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¿Tan ejemplar es la Unión Europea?

Fuentes: Rebelión

En los últimos meses se ha repetido hasta la extenuación que la Unión Europea se halla en crisis. En virtud de una moderada paradoja, uno de los signos de que el diagnóstico no va desencaminado lo aporta el hecho de que, al calor de los problemas, han recuperado peso los discursos que concluyen, sin más, […]

En los últimos meses se ha repetido hasta la extenuación que la Unión Europea se halla en crisis. En virtud de una moderada paradoja, uno de los signos de que el diagnóstico no va desencaminado lo aporta el hecho de que, al calor de los problemas, han recuperado peso los discursos que concluyen, sin más, que la UE es un dechado de perfección en un planeta marcado por un sinfín de desafueros.

Bien está que se subraye que las crisis configuran momentos propicios para la creatividad y, con ellos, estímulos poderosos para el cambio saludable. Una y otro a duras penas se abrirán camino, sin embargo, si de por medio no se revela un esfuerzo que, orientado a reconocer cuáles son los problemas reales, huya de la autoadulación. Eso es, por cierto, lo que parecen haber reclamado muchos ciudadanos comunitarios que, desde perspectivas inequívocamente emplazadas en la izquierda, se han inclinado por rechazar el tratado constitucional de la UE.

Para prestar oídos a la opinión de esas gentes, lo primero que conviene hacer es preguntarse si tiene sentido seguir hablando de un presunto modelo de capitalismo social propio de la UE o si, por el contrario, y como parece, estamos asistiendo a una progresiva disolución de aquél en franco provecho del patrón norteamericano y de la competición más feroz. No nos engañemos al respecto: si entre nosotros perviven –y nadie en su sano juicio negará que perviven– muchos de los rasgos de los Estados del bienestar, ello es así antes por efecto de una inercia que viene del pasado que de resultas de un proyecto consciente y contemporáneo. En esa trama, por cierto, cada vez tiene menos sentido afirmar que la UE blande un proyecto de globalización diferente del que abrazan los gobernantes norteamericanos del momento. La cumbre que la Organización Mundial del Comercio celebró en Cancún en septiembre de 2003 reveló bien a las claras cómo la Unión cerraba filas con EEUU frente a las demandas, no precisamente radicales, que llegaban de un puñado de países del Sur. El propio comportamiento de la UE en lo que hace al idolatrado protocolo de Kioto es mucho menos halagüeño de lo que retrata el discurso oficial: las reducciones en la emisión de sustancias contaminantes han sido hasta hoy irrisorias, el designio de comprar cuotas a los países más pobres ha ido ganando terreno y, en suma, no faltan las presiones encaminadas a conseguir que se rebaje el rigor de muchas de las normas establecidas.

Las presiones que acabamos de mentar colocan, por desgracia, en lugar prominente a formidables grupos económico-financieros cuyo ascendiente en la determinación de las políticas comunitarias se antoja cada vez mayor. A quienes gustan de recordar, arrobados, el volumen de la ayuda al desarrollo que dispensa la UE conviene sugerirles que repasen, siquiera someramente, la condición de las prácticas comerciales que esta última alienta. Bastará un botón de muestra: años atrás, la Comisión dio su visto bueno a una directiva que permitió que en adelante los fabricantes comunitarios de chocolate sustituyesen por grasas vegetales un 5% del cacao que empleaban. La medida en cuestión multiplicó espectacularmente los beneficios de las empresas correspondientes al tiempo que arrojó a la miseria, al hambre y, tal vez, a la muerte a centenares de miles de campesinos en el África occidental…

Tampoco parece que haya motivos para consolarse de la mano del recordatorio de que la UE ha asumido sin dobleces la gestación de normas legales llamadas a perfilar un planeta más justo. Quienes al respecto invocan ritualmente el apoyo dispensado por la Unión a la emergente justicia penal internacional harían bien en recordar que en Afganistán, a principios de 2002, cuando se desplegaron soldados pertenecientes a Estados miembros de la UE, esta última bien que se cuidó de garantizar que las autoridades locales no colocarían en manos de los tribunales que nos ocupan a ninguno de los integrantes de esos contingentes.

Acaso lo anterior aporta un retrato razonable de las muchas carencias que marcan una política exterior, la de la Unión, en la que los intereses siguen primando sobre principios que en el mejor de los casos se enuncian retóricamente. Qué llamativo es que los responsables comunitarios prefieran esquivar el nombre de Chechenia cuando se entrevistan con el presidente ruso, callen ante las permanentes violaciones de los derechos humanos en China, transijan con muchas de las aberraciones que Washington ha generado en Iraq o se inclinen por preservar el trato comercial de privilegio que otorgan a un país, Israel, que mantiene una férrea férula colonial en Gaza y Cisjordania. Con estos mimbres, concluir que al amparo de la UE está emergiendo un proyecto filantrópico de abierta confrontación con la inmundicia estadounidense es hacer que las campanas repiquen sin que haya nada que celebrar.