Ahora que las elecciones al Parlamento de la Unión Europea -las mal llamadas elecciones europeas- han quedado atrás, entre nuestros dirigentes políticos siguen arreciando las declaraciones sobre el Tratado de Lisboa. Arrastran en su mayoría un franco alborozo por los progresos registrados en la ratificación del texto heredero del viejo tratado constitucional, acompañado, eso sí, […]
Ahora que las elecciones al Parlamento de la Unión Europea -las mal llamadas elecciones europeas- han quedado atrás, entre nuestros dirigentes políticos siguen arreciando las declaraciones sobre el Tratado de Lisboa. Arrastran en su mayoría un franco alborozo por los progresos registrados en la ratificación del texto heredero del viejo tratado constitucional, acompañado, eso sí, de un inocultable desdén hacia quienes muestran escaso entusiasmo al respecto y en singular hacia los ciudadanos irlandeses que un año atrás decidieron rechazar el texto que nos ocupa.
Uno de los rasgos de la crisis en curso es que, mientras se denuncian algunos de los abusos que han cobrado cuerpo en los últimos años, se mantienen, sin embargo, los asientos legales e institucionales que deben permitir la preservación de esos abusos. No hay mejor retrato de lo anterior que el que aporta el mentado Tratado de Lisboa. Mientras nuestros responsables encomian las eventuales ventajas que aquel deparará en el terreno de una mayor cohesión institucional y política, prefieren olvidar lo que, con certeza, conduce a muchos ciudadanos a recelar del texto: su defensa aberrante de fórmulas desreguladoras que están en el origen, sin ir más lejos, de la llamada Directiva Bolkenstein o de la hilarante propuesta de una jornada semanal de 65 horas.
Las cosas las dejó bien claras el ex primer ministro francés Laurent Fabius, quien en 2005 se vio obligado a subrayar algo llamativo: el tratado constitucional entonces sometido a referendo en su país -las cosas no han cambiado un ápice con el Tratado de Lisboa- se refería al mercado en 78 ocasiones y hablaba de la libre competencia en 27, pero sólo en una oportunidad mencionaba el pleno empleo. Tal y como lo recordó por aquel entonces un colega, el problema mayor del tratado constitucional no era que cancelase todo horizonte de transformación revolucionaria: el problema principal estribaba en que cortaba las alas -lo sigue haciendo el texto aprobado en Lisboa- al proyecto histórico que cabe atribuir a la socialdemocracia consecuente; esto es, el de un Estado que interviene en la economía para garantizar derechos y socorrer a los desvalidos.
Para que nada falte, y sin que nadie muestre indignación alguna, asistimos a una nueva huida hacia adelante: políticos y líderes de opinión prefieren no preguntarse por qué la mayoría de los gobiernos de los Estados miembros de la UE se han inclinado por no convocar referendos en relación con el Tratado de Lisboa. La respuesta, claro, duele: porque tienen sobrados motivos para concluir que en muchos casos sus conciudadanos le darían la espalda a un texto que, dicho sea de paso, y en una farsa más, es en sustancia el mismo que muchos franceses y holandeses rechazaron en 2005.
Ante tantas miserias acumuladas, se impone una conclusión: en condiciones de quiebra de la legitimidad democrática y de descrédito de un modelo económico y social en crisis tras dos decenios de agresiones neoliberales, lo primero que deberíamos hacer es sopesar, en serio, si el Tratado de Lisboa es ese dechado de perfecciones que entre nosotros aprecian, con arrobo, socialistas y populares.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política
http://blogs.publico.es/delconsejoeditorial/221/tratado-de-lisboa-y-desregulacion/