaciones que denunciaron los incendios en los humedales del Delta y la acción de los lobbies empresariales que hay detrás de la negativa a sancionar una ley protectora.
De otro lado, asistimos a un amplio rechazo ambientalista al proyecto promovido por la Cancillería argentina que busca instalar 25 megafactorías de cerdos para vender carne a China.
Como ya sucedió con la soja, la minería a cielo abierto o el fracking, el gobierno busca avanzar sin llevar a cabo estudios de impacto ambiental y sanitario, sin abrir la discusión pública ni promover la participación de la sociedad.
Numerosas investigaciones indican que las megafactorías de cerdos, además de consolidar un modelo cruel de explotación de los animales y conllevar riesgos ambientales y sanitarios, son un caldo de cultivo de potenciales pandemias.
Por último, se sumó el rechazo a la introducción del trigo transgénico, en el que confluyen organizaciones ambientales y científicos autoconvocados por la salud.
Como afirman las agrupaciones juveniles, muy presentes en estas luchas, la crisis nos enfrenta a otros «mandatos de deconstrucción», no solo en las relaciones de género sino también en lo ecológico.
El tema no es menor, pues una parte importante de las ciencias sociales y humanas, sea por indiferencia, por comodidad o por pura negación, ha venido dándoles la espalda a las problemáticas socioambientales, las cuales aparecen confinadas a ciertos «nichos» (ecología política, economía ambiental, sociología de los movimientos sociales, geografía crítica, entre otros), cuando no solamente reservadas a especialistas de las ciencias naturales o ciencias de la Tierra, como si lo ambiental no hablara del planeta, de nuestra casa común, y solo remitiera a un aspecto parcial, una variable más, abordable desde una de las tantas disciplinas existentes.
Sucede que como la problemática ambiental incomoda y cuestiona los credos desarrollistas preexistentes y supone levantar el velo sobre los modelos de apropiación, de producción, de consumo y de desechos que todos reproducimos, no son pocos quienes prefieren no abandonar la zona de confort.
Más aún, para una parte importante de las ciencias sociales latinoamericanas, vinculadas al campo progresista, colocar la atención sobre lo ambiental no solo conllevaría un cuestionamiento de sus credos desarrollistas, implicaría también interrogarse sobre los alcances de sus adhesiones políticas.
En tiempos de Antropoceno, esto conlleva consecuencias desastrosas, pues obstaculiza la posibilidad de construcción de un lenguaje transdisciplinario, de un enfoque integral que dé cuenta de la complejidad y transversalidad de la problemática socioecológica.
Conclusiones:
El balance aún provisorio de lo ocurrido en América Latina en tiempos de covid-19 deja un gusto amargo y una sensación ambivalente.
Por un lado, los impactos económicos, sanitarios y sociales son tan extensos que todavía resulta difícil avizorar un horizonte de recuperación.
Pero es claro que los gobiernos no se proponen avanzar en la transformación de la matriz productiva y apuestan, una vez más, a reactivar la economía de la mano de las falsas soluciones, profundizando el extractivismo.
Tampoco se avanzó en reformas tributarias significativas que apunten a financiar políticas públicas de recuperación económica. Por otro lado, son cada vez más las personas que se suman a diferentes movimientos y colectivos de la sociedad civil en pos de un llamado a la transición ecosocial, desmontando con ello la falsa oposición entre lo económico y lo ecológico.
Nadie dice que la deconstrucción en clave ecológica y la transición ecosocial sean algo simple o lineal, mucho menos en un contexto de potenciación de la dueñidad, de destrucción de los ecosistemas y de peligrosa expansión de las extremas derechas. Pero no nos queda otra alternativa que navegar estas aguas turbulentas, pues es muy probable que en 2021 los tiempos no sean mejores.
Los gobiernos latinoamericanos deben abrir cuanto antes la discusión sobre todos estos temas, pues el riesgo es que, en un contexto de aceleración del colapso, y en lo referido a la hoja de ruta de la transición ecosocial, sigamos siendo hablados por y desde los gobiernos del Norte, por y desde una transición corporativa, en detrimento de nuestras poblaciones y territorios.
Maristella Svampa es socióloga, escritora e investigadora argentina. Actualmente es investigadora principal del Conicet y profesora titular de la Universidad Nacional de La Plata.
Este artículo lo publicó originalmente democraciaAbierta.