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Refugiados y (o) inmigrantes

Fuentes: Diario de Sevilla

No podemos mirar a otro lado mientras cientos de miles de seres humanos huyen hacia nosotros desde las ciudades devastadas de Siria, Afganistán, Eritrea, Libia y otros países en guerra. Hay que recibirlos, hay que atenderlos facilitándoles comida, techo y una vida digna, y hay que trabajar porque se den las condiciones para que puedan […]

No podemos mirar a otro lado mientras cientos de miles de seres humanos huyen hacia nosotros desde las ciudades devastadas de Siria, Afganistán, Eritrea, Libia y otros países en guerra. Hay que recibirlos, hay que atenderlos facilitándoles comida, techo y una vida digna, y hay que trabajar porque se den las condiciones para que puedan decidir si vuelven a su tierra. La gente -la sociedad civil con sus asociaciones y plataformas- se ha adelantado, una vez más, a las instituciones políticas en reaccionar ante el drama. Y de estas instituciones no es casualidad que sean los ayuntamientos -el nivel más cercano a la ciudadanía- los que antes hayan asumido el tema, definiéndose algunos (y esperemos que sean más) como ciudades-refugio.

Para vergüenza de la Europa que dice ser referente de las libertades y los derechos humanos, varios de los países de la «Unión» están recluyendo a los refugiados en verdaderos campos de concentración, o los arrinconan en «zonas especiales» o les impiden el paso con vallas de alambre y concertinas (fabricadas en Cártama, provincia de Málaga) o con gases lacrimógenos y granadas de humo, mientras los gobernantes de los demás países disputan sobre el cupo que les corresponde admitir, en todos los casos radicalmente insuficientes. La sensibilización generalizada que produjo la foto del niño sirio muerto en una playa hace imposible la inacción gubernamental, pero esta es lenta, tardía y, en gran medida, hipócrita: incluso se señala, obscenamente, que los refugiados pueden ser «una nueva oportunidad de desarrollo» (es decir, de tener trabajadores bien formados a muy bajo coste salarial).

Junto a la necesaria presión a los gobiernos para que cumplan sus obligaciones para con el derecho de asilo, es imprescindible también que nos hagamos ciertas preguntas con el objetivo de que nuestro sentimiento de solidaridad e indignación no desemboque en estéril sentimentalismo: ¿Quiénes fabrican las armas de tantas guerras?

¿De dónde proviene el dinero para pagarlas? ¿Cómo se originaron y qué intereses hay detrás de los numerosos grupos armados? ¿Por qué el gran impacto de la foto de ese niño muerto y el nulo impacto de las fotos de cadáveres de inmigrantes negros en nuestras playas mediterráneas mientras turistas del Norte juegan tranquilamente al golf?

Y preguntarnos también si no estaremos ante una maniobra, a escala europea, para intentar diferenciar de forma radical entre inmigrantes «políticos» (refugiados) e inmigrantes «económicos», con el objetivo de justificar las medidas legales, policiales e incluso militares contra estos últimos, disfrazadas y confundidas con la lucha contra el terrorismo y la lucha contra las mafias. Una muy publicitada generosidad con los primeros sería la coartada para justificar el endurecimiento del trato a los segundos.

Y es que la distinción no es hoy más que un espejismo o una herencia de un pasado que ya no existe. El hambre y las enfermedades infecciosas (fácilmente solucionables si hubiera interés en ello) ¿matan menos que las bombas? La injerencia militar, la creación de grupos armados, que frecuentemente se salen del control de sus creadores como fue el caso de Al Qaeda, ¿son cualitativamente diferentes a las persecuciones contra opositores por parte de dictaduras sangrientas, protegidas por Occidente para garantizar la «estabilidad de los mercados»? ¿Es que no son políticas las decisiones sobre conversión de tierras campesinas en plantaciones de monocultivos de exportación o sobre esquilmación de la pesca en las costas de tantos lugares del mundo, con el consiguiente desplazamiento forzado de poblaciones empobrecidas a las que se ha robado sus medios de subsistencia? ¿No son políticos los acuerdos internacionales que han destruido, en nombre del «libre» comercio, las barreras a la invasión de tantos países por parte de mercancías y capitales provenientes de los países «desarrollados», dinamitando el tejido económico-social de muchos pueblos y obligando a la emigración a gran parte de sus poblaciones?

Crear una muralla legal y tratar de construir un imaginario colectivo que separe a los inmigrantes por motivos «políticos» de los inmigrantes por motivos «económicos», dirigiendo la simpatía ante aquellos, que serían los inmigrantes forzados, «buenos» (a los que nunca se llamaría inmigrantes sino refugiados), y haciendo crecer el racismo, la xenofobia y la discriminación hacia estos, que serían los inmigrantes voluntarios, «malos», «irregulares» (o inmigrantes sin más), es una maniobra perversa a la que deberíamos oponernos con rotundidad. Especialmente desde Andalucía, un país del cual pudo escribir Blas Infante, hace ahora cien años, que en él «no hay extranjeros».

Isidoro Moreno es Catedrático Emérito de Antopología, Universidad de Sevilla.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.