En medio de una fuerte contestación social a su política económica, Nicolas Sarkozy echó mano de la expulsión de miles de familias gitanas para mostrar una imagen de Gobierno duro y de orden. Desde algunos sectores se pensó que la reacción inicial de la comisaria europea Viviane Reding podía suponer una inflexión en la política […]
En medio de una fuerte contestación social a su política económica, Nicolas Sarkozy echó mano de la expulsión de miles de familias gitanas para mostrar una imagen de Gobierno duro y de orden. Desde algunos sectores se pensó que la reacción inicial de la comisaria europea Viviane Reding podía suponer una inflexión en la política de la Unión Europea en la materia. A medida que pasan los días, nada parece abonar semejante optimismo. En tiempos de crisis, tanto Bruselas como los propios gobiernos europeos parecen más dispuestos a tolerar la utilización de la población gitana o de los migrantes como chivos expiatorios que a impulsar una alternativa genuinamente garantista enfocada hacia los derechos de las personas más vulnerables.
En realidad, Sarkozy coloca a la Unión Europea ante el espejo y no miente cuando afirma que su política, lejos de ser excepcional, se inspira en prácticas y normas similares a otras ya existentes. La Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, de hecho, lleva años denunciando en sus informes discriminaciones masivas contra personas de etnia gitana no sólo en Francia, sino también en otros países de la región como Reino Unido o Alemania. Y lo mismo ocurre con el Comité de Derechos Sociales del Consejo de Europa o con el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, cuya jurisprudencia sobre vulneración de derechos habitacionales a la población romaní no ha hecho sino crecer en las últimas décadas.
Aunque estas amonestaciones y sentencias han sido de gran importancia para mostrar no sólo la injusticia, sino la ilegalidad de estos fenómenos, pocas veces han llevado a los gobiernos involucrados a modificar sus políticas. De hecho, muchos dirigentes europeos han reconocido sin sonrojo que si las expulsiones francesas no hubieran recaído sobre gitanos de origen búlgaro o rumano, sino sobre gitanos o inmigrantes extra-comunitarios, el escándalo hubiera sido mucho menor.
Buena prueba de ello es que el Gobierno de Silvio Berlusconi -uno de los principales valedores de Sarkozy- lleva tiempo ordenando allanamientos masivos contra campamentos de gitanos migrantes. Cuando lo hizo por primera vez en 2008 en ciudades como Roma, Milán o Nápoles, estos allanamientos acabaron con la expulsión de centenares de romaníes albaneses y balcánicos. La permisividad comunitaria animó a Berlusconi a ir incluso más allá. Tipificó la inmigración irregular como un delito y anunció que tomaría huellas dactilares de los gitanos para tenerlos identificados. Sólo la protesta de algunas organizaciones de derechos humanos y de defensa de los sin papeles forzó al Parlamento europeo a exhortarle sin demasiado éxito para que cesara su acoso a la población romaní. En rigor, la impresión más generalizada es que las instituciones europeas pueden exhibir cierta sensibilidad simbólica frente a actos de xenofobia extremos y mediáticos. Pero no se alteran de igual modo si estos discurren de manera silenciosa y cotidiana. Varios parlamentarios socialistas que en su momento censuraron a Berlusconi y que ahora critican a Sarkozy votaron, por ejemplo, la ominosa Directiva de Retorno que permite extender hasta seis meses (y a veces a 12) el período de retención de inmigrantes en centros de internamiento por el solo hecho de encontrarse en situación de irregularidad administrativa. Incluso en el caso español, muchos de los que hoy ponen el grito en el cielo por las medidas de Sarkozy, aplaudieron como un signo de «realismo» el recorte de derechos que la última reforma de la legislación de extranjería impuso a miles de inmigrantes cuya situación social no difiere en sustancia de la de los gitanos expulsados de Francia. Y son los mismos, en el fondo, que apenas se inmutan cuando las expulsiones tienen lugar lejos del ojo de las cámaras.
Naturalmente, colocar los focos sobre los más vulnerables, presentándolos como los principales culpables de la inseguridad en los barrios, del colapso de los servicios sociales o de la falta de empleo, puede ser un recurso útil para obtener votos o para absolver a los verdaderos responsables de la crisis. Que el Gobierno de Sarkozy, de hecho, impulse la prohibición del burka y coloque a los gitanos en el punto de mira, al tiempo que acomete, sin debate alguno, un recorte de las pensiones en Francia, no debería verse como una simple coincidencia. Que el Partido Popular intente imitarlo, buscando gitanos o migrantes conflictivos bajo las piedras de cara a las elecciones próximas, tampoco.
Tras el revuelo inicial, los ejecutivos europeos -incluido el de Rodríguez Zapatero- han conseguido que la Comisión esta semana decidiera no sancionar a Francia por discriminación. Simplemente le pide que explique cómo traspondrá en los próximos meses una Directiva sobre libre circulación de «ciudadanos comunitarios» aprobada en 2004. Esta salida blanda, que contrasta con la firmeza que las mismas instituciones exhiben cuando imponen programas de ajuste y lecciones de austeridad, ha sido presentada como un triunfo de la legalidad. Analizada con detenimiento, sin embargo, apenas traduce un uso estrecho y oportunista de la misma. Un uso, en todo caso, muy alejado de la mejor tradición garantista, que tuvo su cuna en Europa y que, en materias como la política migratoria y an-tirracista, está siendo enterrada por una Unión Europea cada vez más alejada de ella.
Gerardo Pisarello y Jaume Asens son Juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2502/sarkozy-espejo-de-la-ue/