Tenía que ser en París. No podía haber sido en otra parte. Disturbios, coches quemados, guerrilla urbana. En París se sepultó al Antiguo Régimen, en París se declaró la Comuna y en París los estudiantes tomaron las calles. Y es en París, ahora, donde los desheredados llaman la atención sobre una situación de injusticia. Saben […]
Tenía que ser en París. No podía haber sido en otra parte. Disturbios, coches quemados, guerrilla urbana. En París se sepultó al Antiguo Régimen, en París se declaró la Comuna y en París los estudiantes tomaron las calles. Y es en París, ahora, donde los desheredados llaman la atención sobre una situación de injusticia. Saben cómo hacerlo, saben que las palabras se las lleva el viento, y que para llamar la atención de las cámaras hace falta dar espectáculo. Así que, con latas de gasolina y mucha furia, materializan la tradición reivindicativa del pueblo francés.
Bruselas, martes 8 de noviembre. Por la mañana, mi compañero de piso y yo, lo comentamos: «¿Qué está pasando en París?» «¿¡4000 coches quemados por toda Francia¡?» Y cada uno investiga, durante el día, por su cuenta; periódicos, internet y una vuelta por el barrio bruselense de Saint Gilles, donde se habían quemado cinco coches recientemente, abren el apetito. Por la tarde volvemos a hablar sobre ello. «Se está liando muy gorda». Sentíamos una opresión en el pecho, la sensación de perder una oportunidad y ser consciente de ello. Cambiamos informaciones. La actualidad se escurría entre las manos como arena fina por los resquicios de un puño. Nos picamos. «¿Vamos a París?» «¿Vamos?» «¿De verdad?» «¡Venga!».
Y fuimos. Tres horas en coche. Cuaderno, cámara de fotos, pan de molde, jamón y muchas sonrisas nerviosas. Paramos en el piso de una amiga en Bastilla.
París respira solemnidad. Es evidente que todo el dinero que jamás se invirtió en el desarrollo de la banlieue, ha ido a parar a limpiar las paredes del centro, iluminar las estatuas del Louvre y cubrir de lucecitas la Torre Eiffel. «El centro es impresionante, pero si vieseis los alrededores…» nos cuenta una chica.
Tras estudiar y cubrir de notas media docena de periódicos, salimos a husmear al Barrio Latino. Buscábamos una pista, una opinión, una toma de temperatura. Hablamos con tres estudiantes de derecho de la Sorbona. Según ellos, a ningún parisino le importaba lo que ocurría en las afueras. «La televisión da la imagen de una revolución armada, pero en realidad aquí no nos enteramos de nada, sólo lo que vemos en la tele». «En la universidad no se organizó nada, ni charlas, ni debates, no hay movilización, y menos en esta facultad, llena de niños pijos. Preguntad en facultades como la de sociología, puede que allí encontréis algo». «¿Habéis leído a Bordieu?».
Volvimos al piso, un poco decepcionados, y dormimos. A las 8 de la mañana del día siguiente, con un mapa de la ciudad arrugado y un puñado de periódicos del día (que a diferencia de los del día anterior, se cuidaban de dar direcciones), estábamos camino de Seine-Saint-Denis. Empezamos por la localidad de Stains.
En Stains apuñalaron a un hombre de 61 años, que posteriormente (fallecido en su cama de hospital) sería la única víctima mortal de las revueltas (o simplemente un cirmen desvinculado…). Aparcamos con cautela (teníamos en mente los miles de coches incendiados) y nos dirigimos al ayuntamiento paseando por el mercadillo local regentado por norteafricanos. Una llovizna ligera y punzante que se desprendía del cielo encapotado. Esperábamos notar un ambiente tenso, plomizo, rencoroso, envolviendo un paisaje de calles vacías y coches carbonizados. Nada. En el ayuntamiento nos atendió el Encargado de Comunicación, un tipo alto y desgarbado con pinta de ser competente. Respondió sin problemas a todas nuestras preguntas: «La cosa ya está más tranquila, ya no hay disturbios. No, nada de toque de queda. ¿Respuestas del ayuntamiento? Vamos a hacer mañana una manifestación contra la violencia, y luego el alcalde convocará varias reuniones con los vecinos, donde se debatirán todas estas cuestiones». Siguió la cosa, para cada pregunta una respuesta, muy rápido, los tres de pie en el umbral de la puerta acristalada. Le dimos las gracias. «¡Por favor, mandadme el reportaje o artículo cuando esté terminado!». Sacamos fotos del lugar donde fue apuñalado aquel hombre.»Homenaje a Jean-Jacques Lechedec», rezaba una pancarta. Un par de ramos de flores descansaban delante.
«Los periódicos mencionaban esta localidad», manipulando el mapa, «Bobigny, ¿vamos?».
Por el camino vimos un camión remolcador manchado de ceniza, una pista. Lo seguimos hasta cansarnos. «Mejor pasamos», y llegamos a Bobigny. La arquitectura de Bobigny quita el hipo. Una estructura ajardinada de plazas y puentes se levanta sobre la autopista y los cruces de carreteras, como si fuese un centro de ciudad colgante. La arteria principal de la localidad es el boulevard Lénine, atravesado por la rue Odessa y la rue Leningrad. ¿Estamos en la Unión Soviética? El ayuntamiento se encuentra emplazado en el boulevard President Salvador Allende. En Bobigny gobierna, con energía, el PCF. Hay luz en la cara de los funcionarios, y luz en la cara de un ciudadano corpulento que nos pregunta, «¿Necesitáis ayuda?», mientras miramos un mapita callejero. El Palacio de Justicia de Bobigny, la localidad más grande de la zona, se encarga de los casos de toda la banlieue oriental; de hecho, estos días tenían refuerzo policial porque los amigos de muchos detenidos durante los disturbios estaban acumulados alrededor, protestando. Fuimos al ayuntamiento y allí nos guiaron hasta el despacho del periódico local, donde hablamos con una periodista que nos inundó de información y consejos sobre todo lo sucedido. Esa misma tarde habría una manifestación contra el toque de queda, «Una medida cuya propósito es el de tranquilizar, el de provocar una ilusión de seguridad». Nos dio otros hilos a seguir: una fábrica de Citröen de la zona había echado a la calle a cientos de jóvenes empleados, y se rumoreaba que estos iban a juntar reivindicaciones laborales con la agitación del momento, «Y si podéis, conseguid el «L’Humanité» de hoy». Tomamos su dirección, nos regala un ejemplar del «Bonjour Bobigny», le damos las gracias y nos promete mandarnos el siguiente número por correo, «Tendrá información interesante».
Había aplicación en la cara de la periodista, le gustaba su trabajo. Bobigny peleaba.
Cogemos el coche, satisfechos, y nos vamos hacia la última frontera: Clichy-sous-bois. Allí tres adolescentes, huyendo de la policía, se ocultaron en el transformador de una central eléctrica. Dos murieron electrocutados, uno está herido en el hospital. Fue la chispa que prendió la mecha. Las revueltas comenzaron aquel 27 de octubre, y desde entonces, este suburbio parisino ha sido el lugar más radicalizado y sensible de Francia. Con sonrisa nerviosa y mucha cautela, paseamos el coche por la ciudad. Jaime conducía y yo sacaba fotos disimulando mientras caía la noche. Bajo el cielo violeta vimos un panorama desolador: edificios abandonados, un gimnasio escolar reducido a escombros ennegrecidos, pintadas rojas en las paredes: «¿Qué va a hacer la policía?» «Sarkozy, paga por tu desorden», y bandas de adolescentes apoyados en las paredes, como diciendo: «Nos reímos de todo». Enormes bloques de pisos de cemento, paredes desconchadas, asfalto resquebrajado y moteado de manchas negras, indicios de coches asesinados. Era el Kabul francés. El ambiente, aquí sí, estaba siendo asfixiado por la tensión, por esa calma incómoda que debe preceder a las batallas.
Ayuntamiento de Livry Gargan, la localidad vecina. Tras deambular por pasillos y mostradores, nos atiende el mismísimo alcalde. Era un tipo agradable, cuya tripa le arqueaba peligrosamente la espalda. Sonreía constantemente con los ojos. «Habéis venido a una localidad tranquila» dijo. Bonachón y atento, nos invitó a su despacho, donde conversamos mientras los últimos rayos de sol se filtraban entre las persianas a su espalda. Con la ayuda de un mapa extendido en la pared, el alcalde nos explicó dónde se había iniciado todo, y cómo se había extendido la revuelta. «¿Tiene la religión algo que ver en todo esto?» «No, nada que ver». El alcalde, que había sido profesor de periodismo en La Sorbona, nos dio una rápida lección de historia: «Aquí llegó mucha gente procedente del Norte de África, entre los años cincuenta y sesenta, a los pisos que el Estado construyó a las afueras de París. Desde entonces, las inversiones han ido decayendo hasta desaparecer. Los colegios y los hospital es están degradados, los edificios desmejorados, ha habido varios casos de ascensores que se caen…». «Nos dijeron que «L’Humanité» de hoy tenía información útil», «Esperad, que a lo mejor tengo uno…», se levantó y se puso a rebuscar por toda la sala. Salió a preguntar al personal, volvió con las manos vacías y dijo: «Voy a llamar al Encargado de Comunicación, a ver si tiene alguno». Habló por teléfono, nos propuso que fuéramos al despacho del de Comunicación, nos despedimos cordialmente, y nos dijo que le mandásemos el artículo o reportaje a su correo electrónico.
El de Comunicación era un tipo alto, delgado y con corbata. Parecía un presentador de televisión, tan simpático como el alcalde. Hablamos un rato, nos dio el periódico y prometió mandarnos un ejemplar de su reportaje sobre lo ocurrido en la banlieue. Nos despedimos y volvimos a Clichy.
Por casualidad, todas las administraciones que visitamos eran críticas con la mano dura de Sarko y partidarias de la inversión social. De izquierdas.
Ya casi era de noche. Preguntando por la central eléctrica, los peatones nos daban información contradictoria, y en el ayuntamiento, una secretaria desagradable nos invitó varias veces a que nos perdiéramos. Seguimos buscando, ya de noche, la central. Al final la encontramos, estaba pegada a un parque boscoso. Me bajé a sacar unas fotos muy rápidas cuando, de repente, varios trabajadores salen por una puerta. Guardo la cámara con disimulo y me acerco a preguntarles si es aquí donde tuvo lugar el accidente. Se hacen los locos, con la cara muy seria y la mirada desconfiada. «Ah, el accidente» dice , «Sí» respondo. «No es aquí», «¿Y dónde, pues?», «Por abajo» y hace un gesto muy vago con la mano. Insisto un poco, sin éxito.»Gracias» le digo. «¿Qué te han dicho?» pregunta Jaime, «Que no era, que vayamos por allí abajo. No querían decir nada.». «Vale, ¡ya tenemos fotos de la central eléctrica!».
Volvimos a Bobigny para ver la manifestación contra el toque de queda. Allí, en la plaza de delante de la prefectura, había una pequeña multitud agitando banderas rojas en torno a un pequeño escenario. Un tipo con perilla se subió a dar un discurso: «El lema de la República es: Libertad, Igualdad, Fraternidad… y yo me pregunto: ¡¡DÓNDE ESTÁ LA IGUALDAD!!».
Sonriendo, volvimos a Bruselas.