Algo nuevo acontece cuando lo excepcional, como es el ataque terrorista, se desplaza de los márgenes al centro, no solo en un sentido geográfico -de Medio Oriente a Europa- sino, y sobre todo, en la conciencia social que se habitúa a ello. Bajo el signo de la excepcionalidad se construye todo un orden político que […]
Algo nuevo acontece cuando lo excepcional, como es el ataque terrorista, se desplaza de los márgenes al centro, no solo en un sentido geográfico -de Medio Oriente a Europa- sino, y sobre todo, en la conciencia social que se habitúa a ello. Bajo el signo de la excepcionalidad se construye todo un orden político que viene a romper la continuidad de lo anterior. Los recientes atentados de París son muestra de ello. La excepcional cadena de atentados, en la que no podemos dejar de reconocer coordinación a sus autores, deja casualmente la huella de un pasaporte sirio encontrado intacto en la zona de los atentados y ello debe provocar la excepcional, y sin que sirva de precedente, cadena de actos realizados por las fuerzas políticas francesas bajo la gran figura jurídica que normaliza la excepción, el Estado de Excepción . A partir de aquí toda alteración es justificada, la modificación de la Constitución francesa de 1958, el bombardeo de un país extranjero violando normas de derecho internacional, registros indiscriminados en hogares y bases de datos, etc.
Pero la excepcionalidad opera, como ha mostrado el sociólogo francés Jean-Claude Paye, en un nivel previo, el de la aceptación por la sociedad civil de lo improbable, casual e, incluso, incoherente. Todo el orden institucional y social es puesto entre paréntesis gracias a que los actos «propios» o «normales» de los terroristas -para ellos matar es naturaleza, para nosotros sólo excepción- han sido a su vez torpes y bastardos al dejar huellas sobre su origen nacional, religioso y étnico. Me refiero a los documentos de identidad encontrados cerca de los atentados de las Torres Gemelas, Charlie Hebdo y París, a las armas del asesino del Museo Judío de Bruselas, quien las portaba en transporte internacional con la intención de venderlas. Lo increíble o improbable se mantiene bajo el bloqueo crítico producido por la dureza de los atentados -la víctima es un tabú, toda palabra sobre ella puede mancillarla, se convierte en una región que proscribe la crítica- y llega a instaurar un discurso que se hace coherente bajo los jalones de lo excepcional. Jalones que cuando aparecen inauguran una nueva cadena de actos que serán recordados perfectamente por los ciudadanos. Así pasamos de los pasaportes, al levantamiento popular, al estado de guerra, al derrocamiento del dictador y, por fin, a la reinstauración del honor de las víctimas con el tan musulmán -excepcionalmente nuestro- ojo por ojo, diente por diente . Todo esto en un rápido zumbido histórico antes de volver a la normalidad. Pues parece que la historia y el tiempo se aceleran durante estos periodos, será por la cantidad de información o la desmesura de los números que todo va tan rápido, o será por la falta de preguntas criticas por lo que no nos paramos a pensar y evaluar lo excepcional. Sea como fuere todo pasa tan aceleradamente que en pocos meses el suceso será recordado a partir de unos pocos ítems que hasta el más desmemoriado no podrá olvidar.
La pregunta donde hemos de detenernos es aquella que versa sobre el bloqueo de la crítica. Es un tópico acertado decir que la interconexión y aceleración del mundo donde vivimos facilita lo imprevisible y desmesurado, como el accidente macabro o la maravillosa participación colectiva, pero es menos frecuente hallar su origen en el exceso de racionalidad. En el mundo global ha triunfado el hábito cultural de la racionalización extrema que busca normalizar, traducir el cosmos social y físico en leyes. Engreídamente no aceptamos que nada escape a nuestro control. Pero, como sabemos, a más sentido de dominación menos tolerancia a lo absurdo e imprevisible, a lo irracional que es sinónimo de descontrol, como el cáncer, el terremoto, el terrorismo o, la gran «x», la muerte.
Aquello que llamarón los clásicos «contingencia» es justamente lo que queda al margen de la razón, no habiendo más remedio que vivirlo entre el intento de olvido y la previsión paupérrima, la paranoia colectiva y el miedo atroz, el deseo de conquista y, por supuesto, el uso de sinónimos y eufemismos por aquello de que la palabra invoca. Tal es el protagonismo de estos márgenes sobre la razón central. Octavio Paz habló de «accidente» al referirse a esa irrazón insoportable y Baudrillard de «un demonio maligno que está ahí para hacer que esta hermosa maquina [racional] se descomponga siempre». Este déficit crítico ante los atentados se debe a la presentación mediática de los mismos como carentes de razón política o histórica, frutos de excepcionalidades inexplicables y de autores caprichosos e imprevisibles. Es por esto que el atentado nos puede parece más cercano a una catástrofe medioambiental que a un acto político explicable por causas históricas y políticas, y el terrorista nos recuerda más al loco, al viejo dios maligno o al fantasma, figuras que por antonomasia escapan a la racionalidad, que a un militante político,
Lo inaceptable de los atentados de Paris es la injusticia y las víctimas pero antes de nada, lo inaceptable por la razón es la parte maldita de este mundo, lo imprevisible que, como los viejos dioses vengadores, se muestra ahora bajo la figura del terrorismo, lo azaroso y descontrolado. No hay palabra que lo justifique, como no la hubo para los pueblos que bajo la ira divina pusieron al margen su régimen de normalidad, se lanzaron al desierto o al sacrificio expurgatorio de los suyos. No hubo espacio para la reflexión y no parece haberlo ahora, porque el terrorismo se asemeja a esos viejos dioses ajenos a la razón y ante los que no vale el cálculo. Pero ese es el reto de la misma razón, volver a la crítica de lo excepcional sacando del tabú a las víctimas. Politizar un acto tan político como un atentado terrorista es necesario, discutir y dialogar hasta desentumecer las mentes.
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