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Rutas sudamericanas

Fuentes: Rebelión

Tempranito en la mañana, mientras leía (una vez más) al buen Rodolfo Kusch, volví a una conversación en un escalón de madera cruda, allá en una comunidad del interior de Paraguay, de la pobre y hermosísima provincia de San Pedro, en el centro del país hermano. Rodeado de un verde intenso, con caminitos de tierra […]

Tempranito en la mañana, mientras leía (una vez más) al buen Rodolfo Kusch, volví a una conversación en un escalón de madera cruda, allá en una comunidad del interior de Paraguay, de la pobre y hermosísima provincia de San Pedro, en el centro del país hermano. Rodeado de un verde intenso, con caminitos de tierra roja, ranchos de madera, y un pueblo dignísimo de piel cobre que ganó esas tierras luchando con armas en las manos, y luego decidió no tener policía, ni jueces, ni nada del Estado, excepción hecha a un sueldo para los docentes de la escuela que ellos mismos construyeron y administran. Ahí, en ese paraíso que se llama Tava Guarani, donde cada quien tiene su kokué (quinta) de 10 hectáreas, donde todos te saludan amablemente «M´baetecó», «M´baiyapá» cuando te ven por ahí, donde los tiempos son otros, la naturaleza grita y te abraza a cada instante; ahí, me enseñaron (entre otras cosas) a entender realmente qué significa eso de que «todos los caminos conducen a Roma».

Ernesto se sentó a mi lado cuando el sol caía, y mientras yo cebaba un tereré tras otro, él hablaba. ¿En serio nunca te fijaste en el mapa de las rutas de américa del sur? Y yo la verdad que no, apenas si lo usaba cuando andaba de mochila, pero nunca el mapa entero, nunca desbordé esos cuadrantes en que uno dobla el mapa cuando anda viajando, para ver hasta dónde es posible que el próximo camión que frene, te pueda acercar. Esa costumbre tan nuestra, tan citadina, de no ver más allá de nuestro siguiente destino, de no ver nunca la totalidad. Entonces Ernesto, actuando una leve sorpresa, agarró un palito y se puso a dibujar en la tierra. Mirá, todas las rutas del Paraguay van desde los pueblos a la capitales de cada provincia, y desde estas hacia Asunción, y de ahí por una ruta o por río, se va a Buenos Aires. Ahora también algunas rutas salen directamente hacia San Pablo, pero la cosa es igual. Y desde ahí, sea Buenos Aires o sea San Pablo, derechito al norte, a Europa o Estados Unidos ¿Por qué? Por la sencilla razón que no existe ninguna ruta que haya sido hecha para las personas, sino para las cosas, para poder llevarse lo más rápido posible todo de nuestra tierra.

Y mientras Ernesto hablaba, y mientras con la ramita dibujaba en el suelo los mapas de las rutas, en mi cabeza se iban reconstruyendo los caminos que había recorrido, se iban ensamblando los fragmentos que nunca había unido, se iban dibujando una tras otras esas rutas que, ahora veía con claridad, eran las venas por las que Nuestra América se desangraba. Y Ahí estaba Buenos Aires, ese pulpo con los tentáculos de rutas que llegaban, siempre llegaban al puerto, por donde todo se iba, una y otra vez, gota a gota, a borbotones, y por ahí se iba la sangre, el sudor, el esfuerzo de un país, de un subcontinente. Me sentí tan pero tan estúpido. Años de estudio, de lectura, de «pensar» la historia, de enfrentar un sistema que nos mata, de recorrer una y otra vez estas rutas de esta tierra tan mía, y nunca me había dado cuenta de algo tan obvio y fundamental. Ese día algo importante cambió dentro mío, esa revelación (quizás obvia para muchos), fue uno de esos momentos bisagra en la forma de ver y entender el mundo, en la forma de estar en él.

Unos días después, armé la mochila y esperé durante un rato el bondi que iba a iniciar ese escarpado camino hacia Asunción. Algo importante había cambiado en ese tiempo que estuve en Tava Guarani, y no sólo por esa conversación, claro está. Habían sido los gentiles desayunos con café y tortillas de huevos que me preparaba bien temprano Nicolasa, la vecina de la casa Ernesto. Y las frutas que casi todos los vecinos me regalaban para el desayuno o el día. Había sido la vida que desbordaba Federico, «mi pequeño guía» durante ese tiempo, que me hizo conocer secretos y recodos del río donde jugaba y se bañaba, y desde sus once años me enseñó a caminar en medio de la vegetación y saber cómo identificar un peligro, sea una víbora, sea un gato montés, y hasta me enseñó hábilmente cómo tirar un cuchillo y un machete para que se clave en un árbol, y sobre todo compartió sus sueños, su deseo de ser él también abogado, para volver rápido a Tava Guarani y defender a la comunidad de los terratenientes. Fue todo, un todo bien americano, digno de principio a fin.

Mientras volvía en el colectivo y me perdía en la interminable vegetación, mientras repetía dentro lo que me había explicado Ernesto, pensé en esa frase tan repetida en las charlas argentinas: Bolivia es un país imposible porque no tiene salida al mar. ¡Qué provincianos que somos estos argentinos de ciudad! Pensé en Nuestra América, en sus capitales siempre mirando al mar, siempre buscando salirse, alejarse lo más posible de la tierra a la que pertenecen. Esas capitales tan ajenas a sus propios países, tan ligadas (y subordinadas) a la metrópolis. Recordé que las grandes ciudades de los pueblos originarios estaban bien lejos del mar, metidas bien adentro en nuestra tierra. ¡Qué distintas formas del ver el mundo! ¡Qué colonizados que estamos!

Cada tanto el colectivo frenaba y dejaba subir a una hermosísima chica, de las que abundan por aquellas tierras, esas con piel cobriza y ojos intensamente claros. (En Paraguay todo parece ser tan intenso, ahora que lo pienso). Volví a enroscarme en esas rutas del sur que tanto he andado. Pensé también en las rutas bolivianas, tan distintas, tan otras. Esas rutas bolivianas que no se miden en tiempos, es imposible. En Argentina, uno tiende a pensar que 500 km. equivalen a cinco horas. Bolivia se ríe de eso. Allá 200 km. pueden ser cinco horas, o siete, o quién sabe. Allá, en esa Bolivia que está obligada a mirarse a sí misma, los trenes andan lentos y pidiendo permiso a la naturaleza que a veces les dice que no pueden seguir, como cuando yendo desde Villazón a Uyuni, el tren se dio vuelta (literalmente), y debimos esperar en Tupiza. Y luego tuvimos que andar por lechos de ríos secos, y más tarde en caminos imposibles, tan imposible como ese que me llevó desde Tava Guaraní a Asunción, o peor, quizás peor. ¿Caminos imposibles? ¿Para quién? Claro, imposibles para la circulación del capital. Bellamente lentas para nosotrxs, para quienes se abandonan a esos colores, esos cielos, esos infinitos. Qué mercaderes provincianos estos argentinos de ciudad, qué pena.

Cuando llegué a Asunción nuevamente, me esperaban algunos amigos que afectuosamente me habían cuidado y acompañado durante mi estadía paraguaya. Obviamente entre ellos estaba Víctor. Con él y alguna de sus compañeras, no recuerdo ahora cuál, salimos a vueltear por el centro viejo de la ciudad, y fuimos, no me acuerdo bien para qué, a la Iglesia que está en diagonal a la casa de gobierno, ni siquiera recuerdo si esa es la catedral. Sí puedo volver a ver sus escalinatas de piedra, y sobre todo una escalerita lateral, pequeña y humilde que baja hacia La Chacarita, una inmensa villa miseria que está ahí abajo, a lo largo de la costa del Río Paraguay. La Chacarita se extiende interminable bordeando el río, y tiene una particularidad: comienza en el patio de la casa de gobierno del Paraguay. Imagínense una villa miseria que comenzara exactamente en el patio de la Casa Rosada. ¡Qué real que sería! Esa sería una verdadera postal del país y no esta mentira aséptica de un país asfaltado y lleno de luces, rodeada de ciudadanos blancos y orgullosos de la nada de su historia universal. (Es que miran tanto a Europa). En cambio Paraguay no es tan bipolar, no se miente tanto como nosotrxs. Paraguay es más real. En fin, recuerdo que alguien (creo que alguna estudiante de Ciencias Políticas, como no podía ser de otro modo), en algún momento esbozó una argumentación sobre lo absurdo que era esta Asunción que se había construido de espaldas al Río.

Miré, y era verdad, la casa de gobierno estaba de espaldas al río. En su patio, es decir, de cara al río (aunque también de espaldas) se extendía La Chacarita. Me sonreí. Asunción miraba hacia dentro. Lo americano estaba ahí, en medio de esta ciudad, que como toda ciudad colonial intentaba ser un apéndice de Europa, pero había algo que le impedía ser ese monstruo deforme y ecléctico que es Buenos Aires, o San Pablo. En Asunción lo nuestroamericano se filtraba por todos lados, estaba tan lejos del mar y tan cerca del corazón mismo de América que su gente aún era amable y de una lenta elegancia. Recuerdo haber pensado, o quizás lo pienso ahora, que Asunción aún podía salvarse, aún podía cambiar el mundo. A Buenos Aires, a San Pablo, a Río de Janeiro, a Santiago de Chile, y quizás hasta a esta misma Córdoba en que vivo, sólo les espera la destrucción, la locura, la muerte.

Ahora sé que siguiendo cualquier ruta de nuestro continente es más fácil llegar a Roma que a un pueblo cualquiera del interior. Y eso simplemente porque los pueblos del interior no importan al poder, la gente no importa, todo lo que tenga que ver con vidas no importa. Al sistema capitalista que construye estas pocas rutas asfaltadas y lujosas, sólo le importan las mercancías. Así es que ahora, luego de 200 años están asfaltando la Ruta 40 ¡Horrenda casualidad que justo sea en el momento de auge de la explotación minera en manos de las transnacionalizadas! Se llevan todo y no dejan nada. Así es que ahora están con esa otra monumental ruta transoceánica. Nunca importamos para los de arriba, sólo las mercancías lo hacen, sólo el dinero lo hace.

Quizás sea hora de que nosotrxs acá abajo, elijamos de una buena vez empezar a andar esas rutas que se recorren lentas, con tiempos para mates y pensamientos. A lo mejor es momento de empezar a mirar más hacia dentro y dejar de esperar los espejitos de colores (ahora son plasmas, celulares, préstamos y promesas) que los dioses blancos traen desde el otro lado del mar. Volver al fin a nuestra tierra, a nuestra gente, a nuestro pueblo, que digámoslo una vez más, no somos blancxs, no somos europexs, no somos comerciantes. Tal vez sea un buen momento para comenzar a construir una hora verdaderamente americana, y dejar tanto egoísmo, violencia y capitalismo occidental de lado. Ojalá algún día todas las rutas lleven a Cuzco, por decir algún lugar posible en esta bellísima constelación de vida que habita el interior americano. Ojalá algún día crucemos un amable saludo por esas rutas verdaderamente sudamericanas.

* Sergio Job es integrante del Colectivo de investigación «El llano» y militante del Colectivo Güemes en el Encuentro de Organizaciones de Córdoba.