En Primaria, una de las lecciones morales que recibíamos en la primera mitad del s xx, era la de la carrera entre la liebre y la tortuga. Que nos mostraba que el orgullo de sentirse superior o mejor era la causa directa de la derrota. Por autoengaño. Esa lección, mordiendo derrotas, la hemos experimentado en Uruguay en muy diversas competencias, tanto en fútbol como en ajedrez…
Estuvimos “sentados” sobre el agua corriente y potable con que contamos en la capital de nuestro país, como si fuera nuestro trono de orgullo. Ese “dormirse sobre los laureles” atribuido a la liebre de nuestro aprendizaje escolar es el que caracterizó al Uruguay moderno, que en muchos aspectos había sido pionero.
El penoso ejemplo de la estulticia de la exministra “ambiental” Eneida de León, vanagloriándose de que teníamos en Montevideo una calidad del agua potable superior a la de Europa y en particular a la de Estocolmo (Ag. EFE, 15 mayo 2015) es apenas un botón de esa triste muestra de orgullo fatuo.
Hemos bajado a la realidad. Bastante más penosa y sórdida de lo que anticipábamos.
No tenemos agua potable para Montevideo y, en general, para dos tercios de la población del país.
Y llueven las explicaciones. Propongo un descarte metodológico: alejémonos por un instante de causas hipergenerales, sistémicas, de difícil probanza y centrémonos en aspectos más concretos, accesibles, y modificables por nuestra voluntad política (si tenemos, claro).
Nos cuesta articular el calentamiento global y hasta el fenómeno climático de La Niña con nuestra crisis. En cambio, sabemos que la cantidad de cianobacterias o de agrotóxicos en las corrientes de agua alteran su potabilidad y directamente nos afectan.
O que la sustracción desde nuestra principal fuente de agua potable –el río Santa Lucía– de centenares de cursos de agua; tubos, canales, construidos por agroexportadores para llevarse el agua a sus plantaciones afecta la disponibilidad de agua para potabilizar. Sabemos además, que éstas, por lo menos 500 tomas sobre el Santa Lucía, fueron “santificadas” por una Ley de Riego (2017) que el gobierno concedió a sojeros y otros agroindustriales.
También sabemos del volumen que las celuloseras secuestran de nuestra aguas fluviales y que el retorno, siempre menor que el agua secuestrada, es un líquido de mucha menor calidad ambiental, sanitaria.
Sabemos, en una palabra, que todos los gobiernos posdictadura han estado celosamente unidos en el camino económico trazado. Trazado no desde el país, sino desde los grandes centros de política económica general. Blancos, colorados, frenteamplistas han coincidido en seguir el desarrollo tecnológico “imparable”, con costo ambiental creciente y cada vez más gravoso.
El arte, escueto, casi parco, ha sido, otra vez, más sabio que todos los técnicos informantes lacayos de los monopolios centrales, generadores del modelo de producción y consumo que deshace la naturaleza, intoxica los suelos y sus habitantes –desde la microfauna hasta los humanos–. Honor a Leo Masliah y su Agua podrida.
¿Qué hacer?
Los recursos del poder establecido dan verguenza ajena. Nos referimos a los invocados por el gobierno, pero no solo el actual sino los que ya mencionamos en las últimas décadas. Se quejan ante presuntas causas de ardua comprobación, que ya repasamos. Invocan la lluvia, un recurso que la racionalidad y los desarrollos tecnológicos de nuestro presente desestiman con desprecio o piedad.
Luego que se vino abajo la estantería aparecieron dos vías de solución. Reapareció Casupá. Y habrá que saber porqué se desechó y postergó hasta ahora.
Y apareció con bombos y platillos el proyecto Neptuno, también llamado Arazatí, por el lugar platense visualizado para su emplazamiento. Un ventajoso negocio, le ofrecieron al país una UTE, con importantes empresas del rubro; SACEEM, un consorcio uruguayo de ingeniería; Berkes otro consorcio al parecer también de origen oriental, dedicado a ingeniería, plantas y caminos; y Ciemsa y Fast también empresas con domicilio en Uruguay (aunque en general todas ellas registran actividades y enormes proyectos industriales en diversos países y continentes).
No sabemos el origen de semejante proyecto. Pero sí llama la atención la materia prima que encaran como base para tamaño emprendimiento. La materia prima de esa propuesta procesadora de agua potable –el agua bruta, en dos palabras– es la que proviene del Río de la Plata a unos cien km al oeste de Montevideo y por lo tanto a unos cien y pocos km al este (y al norte) de Buenos Aires. El agua bruta allí recogible es:
a) por las corrientes marinas, a veces el agua proveniente del Paraná y del Uruguay, a veces del Atlántico (se ha calculado que el agua oceánica está allí presente alrededor de 90 días al año);
b) la ciudad de Buenos Aires –que tiene en su capital unos 3 millones de habitantes y en todo el llamado Gran Buenos Aires (GBA), unos 15 millones–, vuelca sus efluentes cloacales al Río de la Plata, unos 12 km alejado de la costa argentina (hasta 2021 al menos, las aguas cloacales porteñas se descargaban a la altura del suburbio de Berazategui a ¡apenas 2 km y medio de la costa!); tales efluentes ingresarán inevitablemente en el caudal que se pueda tomar unos cien km al este en el mismo río (aunque la toma esté alejada de la costa argentina y al lado de la uruguaya);
c) la agricultura hoy existente, fundamentalmente en Argentina, pero con los demás países conosureños que no le van en zaga, arroja a las aguas ingentes cantidades de agrotóxicos que por vía de afluentes o por mera escorrentía, van todos al final a los ríos Paraná, Uruguay y el Plata, para hacer el estuario que llamamos Río de la Plata;
d) los ríos que venimos analizando tienen otra multitud de desechos característicos de la sociedad industrial y se sabe que cualquier análisis de las aguas platenses contiene hidrocarburos, cianuro y bifenilos policlorados (PCB), por ejemplo. E insecticidas, plaguicidas, biocidas, en general; glifosato, bromoxynil, clorpirifos, para mencionar los más tristemente célebres.
Si semejante “caldo” como agua bruta requiere una capacidad de filtración costosísima, se plantea de inmediato si el sitio elegido por la entente del cuádruple consorcio es sensato. El negocio ofrecido es además llamativo: hacer toda la construcción ingenieril, con sus cisternas, filtros, cañerías para que el estado uruguayo pague más adelante, cuando reciba los presuntos beneficios.
Procurando acercarnos a la cuestión nos queda la pregunta qué harán estos empresarios con la salinidad del agua, ya no digamos con todas las impurezas que hemos repasado someramente. ¿Estimarán que el público uruguayo u oriental ya se habrá acostumbrado a ingerir “agua bebible” en lugar de potable, como nuestras autoridades nacionales han estado procurando persuadirnos?
La otra posibilidad sería, para el paquete Arazatí, encarar el costoso proceso de desalinización. No deja de ser llamativo que el muy irrigado territorio del Uruguay deba extraer su agua de consumo del mar. Nuestro territorio no solo tiene una fuerte irrigación de superficie, sino diversos acuíferos.
Lo que no tiene el territorio uruguayo es tanta superficie y disponibilidad como la que pretenden las megaindustrias que han ido aumentando la escala mediante fuertes apuestas tecnológicas que consumen –y estropean– cada vez más ingentes “recursos naturales”.
Estamos ante la misma ecuación que hace algunas décadas se sopesó para decidir si el país debía apostar a commodities o specialities. La agroindustria había ido aumentando su producción mediante la gran escala con enormes pasivos ambientales (producción de desechos, contaminación generalizada, pérdida de calidad, afectación de la salud ). Y tal ecuación “cerraba” sus números en las pampas argentinas, en las praderas norteamericanas. En nuestro país, esos rendimientos mágicos (y tóxicos) mermaban. Por eso, algunos veían promisorio que Uruguay apostara a producción diferenciada, de calidad, orgánica, para un mercado en expansión. Y no apostar a la producción a gran escala, en la cual poco podemos destacarnos. No fue posible. El prestigio ideológico del tecnodesarrollismo a cualquier precio, el modelo norteamericano de trato de la tierra (y el agua, el aire) fue más fuerte…
Uruguay está ahora obligado a rehacer su red de agua potable. Hay conciencia del deterioro de muchos tramos (que incluso se teme permita el escurrimiento de parte del agua potable). Hacer nuevas tuberías para transportar agua a distancia es costoso. Habrá que cuidar el material a usar. Los tramos de un siglo atrás eran de hierro fundido. Con inconfundible “sabor” a viejo. Se lo suele sustituir por PVC.
La actualización de materiales merecería varios exámenes. Uno, fundamental, el carácter inerte de los materiales continentes. Porque sería miopía criminal optar por un material más económico o rendidor, si a la larga incorpora al circuito partículas indeseadas…
El hierro parece haber probado cierta seguridad. Recordemos el trágico error de incorporar el plomo a las cañerías de agua caliente (que se mantuvo todo un siglo, desde fines del s xix a fines del s xx) y que nadie sabe –ni el mundo médico quiso disponerse a saber– en cuanto puede haber incidido para el avance terrible de varias enfermedades mortales, “modernas”, bajo el atroz manto de la plombemia.
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