La misma sangre, el mismo sudor, las mismas lágrimas que derramó Madrid, que derrama Faluya, que derrama Bagdag, que derrama Kabul, que derramó Nueva York, que derrama un mundo al que le urge la razón, la equidad y la justicia, y que no encuentra reposo. Sólo Bush parece no saberlo y ayer insistía, con su […]
La misma sangre, el mismo sudor, las mismas lágrimas que derramó Madrid, que derrama Faluya, que derrama Bagdag, que derrama Kabul, que derramó Nueva York, que derrama un mundo al que le urge la razón, la equidad y la justicia, y que no encuentra reposo.
Sólo Bush parece no saberlo y ayer insistía, con su habitual enajenada firmeza, en la misma retórica que le conocemos: «La guerra vale la pena».
Los caídos en Londres, los muertos en Iraq o Afganistán, los muertos que en el mundo, todos los días, se cobra la demencia; los muertos que provoca esta maldita y sucia guerra de la codicia contra la desesperación, si pudieran hablar, no dirían lo mismo.
Pero no hablan, sólo abonan con su dolor y su silencio, la fanática verborrea de quienes rigen los destinos del mundo y los beneficios de los accionistas del caos.
El mismo Bush que evitó defender los «valores de la libertad y la democracia» en Vietnam, que aprovechó las influencias de su padre para mantenerse lejos del frente de guerra, hoy hace pública apología de la muerte y da por buenos todos los muertos habidos y los que pueda haber, porque «la guerra vale la pena».
Bush, que a nadie oye que no sea un testaferro de la muerte y de las armas, a resguardo de riesgos, insiste en su demencial proclama: la guerra vale la sangre, vale el sudor, vale las lágrimas.