La muerte de Yasir Arafat, escribe Noam Chomsky, ofrece algunas lecciones prácticas sobre la importancias del dominio de la Historia y de los principios que informan su redacción. Traducido para Rebelión por Felisa Sastre.
El principio fundamental es que «nosotros somos los buenos»- por «nosotros» se entiende el Estado al que servimos-, y lo que «nosotros» hacemos siempre va dedicado a la consecución de los más nobles bjetivos, aunque en la práctica puedan producirse algunos errores. Como ejemplo típico, según la versión retrospectiva entre los liberales ultra izquierdistas, la correcta interpretación de la Guerra de Vietnam es la de que se inició con alguna metedura de pata pero intentando hacer el bien» pero que, a partir de 1969 se convirtió en un «desastre» (Anthony Lewis) en 1969 cuando el mundo empresarial se volvió contra la guerra por su altísimo coste y cuando el 70 por ciento de la población la consideraba «fundamentalmente equivocada e inmoral», en ningún caso un «error»; también en 1969, siete años después de que Kennedy comenzara los ataques a Vietnam del Sur, y dos años más tarde de que el especialista en Vietnam más respetado, e historiador militar, Bernard Fall advirtiera de que » Vietnam como entidad cultural e histórica… está amenazada de extinción… (mientras)… sus campos literalmente quedan arrasados por los ataques de la mayor maquinaria de guerra jamás empleada contra una región tan pequeña»; 1969, fue el momento de alguno de los más horrendos ataques del terrorismo de Estado y de uno de los mayores crímenes del pasado siglo XX, entre los cuales los realizadas por las lanchas rápidas en la zona más al sur, ya devastada por los bombardeos masivos, por la guerra química y por las masacres de la población civil, fueron las menores de las operaciones realizadas. Pero la reescritura de la Historia prevalece. Durante la campaña electoral de 2004, se analizaron en sesudos coloquios las razones de «la obsesión estadounidense con Vietnam», mientras que Vietnam no fue mencionado en ningún momento, es decir el Vietnam real que no responde a la reconstruida imagen de la Historia.
Los principios fundamentales tienen sus corolarios. El primero de ellos es que los estados satélites son esencialmente buenos, aunque menos buenos que «nosotros», y siempre que se adapten a las exigencias estadounidenses son «saludablemente pragmáticos». El segundo es el de que los enemigos son muy malos; la intensidad de su maldad depende de lo violentamente que «nosotros» les estemos atacando o planeando atacarles. Su consideración puede cambiar rápidamente conforme a las directrices establecidas. Así la actual Administración y sus inmediatos mentores fueron muy favorables a Saddam Husein y le ayudaron cuando se dedicó a gasear a los kurdos, a torturar a los disidentes y a aplastar la rebelión chií que pudo haberle derrocado en 1991, gracias a su contribución a la «estabilidad»- una palabra clave para «nuestra» dominación- y su utilidad para los exportadores estadounidenses, como se ha admitido francamente. Pero los mismos crímenes se convirtieron en pruebas de su espeluznante perversidad cuando se presentó el momento oportuno para «nosotros», que levantamos orgullosos la bandera del Bien para invadir Irak y establecer lo que se denominará «democracia» si obedece las órdenes y contribuye a la «estabilidad».
Los principios son simples, y fáciles de recordar para quienes aspiran a hacer carrera en ambientes respetables. La notable consistencia de su aplicación está documentada ampliamente. Es algo que se espera que ocurra en los estados totalitarios y en las dictaduras militares, pero resulta un fenómeno mucho más instructivo en las sociedades libres, donde uno no puede alegar seriamente el miedo al exterminio.
La muerte de Arafat ha dado lugar a uno más de esos casos dignos de estudio entre los muchos posibles. Me voy a ceñir al The New York Times (NYT)- el periódico más importante del mundo- y al The Boston Globe- quizás, más que ningún otro, el diario local de las cultivadas elites liberales.
En el NYT, el artículo de opinión de primera página del 12 de noviembre comienza por describir a Arafat como » el símbolo de la esperanza de los palestinos en un Estado independiente viable y al mismo tiempo el obstáculo fundamental para conseguirlo». Y continua explicando que jamás alcanzó la altura del Presidente egipcio Anwar Sadat ; Sadat «que consiguió la devolución del Sinaí por medio de un tratado de paz con Israel» porque fue capaz de tender la mano a los israelíes y enfrentarse a sus miedos y a sus esperanzas» (cita del día 13 de noviembre de Shlomo Avineri, filósofo israelí y funcionario del gobierno anterior).
Se puede creer en los muchos y graves obstáculos para la creación de un Estado palestino, pero quedan excluidos los principios imperantes, como ocurrió con Sadat realmente, lo que Avineri como mínimo conoce con seguridad. Recordemos algo de lo ocurrido.
Desde que la cuestión de los derechos nacionales palestinos a tener un Estado propio se incorporó a la agenda diplomática a mediados de los 70 «el primer obstáculo para su realización», sin ninguna duda, ha sido el gobierno de Estados Unidos, con el NYT como aspirante cualificado al segundo puesto. Desde enero de 1976 quedó claramente de manifiesto cuando Siria presentó una Resolución al Consejo de Seguridad de la ONU exigiendo un acuerdo para el establecimiento de dos Estados. La Resolución incorporaba la redacción crucial de la resolución 242- un documento básico en el que todos estaban de acuerdo. En ella se reconocían a Israel los mismos derechos que a cualquier otro estado en el sistema internacional, en la vecindad de un Estado palestino en los territorios ocupados por Israel en 1967. Pues bien, Estados Unidos vetó la Resolución que había sido apoyada por los principales estados árabes. La organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Arafat condenó la «tiranía del veto» y se produjeron algunas abstenciones por cuestión de tecnicismos.
Entonces, la solución de dos estados en los términos previstos había suscitado un muy amplio consenso internacional, bloqueado únicamente por Estados Unidos (y rechazado por Israel). Así que el asunto siguió adelante, no sólo en el Consejo de Seguridad sino también en la Asamblea General, donde se han aprobado periódicamente resoluciones similares con una votación favorable de 150 contra 2 (con Estados Unidos captando a veces a algún estado clientelar) y bloqueando, asimismo, iniciativas similares de Europa y de los Estados Árabes.
Mientras tanto, el NYT rechazó – es la palabra exacta- publicar el hecho de que durante los años 80 Arafat pidió repetidamente entablar negociaciones a las que Israel se negó de plano. Los principales medios de información israelíes llevaron a sus titulares las solicitudes de Arafat de negociaciones directas con Israel, rechazadas por Simon Peres con el argumento doctrinal de que la OLP de Arafat no «podía ser interlocutor en las negociaciones». Y poco después el corresponsal del NYT en Jerusalén, y ganador del premio Pulitzer, Thomas Friedman- que podía leer la prensa en hebreo-, escribía artículos lamentando la angustia de los grupos a favor de la paz por «la ausencia de un interlocutor válido para las negociaciones», mientras Peres deploraba la falta de un «movimiento a favor de la paz entre el pueblo árabe (semejante) al que existe entre el pueblo judío» y explicando una vez más que no se podía admitir a la OLP en las negociaciones «mientras fuera una organización terrorista y rehusara negociar». Todo ello, poco después de que Arafat de nuevo propusiera negociar, propuesta de la que el NYT se ha venido negando a informar, casi tres años después de que el gobierno israelí rechazara las propuestas de negociación formuladas por Arafat que habrían de conducir al reconocimiento mutuo. Peres, a pesar de ello, es reconocido como un «pragmático positivo», gracias a las directrices establecidas.
Los asuntos cambiaron algo en los 90, cuando la administración de Clinton declaró que todas las resoluciones de Naciones Unidas habían quedado «obsoletas y anacrónicas» y puso en marcha su propia manera de rechazarlas. Estados Unidos se ha quedado aislado en el bloqueo de un arreglo diplomático. Un reciente e importante ejemplo ha sido la presentación de los Acuerdos de Ginebra en diciembre de 2002, apoyados por el habitual y extenso consenso internacional, con las excepciones asimismo habituales: «Estados Unidos de forma llamativa no figuraba entre los gobiernos que enviaron mensajes de apoyo», informaba el NYT en un despectivo artículo del 2 de diciembre de 2002.
Esta es sólo un pequeña muestra de los archivos diplomáticos que tan consistentes y tan dramáticamente incuestionables que resultan imposibles de ignorar, salvo que uno se mantenga inflexiblemente al lado de los que escriben la Historia.
Vayamos al segundo ejemplo: el de Sadat tendiendo la mano a los israelíes y con ello la devolución del Sinaí en 1979, una lección para el malvado Arafat. Volviendo a una historia inaceptable, en febrero de 1971 Sadat propuso un tratado total de paz a Israel, de acuerdo con la entonces política oficial de Estados Unidos- y más específicamente, la retirada israelí del Sinaí- sin la más mínimo alusión a los derechos de los palestinos. Jordania fue el siguiente con una propuesta similar. Israel reconoció que podía haber obtenido una paz total, pero el gobierno laborista de Golda Meier prefirió rechazar la oferta y dedicarse a continuar la expansión, en aquellos momentos hacia el nordeste del Sinai, donde Israel expulsaba a miles de beduinos hacia el desierto y destruía sus pueblos, mezquitas, cementerios y viviendas para establecer en su lugar la ciudad étnicamente judía de Yamit.
La cuestión crucial, como siempre, fue la de cómo iba a reaccionar Estados Unidos, donde Kisssinger consiguió que prevaleciera su opinión en el debate interno, y Estados Unidos asumió su política de continuar en «punto muerto»: nada de negociaciones, y recurrir sólo a la fuerza. Estados Unidos continuó rechazando- para ser exactos, ignorando- los intentos de Sadat para que siguiera el proceso diplomático, y apoyando el rechazo y expansionismo de Israel. Aquella posición desembocó en la guerra de 1973, que supuso una llamada de atención para Israel y para el resto del mundo; Estados Unidos incluso puso en marcha la alerta nuclear. Entonces, el mismo Kissinger comprendió que Egipto no podía tratarse como un caso perdido, y comenzó con sus viajes diplomáticos que condujeron a las reuniones de Camp David en las que Estados Unidos e Israel aceptaron las propuestas de Sadat de 1971- pero en ese momento desde el punto de vista israelí-estadounidense, con unas condiciones más duras. Para entonces, se había producido el consenso internacional en el reconocimiento de los derechos nacionales palestinos y, en consecuencia, Sadat planteó la necesidad de un Estado palestino, lo que para EE.UU. e Israel era anatema.
Para la historia oficial rescrita por los vencedores, y repetida por los artículos de opinión de los medios informativos, aquellos acontecimientos constituyeron un «triunfo diplomático» para Estados Unidos y la prueba de que si los árabes se unieran a nuestras propuesta de paz y de negociación diplomática podrían conseguir sus objetivos. En la historia real, el triunfo fue una catástrofe, y los acontecimientos demostraron que Estados Unido sólo quería la violencia. El rechazo estadounidense a la solución diplomática condujo a una guerra muy peligrosa y a muchos años de sufrimiento y de amargas consecuencias hasta el día de hoy.
En sus memorias, el general Shlomo Gazit, comandante militar de los territorios ocupados desde 1967 a 1974, menciona que, al rechazar el tomar en consideración las propuestas presentadas por el ejército y el servicio de inteligencia relativas algún tipo de autonomía en los territorios e incluso la aceptación de alguna actividad política limitada, y la insistencia de «cambios sustanciales de fronteras», el gobierno laborista apoyado por Washington contrajo una importante responsabilidad en el posterior desarrollo del fanático grupo de colonos Gush Emumin y de la resistencia palestina que se desarrolló muchos años después en la primera Intifada, tras años de brutalidad y terrorismo de Estado, y el continuado expolio de las tierras más fértiles y de los recursos palestinos.
La interminable necrológica de la experta en Oriente Próximo del Times, Judith Miller (11 de noviembre) se desarrolla en el mismo tono que el artículo de opinión de la primera página. Según su versión, «Hasta 1988, Arafat en repetidas ocasiones rechazó el reconocimiento de Israel, y persistió en la lucha armada y el terrorismo. Sólo se decidió por la vía diplomática después de haberse puesto al lado del Presidente iraquí, Saddam Hussein, durante la guerra del Golfo Pérsico de 1991».
Miller expone una visión exacta de la historia oficial. En la historia real, Arafat propuso en repetidas ocasiones negociar el reconocimiento mutuo, mientras Israel- en particular sus «pragmáticas» palomas- lo rechazaron de plano, con el respaldo de Estados Unidos. En 1989. el gobierno de coalición israelí (Shamir-Peres), estableció un plan de consenso político, en el que su primer punto fue el de que no habría «un nuevo Estado palestino» entre Jordania e Israel» ya que «Jordania ya era un Estado palestino». El segundo, que el destino de los territorios ocupados «se ajustaría a las líneas programáticas del gobierno (israelí)». Estados Unidos aceptó los planes israelíes sin retoque alguno y los convirtió en el «Plan Baker» de diciembre de 1989. Contrariamente a lo que afirman Miller y la historia oficial, fue a partir de la Guerra del Golfo cuando Washington estuvo dispuesto a considerar las negociaciones, y a reconocer que entonces se encontraba en situación de imponer de forma unilateral su propia solución.
Estados Unidos convocó la Conferencia de Madrid (con la participación rusa como figurante, en la que en efecto se llegó a negociaciones con una delegación palestina legítima, presidida por Haidar Abdul-Shafi, un nacionalista íntegro, probablemente el líder más respetado en los territorios ocupados. Pero las negociaciones quedaron bloqueadas porque Abdul Shafi rechazó la insistencia israelí- respaldada por Washington- en seguir manteniendo las zonas más valiosas de los territorios con sus programas de colonias y de infraestructuras- todas ellas ilegales, tal como la propia Administración de Justicia de Estados Unidos reconocía, la única que ha disentido de la reciente sentencia del Tribunal Internacional por la que se condena el Muro israelí que divide Cisjordania. Los «palestinos de Túnez»[1], dirigidos por Arafat, desautorizaron a los negociadores palestinos y llevaron a cabo las suyas propias, los «Acuerdos de Oslo», celebrados con gran boato en el césped de la Casa Blanca en septiembre de 1993[2].
Pronto se puso de manifiesto que se trataba de un éxito cara al público. El único documento- La Declaración de Principios- establecía que el resultado final habría de basarse exclusivamente en la Resolución 242 de la ONU de 1967, con exclusión de los asuntos fundamentales para la diplomacia desde mediados de los 70: los derechos nacionales palestinos y el establecimiento de dos estados. En efecto la Resolución 242 define el resultado final pero no recoge los derechos de los palestinos al excluir otras Resoluciones que sí reconocen esos derechos al mismo tiempo que los de los israelíes, de acuerdo con el consenso internacional establecido a mediados de los 70 y que ha venido siendo bloqueado por Estados Unidos. La redacción de los acuerdos dejaba bien claro que se trataba de continuar con los programas de asentamientos, tal como los líderes israelíes (Yitzhaq Rabin y Shimon Peres) no tuvieron empacho en ocultar. Por esas razones Abdul Shafi se negó incluso a estar presente en los actos protocolarios. El papel reservado a Arafat era el de hacer de policía de los territorios, como Rabin dejó bien claro. Mientras desempeñó bien el cometido, se le consideró un «pragmático», con el visto bueno de Estados Unidos e Israel que no dieron importancia a la corrupción, la violencia y la represión. Sólo cuando no le fue posible mantener controlada a la población- debido a la anexión israelí de más tierras y recursos- se convirtió en un hipócrita redomado, que obstruía el camino hacia la paz: es decir, se producía la transición normal.
Las cosas siguieron así durante los 90. Los objetivos de las «palomas» israelíes se expusieron en 1998, en un trabajo académico de Shlomo Benami quien pronto se convirtió en el negociador principal de Barak en Camp Davis: el «proceso de paz de Oslo» fue para establecer «una dependencia colonial permanente» en los territorios ocupados, con algún tipo de autonomía local. Mientras tanto, las colonias israelíes y la anexión de territorios continuó ininterrumpidamente con el apoyo total de Estados Unidos, hasta alcanzar el clímax el último año del primer mandato de Clinton ( y del de Barak), impidiendo de esta forma un arreglo diplomático.
Pero volviendo a Miller, ella mantiene la versión oficial de que en «noviembre de 1988, tras considerables esfuerzos de Estados Unidos, la OLP aceptó la Resolución de Naciones Unidas que pedía el reconocimiento de Israel y la renuncia al terrorismo». Sin embargo los hechos reales fueron que en noviembre de 1988, Washington se convirtió en objeto de la irrisión internacional por su rechazo a «advertir» que Arafat estaba pidiendo una compromiso diplomático. En ese contexto, la administración de Reagan aceptó a regañadientes admitir la verdad evidente e indiscutible, y tuvo que recurrir a otras formas de cortocircuitar los esfuerzos diplomáticos, así que inició unas negociaciones de bajo nivel con la OLP, aunque el primer ministro Rabin aseguró en 1989 a los dirigentes de Peace Now que no tenían sentido alguno y sólo eran un intento de ganar tiempo para que Israel «presionara más duramente en el plano militar y económico» de forma que «al final, ellos acabaran destrozados» y aceptaran las condiciones de Israel.
Miller cuenta la historia en el mismo sentido y la lleva al desenlace tópico: en Camp David, Arafat «rechazó» el magnánimo ofrecimiento de paz de Clinton y Barak, e incluso más tarde rehusó unirse a Barak en aceptar las «medidas» de Clinton en diciembre de 2000, probando con ello de forma concluyente que persistía en la violencia, una verdad deprimente que los pacíficos gobiernos de Israel y Estados Unidos tenían que aceptar.
Pero volviendo a la historia real, las propuestas de Camp David dividían Cisjordania, en la práctica, en una serie de cantones separados entre sí, por lo que no podían ser aceptadas por ningún dirigente palestino. Es algo evidente con sólo echar una ojeada a los mapas que son accesibles fácilmente, salvo para el New York Times , ni aparentemente, para ninguno de los principales medios de información estadounidenses, quizás por esa razón. Tras el fracaso de aquellas negociaciones, Clinton reconoció que las reservas de Arafat estaban justificadas, tal como quedó demostrado con los famosos «parámetros» de Clinton que, aunque vagos, iban mucho más allá como posible acuerdo- con lo que socavaba la historia oficial, pero sólo en su aspecto lógico, y por ello inaceptable históricamente. Clinton dio su propia versión de las reacciones a sus «propuestas» en una charla ante el Israeli Policy Forum[3] el 7 de enero de 2002: «El Primer Ministro Barak y el Presidente Arafat han aceptado ahora estos parámetros como base para futuras negociaciones. Ambos han expresado, no obstante, algunas reservas».
Se puede acceder a esta información en fuentes tan «oscuras» como la prestigiosa revista del MIT, International Security (otoño 2003), así como en las conclusiones de que «la versión palestina de las conversaciones de paz de los años 2000-01 es significativamente más exacta que la de Israel», es decir la de Estados Unidos y el New York Times.
Con posterioridad, negociadores palestinos de alto nivel aceptaron tomar como punto de partida los «parámetros» de Clinton «para futuras negociaciones» y presentaron sus «reservas» en las reuniones de Taba en enero, que condujeron casi un acuerdo provisional, al aceptar algunas de las preocupaciones palestinas, que contradecían la historia oficial. Persistían ciertos problemas, pero las negociaciones de Taba fueron mucho más allá en el camino hacia la consecución de un posible acuerdo que cualesquiera de las precedentes. Las negociaciones fueron interrumpidas por Barak así que no podemos saber cual hubiera sido el resultado final. El detallado informe del representante de la Unión Europea, Miguel Ángel Moratinos[4] ha sido aceptado por ambas partes como fiel reflejo de lo ocurrido, y ampliamente difundido en Israel. Pero dudo de que siquiera haya sido mencionado en los principales medios informativos de Estados Unidos.
La versión de lo sucedido que da Miller en el NYT se basa en el libro, muy alabado, del enviado y negociador de Clinton a Oriente Próximo, Dennis Ross. Como cualquier periodista debería ser consciente, ninguna fuente resulta sospechosa sólo por su procedencia. Pero incluso una lectura superficial sería suficiente para demostrar que la versión de Ross resulta poco creíble. Sus 800 páginas se dedican en su mayoría a adular a Clinton ( y sus propios trabajos como negociador), basándose en afirmaciones no verificables; en su lugar, «cita» lo que asegura haber escuchado que dijeron los participantes, a los que identifica por su nombre de pila si se trata de los «tipos buenos». Apenas hay una sóla palabra acerca de lo que todos sabemos que han sido los asuntos cruciales desde 1971: los planes de asentamientos y el desarrollo de las infraestructuras en los territorios ocupados, que dependían del apoyo económico, militar y diplomático de Estados que Clinton había incluido claramente. Ross trata el problema de Taba de forma sencilla: termina el libro inmediatamente antes de que empezaran las conversaciones (lo que le permite omitir las evaluación de Clinton, citada unos días más tarde). De esta manera, evita que sus conclusiones fundamentales quedaran refutadas de forma instantánea.
En el libro de Ross, a Abdul-Shafi se le menciona de pasada una sóla vez. Naturalmente, la visión de su amigo Shlomo Benami sobre el Proceso de Oslo se omite también, de la misma manera que todos los elementos significativos de los acuerdos provisionales de Camp David. No existe alusión alguna al rechazo de pleno de sus héroes, Rabin y Peres- a quienes cita como «Yitzhak» y «Shimon»- de tomar en consideración siquiera un eventual Estado palestino. En efecto, la primera mención de esa posibilidad aparece en Israel con el gobierno del «tipo malo», el ultraderechista Benjamin Netanyahu. Su ministro de información, preguntado sobre la posibilidad de un Estado palestino, respondió que los palestinos podían denominar a los cantones que se les iba a dejar «un Estado» si así lo deseaban, o «un pollo frito».
Eso es sólo el comienzo. Las opiniones de Ross son tan deficientes en fuentes independientes y tan radicalmente selectivas que todo lo que afirma debe tomarse con grandes reservas, desde los detalles concretos que meticulosamente reproduce literalmente (quizás recogidos en una grabadora oculta) hasta las conclusiones de carácter general que se presentan como autorizadas pero sin aportar evidencias fiables. Resulta interesante que se haya señalado que sus opiniones se presentan como una versión exacta de los hechos. En general, el libro tiene poco valor, excepto por el hecho de dar las impresiones de uno de los protagonistas. Cuesta trabajo creer que cualquier periodista no haya sido consciente de ello.
No menos despreciable, no obstante, es la evidencia principal de la que no se informa. Por ejemplo: los análisis de los servicios de inteligencia israelíes durante aquellos años: entre otros los de Amon Malka, su director; del general Ami Ayalon, que dirigía los Servicios de Seguridad (Shin Bet); de Matti Steinberg, consejero especial para asuntos palestinos del jefe del Shin Bet y del coronel Ephraim Lavie, funcionario responsable de la división de información sobre los asuntos de Palestina. El consenso, según Malka, era que «Arafat se inclina hacia el proceso diplomático, y que hará todo cuanto pueda por conseguirlo y que sólo si se llega a un callejón sin salida recurrirá a la violencia. Pero que la violencia está encaminada a llevarle a ese callejón sin salida, para conseguir una presión internacional que propicie dar el paso siguiente». Malka denuncia que esos informes de alto nivel fueron falsificados tal como se transmitieron a los dirigentes políticos y otras instancias. Los reporteros estadounidenses pueden acceder con facilidad a ellos a través de fuentes en inglés.
No tiene sentido continuar con las versiones de Miller o de Ross, por lo que vayamos al Boston Globe, en el otro extremo liberal. Sus editores (el 12 de noviembre) se adhieren a los principios básicos del NYT (lo que probablemente fue un fenómeno universal: sería interesante buscar excepciones). Los editores reconocen que el fracaso en la consecución de un Estado palestino «no puede atribuirse sólo a Arafat. Los líderes israelíes…tuvieron también su responsabilidad». Pero el papel decisivo desempeñado por Estados Unidos es inmencionable e impensable.
El Globe también publicó un artículo de fondo en primera página el 11 de noviembre. En su primer párrafo, se nos dice que Arafat fue «uno de los líderes carismáticos y autoritarios – del grupo que incluye desde Mao Zedong en China a Fidel Castro en Cuba y Saddam Hussein en Irak- que surgieron de los movimientos anti-coloniales que se extendieron por el mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Esta afirmación resulta interesante desde diversos puntos de vista. El enlace entre unos y otros revela el inevitable odio visceral hacia Castro. Se han sucedido diversos pretextos según cambiaban las circunstancias pero la información no ha variado para poner en duda las conclusiones de los servicios de inteligencia estadounidenses sobre los primeros momentos del ataque terrorista de Washington y de la guerra económica contra Cuba: el problema de fondo estriba en su «desafío triunfante» de las políticas estadounidenses que se remontan a la Doctrina Monroe. No obstante, hay algo cierto en el retrato de Arafat que presenta el artículo del Globe, como lo hubiera sido si en primera página se hubiera publicado un artículo de fondo sobre los funerales imperiales del semi-divino Reagan, en el que se le describiera como uno de los iconos del grupo de asesinos de masas- que incluiría desde Hitler a Idi Amin y Peres-quienes llevaron a cabo sus carnicerías con enorme apoyo de los medios de información y de los intelectuales. Quienes no comprendan la analogía tienen mucho que aprender de la historia.
Pero sigamos, en el informe del Globe se hace recuento de los crímenes de Arafat, y se nos dice que consiguió controlar el sur del Líbano que «utilizó para lanzar una serie de ataques contra Israel que tuvo que responder con la invasión de Líbano (en junio de 1982). El objetivo declarado de Israel era el de expulsar a los palestinos de la frontera de la zona pero, bajo las órdenes del entonces general y ministro de defensa, Sharon, sus fuerzas avanzaron hasta Beirut, donde Sharon permitió a sus aliados, las milicias cristianas, perpetrar la terrible masacre de palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila y mandar a Arafat y a los dirigentes palestinos al exilio en Túnez».
Volviendo a la historia inaceptable, el año anterior a la invasión israelí la OLP se sumó a una iniciativa de paz de Estados Unidos mientras Israel llevaba a cabo ataques mortíferos en el sur del Líbano, en un intento de provocar una reacción palestina que pudiera utilizar como pretexto para la invasión ya planificada. Cuando la reacción no se produjo, se inventaron el pretexto y llevaron a efecto la invasión, matando probablemente a 20.000 palestinos y libaneses, gracias a los vetos de Estados Unidos a las Resoluciones del Consejo de Seguridad en las que se exigía el cese el fuego y la retirada de los territorios invadidos. La masacre de Sabra y Chatila fue, al fin y al cabo, una simple nota a pie de página. El objetivo fundamental, tal como ha quedado demostrado en los más altos niveles políticos y militares, y por los investigadores y analistas israelíes, fue el de terminar con las irritantes e incesantes iniciativas de Arafat para conseguir un acuerdo diplomático y asegurarse así el control de Israel sobre los territorios ocupados.
Tergiversaciones parecidas de hechos bien documentados han aparecido en los comentarios sobre la muerte de Arafat, y han sido tan convencionales durante muchos años en los medios de información estadounidenses que difícilmente se puede culpar a los periodistas por repetirlos, aunque una mínima investigación sería suficiente para conocer la verdad.
También resultan instructivos algunos comentarios menores, por ejemplo en el artículo de opinión del Times se nos dice que probablemente los sucesores de Arafat- los «moderados» preferidos de Washington- va a tener problemas ya que carecen de «credibilidad en la calle». Frase convencional utilizada para mencionar a la opinión pública en el Mundo Árabe, como cuando se nos informa sobre las «calles árabes». Si un personaje político occidental tiene escaso apoyo público no decimos que carece de «credibilidad en la calle», y no existen alusiones a las «calles» estadounidenses o británicas, La frase se reserva irreflexivamente para las instancias inferiores, porque no forman parte de la ciudadanía sino criaturas que viven en las «calles». Podemos añadir, además, que el líder más popular en las «calles palestinas», Marwan Barguti, ha sido puesto fuera de la escena (está a buen recaudo) por Israel de forma permanente. Y que Bush ha demostrado su pasión por la democracia al unirse a su amigo Sharon- «un hombre pacífico»- al mantener prácticamente prisionero al único líder electo del Mundo Árabe, mientras apoyaba a Mahmud Abbas, quien como Estados Unidos confiesa no goza de «credibilidad en las calles». Todo esto debería servirnos para entender lo que la prensa liberal denomina la «visión mesiánica» de Bush para llevar la democracia al Oriente Próximo, pero sólo si los hechos y la lógica importaran.
El New York Times ha publicado otro artículo de opinión sobre la muerte de Arafat del historiador Benny Morris. El trabajo merece un análisis detenido pero eso lo haré aparte, y aquí sólo me fijaré en el primer comentario que marca el tono general del artículo: Arafat es un embaucador, afirma Morris, que hablaba de paz y de dar fin a la ocupación pero en realidad lo que quería es «redimir a Palestina», lo que demuestra su irremediable naturaleza salvaje.
Con ello, Morris revela su desprecio no sólo hacia los árabes (que es muy profundo) sino hacia los lectores del NYT. En apariencia no se da cuenta de que está tomando prestada la terrible frase de la ideología sionista, ya que su principio fundamental durante un siglo ha sido el de «redimir la Tierra», un concepto que subyace a lo que Morris reconoce que es el concepto central que inspira el sionismo: la «transferencia» de la población nativa, es decir, la expulsión para «redimir la Tierra» y entregarla a sus legítimos propietarios. Parece que no es necesario sacar las conclusiones.
A Morris se le identifica como un historiador israelí, autor del reciente libro The Birth of the Palestinian Refugee Problem Revisited. Es cierto, él ha realizado las investigaciones más exhaustivas en los archivos israelíes, y ha demostrado en detalle las salvajadas cometidas en 1948-49 para conseguir la «transferencia» de la gran mayoría de la población desde lo que convertiría en el Estado de Israel, incluida la zona que Naciones Unidas estableció para el Estado palestino que Israel se repartió con su aliado jordano al 50 %. Morris critica las atrocidades y la «limpieza étnica» – para ser más exactos en la traducción, «purificación étnica»-: es decir, que no fue suficiente. Morris piensa que el gran error de Ben Gurion, probablemente la «fatal equivocación», fue la de no «limpiar la totalidad del país»: la totalidad de la Tierra de Israel, hasta el río Jordán».
En favor de Israel, hay que reconocer que su postura en este asunto ha sido ampliamente condenada entre los israelíes. Pero en Estados Unidos, ha sido elegido como el más apropiado para el comentario principal sobre su denostado enemigo.
http://weekly.ahram.org.eg/2004/717/sc42.htm
[1] N.T.: Lugar de la sede de la OLP en aquella época.
[2] N.T.: en el original, como errata, figura 2003.
[3] N.T. Organismo judío estadounidense pro-israelí
[4] Actual ministro de Asuntos Exteriores español.
Traducido para Rebelión por Felisa Sastre