Hoy entra en vigor, con un año de retraso sobre el calendario previsto, el Tratado de Lisboa. Con ello la Unión Europea pretende dar carpetazo a la grave crisis abierta con el rechazo al Tratado Constitucional. Pero lo cierto es que apenas nos cuentan un cuarto de la verdad: muchas de las disposiciones fundamentales de esta reforma no entrarán en vigor al menos hasta dentro de uno, cinco o siete años.
El cuerpo diplomático, las competencias del presidente del Consejo Europeo o del Alto Representante y el nuevo reparto del poder en el seno del Consejo son algunas de las cuestiones que no entrarán en vigor aunque sí lo haga, a partir de hoy mismo, el Tratado de Lisboa.
Tras el «sí» de Irlanda el pasado 2 de octubre y la firma del texto por parte de los dos rezagados, el presidente polaco Lech Kacynski y su homólogo checo Vaclav Klaus, el Tratado de Lisboa entrará en vigor pasado mañana, 1 de diciembre.
Pero, tal y como hemos ido analizando en estas últimas semanas, será una entrada en vigor absolutamente parcial, puesto que muchos de los cambios institucionales y legislativos están sujetos a aplazamientos y ulteriores negociaciones.
Entre hoy y los próximos días trataremos de desgranar cómo es la Unión que tenemos (un conglomerado de intereses muchas veces divergentes y de diferentes velocidades en un mar de cláusulas de salvaguarda, excepciones y políticas a la carta) y cómo toman los estados sus decisiones, porque ésta sigue siendo la clave a pesar de que el Parlamento Europeo ha visto ampliada a más áreas su capacidad de codecisión. Comencemos con el reparto del poder en el Consejo:
Progresos a medio plazo en la toma de decisiones. La toma de decisiones en el ámbito comunitario fue una de las discusiones más arduas y difíciles del Tratado Constitucional, que dejó en herencia al de Lisboa. Se trata, en definitiva, del nuevo reparto del poder en una Unión a veintisiete (o más, en un futuro próximo). La letra del Tratado de Lisboa nos dice que el ámbito de la mayoría cualificada (en el Consejo de Ministros, denominado a partir de ahora sólo Consejo) se extiende en detrimento de la unanimidad, que amenazaba con paralizar la UE. Si bien la mayoría cualificada se convertirá en el procedimiento de derecho común en el Consejo, conviene recordar que no se extiende a todos los ámbitos y políticas. La unanimidad, de hecho, seguirá siendo necesaria para asuntos como impuestos, política exterior, defensa o seguridad social (apuntemos aquí que las abstenciones no impedirán adoptar decisiones por unanimidad a partir de ahora). Conclusión, que la unanimidad no desaparece, sólo repliega posiciones en nombre de la eficacia. Pero dos factores obligan a matizar todo esto, el tiempo y las disposiciones transitorias sujetas todavía a negociación.
El uso cuasi masivo de la nueva mayoría cualificada aprobada para el Consejo «para agilizar las decisiones e incrementar su eficacia» no será inmediato, ni mucho menos. Aunque Lisboa entrará en vigor oficialmente mañana, durante cinco años seguirá rigiendo el mismo reparto del poder que existe ahora, surgido del Tratado de Niza. Sólo a partir del 1 de noviembre de 2014 comenzará a aplicarse, y no siempre, la nueva mayoría cualificada pactada en Lisboa, y habrá un segundo periodo de transición hasta el 31 de marzo de 2017, en el que los estados podrán exigir que se adopte un acto de conformidad con la mayoría cualificada que establece el Tratado de Niza.
En el despiece que acompaña a estas líneas hemos tratado de explicar en detalle cómo queda todo esto y por qué decimos que, en realidad, lo que ha tardado casi diez años en negociarse tardará siete años y medio más en entrar plenamente en vigor (si entra y no hay otra reforma o negociación más o menos encubierta o pública antes).
Y, para no complicar aún más la explicación, baste decir que los baremos de la mayoría cualificada pueden variar cuando en las votaciones no participen todos los estados miembros (porque no todos los estados miembros participan en todas las políticas de la Unión Europea) o el Consejo no actúe a propuesta de la Comisión (que es lo que sucede en los ámbitos de la política exterior y de seguridad común o de la cooperación policial y judicial en materia penal). Vamos, un auténtico lío.
Pero es que hay más, porque para impedir que un grupo muy pequeño de países con muchos habitantes (es decir, Alemania, Francia, Gran Bretaña…) pueda obstruir la adopción de decisiones con unos pocos aliados, se modificarán las minorías de bloqueo ya existentes, y se exigirá que estén formadas, como mínimo, por cuatro estados miembros. En caso contrario, se considerará que hay mayoría cualificada aunque no se cumpla el criterio de población.
Y, para terminar de enredar aún más las cosas, en las negociaciones de Lisboa Polonia impuso que el Tratado aludiera al denominado «compromiso de Ioannina», que se refleja en un protocolo adjunto y sólo podrá ser modificado por consenso. Ioannina permite, en circunstancias excepcionales, suspender o retrasar una decisión de la Unión que genere cierto rechazo aunque no se llegue a la minoría de bloqueo preceptiva. Si alguien lo invoca, el Consejo está obligado a buscar una solución satisfactoria, pero no dice qué ocurrirá si no dan con ella.
Y es que la construcción supranacional es menos federal de lo que las mayorías cualificadas sugieren. La ampliación de los ámbitos en los cuales la toma de decisiones se realiza aplicando mayorías cualificadas y el consiguiente repliegue del uso de la unanimidad debería sugerir un futuro mucho más supraestatal o cuasi federal, pero no es así. De hecho, incluso algunas simbologías básicas que contemplaba el Tratado Constitucional han desaparecido con el Tratado de Lisboa. Los Veintisiete aprovecharon el rechazo francés y holandés para cargarse, entre otras cosas, cosas aparentemente tan inofensivas como la alusión a la bandera y al himno europeos.
Lisboa sí otorga, en cambio, personalidad jurídica única a la Unión, en lo que se refiere a su capacidad para celebrar Tratados o adherirse a organizaciones internacionales. Lo que ha sucedido, de facto, es que desaparece formalmente la tradicional división en comunidades (Comunidad Europea, CECA y EURATOM) y en sectores de carácter intergubernamental (política exterior y de seguridad común y cooperación policial y judicial). Todo ello se comunitariza o comienza a comunitarizarse para conceder a la Unión una personalidad jurídica más explícita que la que tenía.
Además, el label de «Constitución», otro símbolo más de marketing que real, también desaparece con Lisboa, y las reformas de los tratados vuelven al tradicional y opaco método de las conferencias intergubernamentales tras el experimento de la Convención (fallido también en términos de transparencia y acercamiento real a los ciudadanos). Pero el método de las CIG (Conferencias Intergubernamentales) también está en cuestión, ya que el rechazo inicial irlandés a Lisboa mostró que cualquiera puede imponer cambios a los tratados pactados en ulteriores (y aún más secretas) negociaciones. Del mismo modo que Irlanda votó a la segunda un texto distinto al pactado en Lisboa, los estados que lo ratificaron previamente deberían haberlo ratificado de nuevo, al tratarse de un texto radicalmente reformado, al menos, en cuanto al concepto y la composición de la Comisión.
Lisboa entra en vigor, pero no muchas de sus normas, ni tan siquiera el nuevo reparto del poder. El Consejo, los estados, se dan una tregua hasta 2014. Hasta esa fecha una de las claves será como gestiona el Parlamento su reforzado poder de codecisión y cómo le sienta eso a los estados. Entonces se renovará la Cámara y los estados habrán negociado ya el nuevo marco presupuestario.
http://www.gara.net/paperezkoa/20091201/169831/es/Tregua-Consejo