Sorprende sobremanera el silencio con que, al menos entre nosotros, se está obsequiando al referendo que, relativo al tratado de Lisboa, debe celebrarse el 12 de junio en Irlanda. Tiene uno derecho a alimentar la sospecha de que al respecto pueden invocarse como poco dos explicaciones mayores: si la primera sugiere que, con incontenible frivolidad, […]
Sorprende sobremanera el silencio con que, al menos entre nosotros, se está obsequiando al referendo que, relativo al tratado de Lisboa, debe celebrarse el 12 de junio en Irlanda. Tiene uno derecho a alimentar la sospecha de que al respecto pueden invocarse como poco dos explicaciones mayores: si la primera sugiere que, con incontenible frivolidad, se da por descontado el resultado, la segunda apunta que, vistos los antecedentes, se asume sin dobleces que un eventual ‘no’ irlandés tendrá pronta, eficaz y contundente respuesta de la mano de una u otra argucia.
Lo cierto es que las encuestas que han ido difundiéndose en las últimas semanas invitan poco a las certezas. Aunque en primera instancia se daba por seguro que el tratado de Lisboa iba a disfrutar de un general apoyo en Irlanda, las posiciones críticas con respecto a aquél han ganado terreno de manera llamativa, y ello hasta el punto de que ningún analista serio se atreve en estas horas a vaticinar el resultado del referendo. Esto es tanto más significativo -conviene subrayarlo cuantas veces sea preciso- cuanto que sobre el papel Irlanda es el país de la Unión Europea que, en los últimos lustros, mayor provecho ha sacado de la pertenencia a ésta. Son muchos los estudiosos que, acaso con poco distanciamiento crítico ante un proceso que exhibía numerosos dobleces, se han acostumbrado a hablar -no lo olvidemos- del ‘milagro irlandés’.
Que las cosas no están nada claras lo ilustra de manera fehaciente el hecho de que, frente a la desidia de los medios de comunicación, del lado de las instituciones de la UE se aprecia, en cambio, una activa e interesada movilización. Su manifestación más perceptible en estas horas es un no ocultado ejercicio de cortejo sobre Irlanda encaminado a ofrecer a ésta un sinfín de golosinas que permitan salvar con éxito el escollo del 12 de junio. Entre ellas despuntan garantías de que no ganará terreno una armonización en el impuesto de sociedades que gusta poco a los empresarios locales y, más aún, la decisión de retrasar unos días el debate sobre la reforma del presupuesto comunitario; al amparo de esta última se aleja en el tiempo la posibilidad de que se reduzcan ayudas importantes que hasta hoy han beneficiado, y notablemente, a la agricultura irlandesa.
No olvide el lector, por lo demás, cuál es el escenario general en el que cobra cuerpo el referendo irlandés y cuál el tratamiento político que está mereciendo el tratado de Lisboa. Uno y otro se ven indeleblemente lastrados por el designio, asumido por la abrumadora mayoría de los miembros de la UE, en el sentido de no organizar al respecto referendos. Parece servida la conclusión de que nuestros gobiernos, conscientes de los riesgos que asumirían, muestran un recelo irrefrenable en lo que hace a la perspectiva de una discusión pública del texto pactado el pasado otoño. Con él se revela también, por cierto, el propósito paralelo de ocultar que aquél es en sustancia el mismo que la mayoría de los votantes franceses y holandeses tuvieron a bien rechazar en 2005.
Importa recordar, en lo que a esto último se refiere, que han proliferado en los cenáculos comunitarios un par de equívocos terminológicos que dan cuenta de manera cabal de las miserias que rodean al ‘plan B’ que a la postre se ha abierto camino. Así, y pese a la recomendación realizada en su momento a los responsables de los ejecutivos de la UE, y a los ministros de Asuntos Exteriores, en el sentido de que rehuyesen en todo momento la afirmación de que el texto promovido en Lisboa en noviembre del pasado año es en sustancia el mismo que se sometió a discusión en 2005, la aseveración correspondiente es moneda corriente -sin ir más lejos- entre los portavoces del gobierno español, al parecer todavía hoy orgullosos de lo que ocurrió al calor del desgraciado referendo celebrado entre nosotros en febrero del año citado. Agreguemos -y vaya el segundo desliz terminológico- que a los responsables comunitarios se les sigue escapando con harta frecuencia lo de ‘tratado constitucional’ y lo de ‘Constitución europea’ a la hora de referirse al texto aprobado en la capital portuguesa.
Nada más sencillo que arribar a una conclusión sobre lo que tenemos entre manos: aun cuando el silencio mediático rebaja los efectos de lo que ocurre, las elites dirigentes de la Unión Europea nada están haciendo, antes al contrario, para mitigar la inequívoca mala imagen que arrastra aquélla de un tiempo a esta parte. El proyecto de estas horas, un tanto patético, es el de una UE que porfía descaradamente en labrar su futuro sobre la base de lo que piensan esas elites -sobre la base, digámoslo mejor, de los intereses que blanden poderosísimos grupos de presión detrás de los cuales se palpa el aliento de grandes empresas transnacionales- y en abierta ignorancia de lo que reclama buena parte de la ciudadanía. Quiere uno creer que esto es pan para hoy y hambre para mañana, como debe uno adelantar que nunca han tenido mayor rigor, a la hora de explicar la triste realidad que nos ocupa, las palabras que recoge un trecho -lo hemos invocado muchas veces- de una vieja canción del grupo vasco La Polla Records: «Políticos locos guían a las masas, que les dan sus ojos para no ver lo que pasa».
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.