En esta conversación con Pablo Díaz, educador popular e integrante del Movimiento por la Tierra (Uruguay), reflexionamos sobre los desbordes que pusieron en jaque la correlación de fuerzas y la atmósfera ideológica que habían asegurado la estabilidad de los llamados “gobiernos progresistas”. Sobrevolamos las actuales sublevaciones sudamericanas propulsados por la experiencia directa que hemos tenido en países como Brasil, Bolivia, Uruguay y Colombia y por los relatos que nos llegan desde Chile y Ecuador.
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El destino de las democracias representativas de Latinoamérica se está jugando en las calles. La derecha, al igual que diversos sectores de la izquierda y el llamado campo popular han construido estrategias de intervención política que desafían, en mayor o menor grado, las vías institucionalmente establecidas para la tramitación de las alternativas políticas. La apuesta en el poder destituyente de las calles no es novedosa para quienes nos organizamos más allá del pensamiento estatalista y en tensión con los modos de vida patrocinados por el capital. Sin embargo, la derecha también parece haber identificado en la convulsión de las calles un camino prometedor para desplegar sus banderas restauradoras. La representatividad del orden institucional se encuentra profundamente cuestionada desde múltiples vectores políticos cuyas apuestas ya no se pueden amortiguar como antes. En esta conversación con Pablo Díaz, educador popular e integrante del Movimiento por la Tierra (Uruguay), reflexionamos sobre los desbordes que pusieron en jaque la correlación de fuerzas y la atmósfera ideológica que habían asegurado la estabilidad de los llamados gobiernos progresistas en distintas coyunturas nacionales. Sobrevolamos las actuales sublevaciones sudamericanas propulsados por la experiencia directa que hemos tenido en países como Brasil, Bolivia, Uruguay y Colombia y por los relatos que nos llegan desde Chile y Ecuador. Bordeamos la costa del Pacífico, cruzamos la cordillera y alcanzamos el Atlántico. En el horizonte, la puesta del sol anuncia el fin de una época – la del proyecto progresista como amalgama de las aspiraciones populares. Mientras tanto, en las sombras del crepúsculo, se van prendiendo los primeros faros que indican hacia qué destinos podríamos apuntar nuestras naves. Algunos de estos faros parpadean desde islas muy chiquitas, donde nunca cabremos todxs. Sin embargo, otros anuncian la posible presencia de un nuevo continente, parcialmente oculto. Sus habitantes nos saludan a lo lejos, envueltos en una niebla de gas lacrimógeno. Quizás sean los vapores que un nuevo amanecer no tardará en disipar. Quizás.
Máquina Crísica: En tus trabajos vos identificás un cierto aire de familia entre las sublevaciones que irrumpieron en la región latinoamericana en los últimos años y aquellas protestas que tuvieron lugar en distintas partes del mundo –Oriente Medio, algunos países de Europa, Estados Unidos– en los primeros años de la segunda década de este siglo. Por otra parte, también señalás que la movilización popular reciente en Sudamérica expresa, a su modo, una crítica a la forma en que se venían estableciendo las relaciones entre los partidos de izquierda –y después los gobiernos progresistas– y aquellos movimientos sociales y populares que los han respaldado. Es decir, las sublevaciones latinoamericanas contienen una singularidad coyuntural que, en alguna medida, parece estar relacionada con una ruptura en términos organizativos, pero también reivindicativos y programáticos, respecto de lo podríamos denominar el “progresismo” latinoamericano. En cierta medida, podría decirse que las recientes protestas hacen el balance crítico de una época. ¿Cuáles serían, desde tu punto de vista, los aspectos clave de este balance crítico del proceso progresista y de las formas de organización que se venían planteando hasta entonces en el campo de la izquierda continental?
Pablo Díaz: Pienso que las formas de organización y los ejes clave que plantean las protestas en la actualidad son producto de acumulaciones históricas a nivel político, tanto de las izquierdas como de las fuerzas de cambio del continente, dentro de las que podemos encontrar el campesinado, los movimientos indígenas, nuevos movimientos sociales y movimientos estudiantiles. Son largas olas de acumulación histórica de distintas experiencias en nuestros países que, en el progresismo, tienen una resolución concreta frente a la coyuntura favorable de gobernar las democracias liberales. En ese sentido, me parece que la principal ruptura que están planteando las protestas actuales es “bueno, esta síntesis no nos sirve, no nos alcanza para expresar lo que realmente necesitamos”. Entonces se mueve el tablero, se sacude la estantería para formular una nueva estrategia de ejercicio político.
Quizás una de las cosas que está más cuestionada sea la estrategia del frentismo. El frentismo, en nuestro país al menos, en Uruguay, nace como una forma de capitalizar el auge del movimiento de masas en contra de la guerrilla urbana del Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros (MLN-T). Es el planteo que hace concretamente un dirigente socialista al entonces dirigente del MLN. Pienso que es justamente el surgimiento del Frente Amplio, inspirado en otras experiencias latinoamericanas, lo que busca contener la violencia radicalizada, como venía sucediendo en Venezuela, donde la misma guerrilla se oponía a las fuerzas institucionales de izquierda, que asumían posiciones parlamentaristas. Entonces, esta dialéctica la podemos ver a lo largo de las distintas formulaciones de los canales políticos que se van encontrando en los diferentes países. A veces, no son estrategias que apuntan a potenciar la fuerza popular, sino a prevenir y a capitalizar el ascenso de las luchas populares en torno a orientaciones parlamentaristas, sin lugar a dudas.
El frentismo quiere llegar a un arco más amplio del espectro político-ideológico y, por lo tanto, ganarles a los grupos radicales el espacio político. Esta tendencia la podemos ver en muchas experiencias progresistas que, ojo, también aprendieron del frentismo del sandinismo, el cual podemos ver que fracasó, al igual que fracasó el Frente Zapatista en torno a una experiencia radical. La cuestión del frentismo viene teóricamente e históricamente de la izquierda europea, donde los frentes constituían una expresión del antifascismo. En estos casos, está claro a lo que se opone, pero no está claro lo que se afirma, lo que propone. Esto es lo que sucede a la estrategia electoralista de los progresismos cuando, a través de los frentes amplios, procuran ganar espacios político-institucionales.
El frentismo lleva obviamente a protestas como las de Chile, donde la capitalización del descontento estudiantil y de muchas otras luchas sociales conduce a un desborde de los partidos políticos de izquierda. También fue lo que vimos en Bolivia, en las protestas hacia la perpetuación de Evo Morales en el poder. Y está la cuestión de un gobierno paralelo entre un partido frentista, el MAS, y lo que a mi entender es el “evismo”, es decir, la fuerza más corporativa de los movimiento sociales detrás de Evo Morales. Vi en Bolivia que donde no existían movimientos y sindicatos comunales organizando la vida social, existía un frente amplio. Más blanco, más vinculado a la izquierda.
La ruptura del frentismo como síntesis de la acumulación histórica de los movimientos de masas, de los movimientos clásicos y de los movimientos nuevos en América Latina me parece que viene también acompañada de una ruptura que surge en los pueblos originarios de los Andes, en Ecuador, Bolivia, también en Perú. Fuerzas campesinas que experimentaron en la década del sesenta o del cincuenta, ya con Hugo Blanco en el Valle de la Convención, otro tipo de estrategias de organización política más autónomas, más autoafirmativas. Dichas estrategias refieren a la definición de no delegar el ejercicio político e institucional en un aparato externo, sino construir su propia herramienta política, su propio instrumento, como lo construyó el MAS, pero también como lo construyó el movimiento indígena en el Ecuador, con el Pachakutik. Pienso que las principales rupturas vienen por ese lado, a través de formas organizativas que se cuestionen, a partir de su propia experiencia, que el ejercicio político – incluso en el espacio institucional – no puede ser delegado a un aparato externo.
MC: En relación con la pregunta anterior, pero ahora partiendo específicamente del caso brasileño, yo diría que las sublevaciones populares que tuvieron lugar en Brasil en el año 2013 no se han desarrollado en un espacio de exterioridad absoluta respecto de lo que había sido el ambiente político generado por el ciclo progresista, sino que han desbordado dicho ambiente político. Lo hicieron al proponerse recuperar un conjunto de pautas o de apuestas que el progresismo había banalizado, había aplazado en cierto sentido. Me refiero a la apuesta por la mejoría sustancial de aquellas estructuras destinadas a asegurar el bienestar colectivo: el sistema educativo, el sistema de salud, el sistema de transporte. Estas pautas pudieron recuperarse desde una temporalidad novedosa; una temporalidad que entraba en tensión e incluso en contradicción con los tiempos de progresismo o del reformismo. Tiempos que estaban condicionados por determinadas alianzas, por determinadas políticas económicas, por determinadas concesiones de las cuales dependía la gobernabilidad del Partido de los Trabajadores. Entonces, la movilización de la gente en las calles ha sostenido una prefiguración, una imagen de la transformación social que iba más allá de las mediaciones, de las condiciones que el progresismo había asumido como necesarias para realizar determinado programa popular. Me parece que el desafío que se nos presenta en este momento en Brasil a quienes nos movilizamos en el 2013 –y mediante esta movilización pudimos palpar los límites del progresismo– es el desafío de pensar en formas de organización que mantengan presentes estos horizontes que visualizamos en aquel entonces. Mientras no lo hagamos, la derecha mantendrá su fuerza y su proyección en el espacio de lo político. Lo hará porque, en este momento, no hay un programa popular que suene convincente. Es decir, el progresismo banalizó una agenda histórica sostenida por distintos movimientos populares desde la década de los ‘80. Cuando se recupera la posibilidad de esta agenda, esto sucede en un contexto en el que, por distintas razones, ha sido difícil tramitarlo. Había represión, había una dificultad por parte del mismo gobierno de dialogar en forma creativa con aquellas demandas, etc. Entonces, la cuestión actualmente es esta: hay que garantizar una forma de organización que vuelva plausible la enunciación de un programa popular. Mientras esto no suceda, la agenda regresiva de la derecha tendrá protagonismo. Esta agenda nos plantea básicamente que tenemos que aceptar las condiciones de precariedad que la coyuntura impone y lo único que podemos pedirle al Estado es que nos deje ser explotados, autoexplotarnos y explotar a lo demás tranquilos, sin que nos jodan los delincuentes. Yo te preguntaría cómo evaluás, en Uruguay, la posibilidad de señalar los límites del progresismo. ¿Qué procesos colectivos en Uruguay han permitido determinar dónde se agotó el proyecto progresista? ¿En qué aspectos de su desarrollo en los últimos años el progresismo ha evidenciado su inconsistencia? ¿Qué sujetos políticos han señalado estas inconsistencias y en qué términos? ¿Dónde empiezan a manifestarse temporalidades y formas de actuar que desafían los a priori administrativos a los que la izquierda uruguaya institucional había condicionado la realización de cualquier programa popular?
PD: El contexto uruguayo me parece muy similar al contexto progresista que tu señalas para Brasil, a diferencia de que no existió esa importante ola de protestas. Eso se debe a que, en Uruguay, quizás existen mecanismos más eficientes de Estado que el progresismo ha utilizado a su favor. Esto tiene que ver con la cultura política del Uruguay, que generó un temprano Estado de bienestar a comienzos del siglo XX, con instituciones públicas legitimadas por la sociedad que amortiguaron los conflictos sociales. Este papel también lo cumplió el Partido Comunista del Uruguay, sobre todo a partir de 1956, cuando cambia tanto a nivel de la URSS como en el país la línea política. Dando continuidad a aquella vieja idea del socialismo en un solo país –o sea, en la URSS– y la coexistencia pacífica, se opta por la estrategia de los frentes populares hegemonizados progresivamente por los partidos comunistas. Si el socialismo había que hacerlo solamente en la Unión Soviética, entonces había que contener, frenar, apañar, amortiguar los conflictos que pudieran ser capitalizados por los grupos más radicales, por la guerrilla y por otros aparatos políticos que quisieran canalizar ese descontento.
Yo pienso que el punto de quiebre del progresismo es muy similar en el caso uruguayo y en el caso brasileño. Es decir, hay un desacople entre la agenda del movimiento popular y el partido progresista de corte frentista. Me acuerdo que, estando en São Paulo en el año 2013, más concretamente entre mayo y julio, participando de un curso de formación en la Escuela Florestan Fernandes, del MST, traté de comprender un poco más el conflicto que podemos graficar con el movimiento de Passe Livre. En dicho contexto, Walter Pomar, militante y dirigente del PT, señalaba que no había que confundir esas protestas de nuevo tipo con un movimiento de la derecha. Textualmente decía: “não podemos confundir focinho de porco com tomada. As manifestações da última semana não são da direita, ou fascistas”. Según Walter Pomar, buena parte de las demandas de Passe Livre coinciden con el programa histórico del PT. Él señalaba que la presidenta Dilma tenía dos opciones: o la salida por la izquierda o la salida por la derecha. Y bueno, creo que siete años después podemos ver que no fue Dilma, pero sí la sociedad brasileña que les dio una salida por la derecha a esas reivindicaciones.
Pero en Uruguay no tuvimos ese tipo de protestas, justamente por la existencia de ciertos mecanismos de amortiguación y de prevención del conflicto. Los grupos radicales que fueron perseguidos y capturados durante la dictadura militar posteriormente se sumaron a la estrategia del frente popular que tanto criticaban. Y ahí reforzaron, a partir de 1989, el Frente Amplio, que es una expresión de este frente popular policlasista que promovían los partidos comunistas a partir de la década de 1950. Entonces, es la misma táctica la que se convierte en estrategia. La misma táctica policlasista, frentista, se vuelve estrategia electoralista. El medio deviene en un fin en sí mismo, es decir, llegar al gobierno. No es casualidad que, a partir de 1990, el Frente Amplio deja sus reivindicaciones históricas, se modera el programa político, y empieza un crecimiento exponencial que lo lleva a gobernar durante quince años el país, desde el 2005. Entonces, si la táctica se volvió estrategia, se perdió el horizonte programático. Se volvió a una especie de programa pragmático cuya propuesta no está clara. Ya no es más una propuesta antisistémica, sino una propuesta negociada con las fracciones de la burguesía o la oligarquía que coincidan coyunturalmente con algunos elementos.
En el 2004, fue la concertación para el crecimiento lo que le permitió al Frente Amplio ganar las elecciones con un programa anti-crisis. Un programa post-crisis económica.Coyunturalmente, durante sus quince años de gobierno, el progresismo sigue con esa táctica devenida en estrategia. Pragmáticamente, se realizan distintas alianzas con fracciones del ejército, del capital multinacional, del sistema financiero, como una especie de corcho que flota adonde vaya la corriente.
Los puntos de quiebre son señalados apenas en Uruguay por algunos movimientos sociales que podemos caracterizar como nuevos movimientos sociales que desbordan a los movimientos clásicos. Desbordan al movimiento estudiantil, al movimiento obrero y también al movimiento de cooperativistas de vivienda que es importante en el país. Estos nuevos movimientos sociales, podemos identificarlos en el ámbito de los derechos humanos, la reivindicación de los desaparecidos, los perseguidos, los exiliados, los asesinados políticamente por la dictadura cívico-militar – agenda que el Frente Amplio no logró atender para nada. Otro frente que también se destacó es el feminismo y las identidades de género, que también tomaron las calles, desbordando las políticas de género y los nuevos derechos que ha consagrado el progresismo, sobre todo con una fuerte denuncia a partir de los femicidios y la inacción por parte del gobierno progresista en contenerlos. En tercer lugar, está el movimiento ambientalista, que también fue muy contenido por el progresismo. Recién se logró desbloquear el movimiento ambiental a partir del segundo período de gobierno del progresismo, luego de implantar megaproyectos celulósicos en el país, a los cuales se había opuesto antes de asumir. El Frente Amplio fue adaptando su discurso y su estrategia para realizar la mayor extranjerización de la tierra en la historia del país y operar concesiones de zonas francas como nunca habían existido en el Uruguay.
Por lo tanto, en estos tres frentes de lucha –feminismo, derechos humanos y ambientalismo– fueron señalados los límites o los puntos desafiantes que el progresismo no iba a cumplir. Estas cuestiones cambian a partir de la asunción del gobierno de derecha, pero estos temas serían de otra conversación, ya que se complejiza aún más el contexto. En síntesis, pienso que es el mismo problema el de los progresismos brasileño y uruguayo. Es decir, con esta estrategia frentista acumulada históricamente, al calor de movimientos de masas en auge en la década de los 60 y los 70 en América Latina –pero también en los progresismos de la primera y la segunda década de este siglo–, lo que se plantearon determinadas fuerzas políticas fue la tarea de contener a los grupos más radicales, a los movimientos más antisistémicos. Se trata de una tarea estatalizante y estatalizada que consiste en constituirse en un muro de contención para las fuerzas radicalizadas, las fuerzas antisistémicas. Y a la interna, el desafío es disputar la hegemonía. En otras palabras, estamos hablando de sectores que son frentistas y que, al mismo tiempo, disputan la hegemonía dentro del frente policlasista. Me parece que así se puede explicar la buena lectura de Walter Pomar frente al movimiento de Passe Livre en São Paulo, pero también la pésima lectura de Dilma Rousseff del momento que estaba viviendo, de ser cuestionada no por la derecha, no por otro sector del progresismo que disputa la hegemonía dentro del frente policlasista, sino por grupos y movilizaciones masivas antisistémicas. Creo que los progresismos deberían adoptar esta clave de lectura para poder repensar o actualizar su agenda política frente a la nueva coyuntura.
MC: Hubo una época en la que el capitalismo pudo no sólo incorporar sino también incrementar nuestras expectativas de bienestar, con el aumento de los salarios en las ciudades y la ampliación de los derechos laborales. Aunque, en los hechos, estos avances se destinaban a pocas personas, el capitalismo sostenía una promesa de que era posible incorporar a toda la gente en su diagrama de bienestar. Sin embargo, hoy en día el modo de producción se muestra cada vez más incapaz de absorber nuestras demandas por mejores condiciones de vida. Es decir que, actualmente, hay una tendencia al repliegue de las expectativas de una vida mejor bajo capitalismo. En el período en que vivimos, hay muy poca esperanza en cuanto a nuestra capacidad de ahorrar y tener una existencia tranquila. La frustración es constante. Quizás por ello el tono general de las sublevaciones políticas expresa un cuestionamiento antisistémico muy fuerte, lo cual puede alimentar tanto a los movimientos de derecha, representados por figuras como Trump o Bolsonaro, como de izquierda. A la larga, los movimientos de derecha siempre terminan revelando que su función no era otra que justificar el acaparamiento de los recursos por parte del capital organizado y profundizar la explotación laboral. Por otra parte, la construcción de estrategias y organizaciones más permanentes, como los partidos o incluso los movimientos sociales, parecen encontrar menos condiciones para desarrollarse. La inestabilidad de la vida bajo capitalismo se manifiesta en el repliegue de la capacidad de la gente para involucrarse y tomar parte en procesos organizativos más perennes. Es cierto que no se puede desprender las condiciones de posibilidad de la movilización política únicamente del análisis de las dinámicas actuales del capitalismo. De todos modos, me parece que dicho análisis nos deja intuir qué se puede esperar de cara al futuro. Y, en efecto, lo que podemos esperar es lo que ya estamos viviendo. Las protestas populares recientes en los Andes, pero también la Primavera Árabe, el 2013 brasileño y las protestas en contra del asesinato de George Floyd a manos de la policía, todas esas movilizaciones contienen elementos insurreccionales. Se trata de revueltas que se proponen no solo cuestionar al poder gobernante, sino también destituir autoridades políticas en el seno del propio movimiento, reemplazandolas por otras. Lo interesante es que, si seguimos esa interpretación, podríamos decir que, lo queramos o no, los conflictos y las insurrecciones serán cada vez más frecuentes. Es lo que va a pasar, sí o sí. Todo lo demás, es decir, el programa planteado por esas insurrecciones, su capacidad de permanecer en el tiempo y sus enunciados políticos fundamentales van a depender, eso sí, de un trabajo más organizado. Mi pregunta es la siguiente: ¿te parece que es correcta esta interpretación que anuncia el advenimiento de un período de insurrecciones? ¿O, alternativamente, es otra cosa lo que se está manifestando en las múltiples “primaveras” que han marcado las dos primeras décadas del siglo XXI?
PD: Coincido con este análisis. Pienso que los conflictos están instalados, sí o sí. En el caso del Uruguay, se intenta prevenir estos conflictos. Hay sectores que hablan del riesgo de la “chilenización”. Tanto la “chilenización” del abajo como la “chilenización” del arriba. Es un país que busca la amortiguación del conflicto históricamente. El progresismo también ha ocupado esa función. Como les decía, los grupos que en la década de 1960 eran radicales, como el Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros, estuvieron en el gobierno del Frente Amplio al cargo del Ministerio de Defensa, del Ministerio del Interior, de la Dirección de Inteligencia. Ellos perfeccionaron los mecanismos represivos y de inteligencia en base a su experiencia político-militar pasada, refuncionalizando esas herramientas para prevenir y domesticar los conflictos.
La Primavera Árabe también generó toda esa ola de indignación y de elaboración de alternativas político-partidarias. Algo similar sucedió en Europa, como en el caso de España. Una de las consignas que analiza Maria da Gloria Gohn dice “nosotros no somos antisistema, sino que el sistema es antinosotros”. Esto está claro. Muchas de las primaveras no desarrollan o no elaboran previamente un programa. Algunas sí elaboran un programa, como en el caso del grupo de Passe Livre, que mencionamos anteriormente. En el contexto ecuatoriano, la CONAIE efectivamente desarrolla un programa al calor de la primavera del 2019; un programa súper detallado para salir de la crisis. En cambio, muchas de esas protestas no desarrollan efectivamente su programa ni tienen una organización previa. Creo que es más cierto que nunca eso de que se va a ir haciendo camino al andar, se van a ir construyendo instrumentos organizativos a medida que el pueblo que sale a la calle se auto-reconoce en esas protestas y ve con qué fuerzas cuenta. Esto se parece a la experiencia de San Vicente de Caguán, donde las FARC reconocían a sus propias columnas. El tiempo de paz le permitía reconocer con qué fuerzas contaba, porque a veces ni siquiera la dirigencia sabía cómo estaba constituido su propio ejército. Es algo así: se trata de formar filas para saber con qué fuerzas cuenta el pueblo, para dar qué batallas y para ver cómo ajustar, articular y coordinar de otra manera sus demandas, sus aspiraciones de calidad de vida, intentando ir más allá de la experiencia frentista que asumieron los progresismos.
Vemos que la estrategia del frente tiene sus limitaciones. Muchas veces un frente puede ser algo táctico, pero no algo estratégico. En el caso de Bolivia, podemos ver claramente un frente antifascista a partir del golpe blando. En dicho contexto, escuchamos a un Felipe Quispe, adversario histórico de Evo Morales, convocando a votar por Luís Arce, pero sobre todo por David Choquehuanca. Él consideró que David Choquehuanca, como expresión de los pueblos originarios, va a lograr reencauzar o mantener cierto control sobre el presidente Luís Arce. En ese indicador –pero también en una cantidad de movimientos sociales no masistas de Bolivia que apoyan la elección de Luís Arce y David Choquehuanca– vemos expresarse una táctica de frente. El frente como táctica, pero no necesariamente el frente como estrategia.
Hay que entender esta nueva etapa de los movimientos antisistémicos en esas tres bandas: por un lado, la derecha; por otro lado, el movimiento antisistémico y, en el medio, ese muro de contención de los progresismos. Esas tres bandas moverán sus piezas de acuerdo a las expectativas de cómo las otras bandas vayan a mover las suyas. Recuerdo algunos análisis de Immanuel Wallerstein en la Primavera Árabe, donde él consideraba que si las movilizaciones antisistémicas fracasaban, podía venir una intervención de Estados Unidos. Efectivamente, fue lo que ocurrió. Entonces, no por miedo a que la derecha capitalice la movilización antisistémica nosotros vamos a dejar de movilizarnos o vamos a dejar de apoyar tácticamente a un frente anti-derecha, como pasó en el caso de Bolivia. Pero en cada contexto, en cada coyuntura hay que hacer un análisis particular de cuáles son las mejores opciones para que el movimiento antisistémico crezca, se fortalezca y permanezca en el tiempo, como plantean ustedes.
Siempre apoyar o votar a los progresismos, en todos los contextos, nos puede llevar al debilitamiento del movimiento antisistémico. Este es un delgado límite que debemos aprender a manejar en cada país, en cada sistema político, en cada sistema de partidos y en cada cultura política de nuestros países sudamericanos, por más que tenemos un desafío en común. Muchas veces, las particularidades y los clivajes locales son irreductibles.
MC: Para iniciar mi comentario, recojo un poco de lo que han mencionado mis compañeros. Por un lado, tenemos la derrota ante la derecha que ha sufrido una corriente que lentamente ha venido describiéndose a sí misma como progresista, que ha tenido su historia de consolidación como proyecto político. Frente a la derrota de este programa electoral en países donde el progresismo fue gobierno, y en otros donde lo ha intentado y no lo ha conseguido –como es el caso de Colombia hasta ahora– se ha levantado la bandera de la internacional progresista. Esta estrategia responde al intento de cooptar el espacio electoral a partir de la urgencia de cambio frente a ciertos temas más redistributivos, que arraigan en una agenda de la justicia social que se despliega dentro de los marcos del liberalismo existente en cada Estado, sin proponer una ruptura esencialmente radical. Por lo tanto, parece haber un intento de demostrar que la dicotomía ya no se establece entre la derecha y la izquierda, sino entre otras situaciones que tienen que ver con agendas vinculadas con el cambio climático o agendas de defensa de la vida en contra de la muerte, como lo pone, por ejemplo, el progresismo colombiano. Ya no se trataría, entonces, de esa vieja dicotomía “izquierda o derecha”. Tenemos a un progresismo que ha estado bastante pautado y chantajeado desde posiciones de centro que se vienen consolidando en el marco del universo electoral. Dichas posiciones vienen intentando presentarse como una alternativa frente a los comicios que probablemente se van a desarrollar a lo largo de este nuevo decenio. Por otro lado, hemos visto la emergencia de un movimiento popular en muchos países de América Latina, cuyos levantamientos han tenido profundos impactos en las formas en cómo se concibe usualmente la política. Las calles han sido tomadas en movilizaciones que probaron y testearon fuerzas frente a la represión del Estado para esgrimir un malestar al que todavía no se lo termina de nombrar, sino que se lo enlista en varias demandas que no terminan constituyendo la totalidad del cambio o que no plantean un cambio total, de todas las relaciones sociales, económicas y políticas. En esos dos caminos que se abren, uno en el aspecto electoral y otro en lo que podríamos llamar de “una política real”, hay ciertas tensiones que parecen no terminar de desarrollarse. Ya lo hemos visto en los casos de los países del Cono Sur, donde efectivamente el progresismo ha perdido una legitimidad ante las demandas y los deseos colectivos que los llevaron al poder. Por otro lado, quizás en la parte Norte de Sudamérica se está comenzando a radicalizar ese proyecto progresista. Esta división entre parte Norte y Cono Sur no es muy exacta, en realidad, porque Ecuador también forma parte de ese ciclo que está vigente en el Cono Sur, donde se expresa un desgaste del progresismo que es concomitante con sus intentos de volver al poder. En todo caso, quería preguntarte cómo pensar que el progresismo va a conseguir suturar de nuevo esos deseos populares que han emergido en las luchas sociales en las calles o cómo, por el contrario, podría pasar que el progresismo se tensione tanto con las demandas de estos movimientos que termine por perder peso como horizonte político-electoral. Además, te quería preguntar si vos creés que este horizonte electoral progresista siempre va a terminar por traicionar los deseos populares que alguna vez lo respaldaron o las demandas populares que se presentaron durante los levantamientos callejeros. ¿Habría alguna razón para creer que un nuevo ciclo progresista habría aprendido la lección y radicalizaría sus postulados con respecto al liberalismo y al centro, cuya influencia lo ata a las formas de gobierno establecidas?
PD: Empiezo por tu última pregunta. Los progresismos que conozco se han apartado de la agenda de los movimientos populares. Es muy temprano para analizar cuál va a ser el programa de Luis Arce y David Choquehuanca, quienes efectivamente no son Evo Morales y García Linera en Bolivia. Sin embargo, los otros progresismos, sí, se han apartado del movimiento popular, incluyendo Venezuela, Ecuador, Argentina, Paraguay, Uruguay, Bolivia, Brasil, Chile, Nicaragua, México.
Esta internacional progresista que tú mencionas es interesante, porque parece señalar la existencia de dos ciclos progresistas. Lo podemos ver, claramente, con la postura del gobierno mexicano y con la segunda etapa del progresismo semi-kirchnerista en Argentina. Probablemente en otros países se presentará con una impronta mucho más moderada que el primer progresismo. Cada vez más al centro. Justamente por ese juego de tres bandas: si se corren mucho hacia la izquierda le pueden dejar espacio libre a la derecha y si se corren mucho hacia la derecha, el movimiento antisistémico teme que los desgaste. No sé si siempre esto va a ser así, no sé si tenemos a ciencia cierta la idea de que es posible radicalizar a los progresismos, pero a mi entender una enseñanza de la primavera andina es la decantación sobre todo del proceso boliviano – y probablemente ecuatoriano – y del proceso chileno, que están mostrando que por fuera de los aparatos institucionales del progresismo se logra un avance para el movimiento popular y los movimientos antisistémicos, los cuales quedan fortalecidos en los tres casos. En Chile, Bolivia y Ecuador la experiencia del primer progresismo constituye aprendizajes o lecciones que permiten evidenciar los errores cometidos por el movimiento popular cuando, en una supuesta agenda anti-neoliberal, realizaron alianzas o confluyeron con los progresismos durante sus mandatos.
También concuerdo con este planteo de que, con el desdibujamiento de las izquierdas, el progresismo saca partido para seguir alivianando su programa y rebajando los planteos históricos del movimiento popular. Sin embargo, me parece que un elemento favorable en este momento histórico es el cuestionamiento a la izquierda. Por eso, son importantes el proceso boliviano, el proceso ecuatoriano, donde los pueblos originarios no necesariamente acumulan experiencias colectivas desde una cultura de izquierda, sino que ponen también todo su potencial ancestral y autóctono al servicio de la acción política real. En ese sentido, veo que hay una innovación de la cultura política y de los instrumentos políticos que crearon y que ponen a jugar estos movimientos, tanto en Bolivia y en Ecuador, como en Chile, donde el movimiento antisistémico esquiva el muro de contención y participa en las urnas. Esto sucede, concretamente, en el proceso constituyente. Hay esfuerzos que se despliegan por fuera de aquellos partidos políticos que cooptaron, que amortiguaron y que institucionalizaron las fuerzas de cambio. Por lo tanto, pienso que hay una tarea nada menor que consiste en descolonizar lo que entendemos por izquierda en Sudamérica y en América Latina. En esto el zapatismo nos lleva bastante tiempo en la delantera.
Me refiero a descolonizar el marxismo-leninismo, recuperar críticamente la historia de la izquierda latinoamericana e incluso problematizar el término “izquierda”, ¿verdad? Dicho término está muy asociado en la opinión pública y en el sentido común al espectro ideológico y al espectro electoral. Es tan relativo el término “izquierda”, es tan relativo el término “derechas” que es necesario avanzar en la definición afirmativa de qué entendemos por izquierda en cada contexto. Esta resignificación y ese corrimiento de la izquierda hacia otro lugar, en el que antes estaba el centro, genera una confusión ideológica muy importante. Entonces ¿qué afirmamos cuando decimos “somos de izquierda”? ¿Cómo podemos descolonizar la izquierda en el plano de la cultura política?
La contradicción no parece estar por el lado de la izquierda y la derecha. En Bolivia eso es claro con el surgimiento del MAS por afuera de los partidos políticos de izquierda, como instrumento de soberanía política del pueblo. Después, obviamente, se resignifica, luego de la Guerra del Agua y del Gas. Pero estos desbordes insurreccionales son los que explican la capitalización de las fuerzas sociales por parte del instrumento político de los movimientos populares. Entonces, ahí hay un avance hacia otro tipo de coordinaciones no frentistas. Se trata de una vía más autóctona, donde el sindicato explícitamente no fue parte de la polea de transmisión del partido político de izquierda, de la vanguardia partidaria que la organización social debería obedecer y seguir. Me parece que en experiencias de esta naturaleza, encontramos un punto de quiebre con una historia y con una cultura política muy presentes en los partidos comunistas del continente, donde los sindicatos siguen lo que los partidos políticos de izquierda indican. Quizás sea una vía autóctona, quizás sea un elemento de cultura política propia que está en condiciones de dialogar, sí, con otras tradiciones de izquierda, las cuales puedan ser fagocitadas desde nuestras realidades y resignificadas en los proyectos alternativos de transformación social y política.
En definitiva, el corset del izquierdismo nos puede limitar las posibilidades que tenemos de construir nuestros propios utensilios para realizar los cambios necesarios en el momento actual y ante los desafíos que nos plantea esta crisis del sistema.