Existe una visión ingenua de la Historia, optimismo trascendental que considera que en las civilizaciones y, en general, en la humanidad no es posible la marcha atrás. Pero lo cierto es que cuando una sociedad retrocede a las premisas ideológicas del pasado, casi es seguro que los resultados terminarán siendo también los mismos. Desde principios […]
Existe una visión ingenua de la Historia, optimismo trascendental que considera que en las civilizaciones y, en general, en la humanidad no es posible la marcha atrás. Pero lo cierto es que cuando una sociedad retrocede a las premisas ideológicas del pasado, casi es seguro que los resultados terminarán siendo también los mismos. Desde principios de los ochenta, la economía internacional ha asumido un proceso involutivo, renunciando progresivamente a los principios ideológicos que se habían aceptado como intangibles, al menos en los países occidentales, y volviendo a los presupuestos que regían en el siglo XIX. Los resultados tienen que ser forzosamente parecidos a los de aquella época. En realidad, lo que llaman globalización, en buena medida no es otra cosa que adherirse a aquellas premisas. No puede, por tanto, extrañarnos que ahora se retorne a unas condiciones laborales que creíamos totalmente superadas.
El Consejo de Ministros de Empleo y Política Social (¡qué ironía!) de los 27 acaba de aprobar una directiva por la que se deroga la jornada de 48 horas semanales, establecida nada menos que en 1917 por la OIT, y se admite que el empresario y el trabajador puedan pactar una jornada mayor, hasta 60 horas, incluso 65. La semana de 48 horas semanales fue una de las primeras reivindicaciones de la clase obrera. Conquista social que no fue gratuita. De hecho, la fiesta del trabajo se celebra el primero de mayo para conmemorar la masacre que se realizó en Chicago en 1886 con los manifestantes que reclamaban la jornada de 48 horas. Se puede entender, pues, que desde distintos ángulos se haya contemplado la medida como una quiebra fundamental de los derechos laborales que se creían consolidados.
No obstante, como cabía esperar, en nuestro mismo país se han alzado voces que pretenden justificar el acuerdo. Se alude a la complejidad de la sociedad actual y a que, por lo tanto, todos los trabajos no son iguales (¡menudo descubrimiento!), y, dada esta heterogeneidad, conviene dejar a las partes libertad para que pacten la jornada que crean conveniente, de manera que no se imponga una norma sobre casos dispares.
Como siempre, se acude a una falacia. No se trata de imponer una jornada uniforme para todos los trabajadores, sino tan sólo un máximo de horas que las partes no pueden contravenir, puesto que hablar de libertad económica es en la mayoría de las relaciones laborales un completo sofisma. El trabajador se ve en la obligación de aceptar las condiciones que imponga el empresario. «Libertad para morirse de hambre», como afirmaba Marx. Es la misma libertad de pacto que condujo al mundo descrito por Dickens y otros muchos autores, en el que los niños y las mujeres estaban sometidos a jornadas abusivas que hoy nos parecen imposibles. Por ello, a lo largo del siglo XX fue tomando cuerpo una consideración tuitiva del derecho laboral que mantenía la necesidad de que el Estado estableciese unas condiciones mínimas e irrenunciables que las partes no podían violar. Es esta salvaguarda la que ahora se pone en cuestión.
Hay quien quiere explicar el acuerdo tomado en Luxemburgo por el desequilibrio de fuerzas que en la actualidad existe en la Unión Europea, donde la socialdemocracia ha desaparecido casi en su totalidad y gobiernan partidos de derecha en los principales Estados, al tiempo que se han incorporado nuevos países que han pasado recientemente de sistemas de economía centralizada al capitalismo salvaje. Pero este planteamiento supone quedarse en una capa muy superficial del problema sin ahondar en las causas últimas. La verdadera causa se encuentra en la progresiva aceptación en materia económica de un discurso que nos retrotrae al siglo XIX y la introyección de los mismos presupuestos básicos, libertad absoluta de mercados y capitales. En estas condiciones, resulta imposible que no vaya desapareciendo progresivamente todo el andamiaje construido alrededor del Estado social.
El argumento más fuerte esgrimido por los defensores de la desregulación del mercado laboral es el de la competitividad. En definitiva, se trata de aplicar el dumping social, pero este mismo dumping social desbarata la forma de razonar de los que alegan que la directiva ahora aprobada por el Consejo de Ministros europeo no impide que cada país continúe aplicando su propia normativa. Incluso los países que ahora se han opuesto a su implantación no tendrán más remedio que ir flexibilizando la legislación, si no quieren perder cuota de mercado.
El hecho de que la mayoría de los gobiernos europeos sea de derechas y que la socialdemocracia esté en decadencia no constituyen la causa sino que son más bien el efecto, el efecto de un hecho mucho más radical. Hemos construido un espacio económico bajo unos parámetros tales que las políticas de izquierdas ya no son posibles. Los partidos progresistas, cuando gobiernan, se ven obligados a aplicar las mismas medidas que los de derechas.
En estas circunstancias, no puede extrañarnos que los ciudadanos, en las raras veces que son consultados, terminen votando en contra o absteniéndose, que es aún peor. Así ocurrió con la Constitución Europea. Así sucede con el Tratado de Lisboa. Irlanda, único país en el que se ha celebrado un referéndum, se inclinó por el no y, tal como se expresó uno de los más prestigiosos diarios europeos, el no habría sido el resultado si Gran Bretaña, Francia o Alemania se hubiesen atrevido a consultar a los ciudadanos. Los ciudadanos interpretan que, tanto con la Constitución como con el nuevo tratado, sus Estados pierden soberanía a favor de no se sabe qué instituciones políticamente irresponsables. Pero aciertan tan sólo parcialmente, ya que, por desgracia, hace ya bastante tiempo que sus gobiernos han ido perdido soberanía, entregándola en aras de eso que eufemísticamente llaman mercados.
Juan Francisco Martín Seco es economista