Islandia, irremediablemente, está apareciendo en ciertos medios más de lo habitual. La resistencia de su población a pagar la crisis ha conseguido grandes logros, pero no se ha seguido ni de lejos como las revoluciones en el mundo árabe. Quizás porque pueda ser un modelo más fácilmente identificable y reproducible para la clase trabajadora en […]
Islandia, irremediablemente, está apareciendo en ciertos medios más de lo habitual. La resistencia de su población a pagar la crisis ha conseguido grandes logros, pero no se ha seguido ni de lejos como las revoluciones en el mundo árabe. Quizás porque pueda ser un modelo más fácilmente identificable y reproducible para la clase trabajadora en Europa.
Pero ya van dos referéndums seguidos en los que gana el «No» a pagar la deuda generada por unas entidades privadas regidas por los principios del neoliberalismo más ortodoxo. Y la situación se vuelve cada vez más preocupante, sobre todo para los gobiernos y bancos acreedores (Holanda y Gran Bretaña) y empieza a tener una repercusión notable.
Islandia fue la primera gran quiebra de esta crisis: en 2008 anunció la bancarrota, cuando hasta hacía un año era uno de los mejores países del mundo para vivir. Su burbuja inmobiliaria había estallado, 13.000 viviendas fueron embargadas -en un país de 305.000 habitantes- y decenas de miles de familias entraron en situación de pobreza.
La crisis, al igual que a nivel mundial, se venía gestando desde hacía muchos años. Islandia había sido un país medianamente rico, con un nivel de vida elevado y un «estado del bienestar» al estilo de los países escandinavos. Pero, sobre todo desde finales de los años 90, el crecimiento comenzó a basarse en la economía bursátil y la actividad especulativa. Islandia se convirtió en un experimento, de llevar al extremo las medidas económicas neoliberales. No en vano, el mismo Milton Friedman visitó varias veces la isla para alabar las bondades de su reestructuración económica. La desregulación, privatizaciones y libre circulación de toda clase de activos financieros fueron llevadas al extremo.
Así, la banca islandesa (privatizada en el año 2000) se dedicó a financiar empresas hipotecarias, especialmente en Reino Unido y Holanda, a intereses muy altos. Las entidades financieras crecieron de forma descomunal, pero cuando estalló la crisis se destapó una deuda que supera en 4 veces el PIB de Islandia. El gobierno nacionalizó los tres mayores bancos del país, pero no avaló las deudas que éstos habían contraído mediante sus filiales en otros países.
Se calcula que el pago de la deuda equivale a unos 60.000 euros por habitante, lo cual es completamente inasumible. La movilización social consiguió en 2009 que dimitiera el presidente Geir Haarde (del partido conservador) y se convocaran elecciones anticipadas. El nuevo gobierno socialdemócrata encabezado por Ólafur Ragnar Grimsson ha convocado dos referéndums (en el segundo variaban las condiciones de la deuda) para que las y los ciudadanos decidieran si se debía aprobar la ley que daba luz verde al pago de esa «deuda odiosa». En el primero votó en contra un 90% de la población; en el segundo, a pesar de que el gobierno pedía el «Sí» y de que las condiciones del pago eran más flexibles -menor interés y a más largo plazo-, de nuevo un 60% se pronunció en contra de asumir la deuda de los especuladores.
Durante todo este tiempo se han sucedido las protestas; manifestaciones como las que vivió Argentina en 2001, caceroladas reclamando acceso a los alimentos -cuyo preció se volvió desorbitado por la inflación-, la policía usando gas lacrimógeno por primera vez desde 1949, etc. Sin duda, movilizaciones masivas, pero a la vez bastante lejos de lo ocurrido en países como Grecia o Francia, donde la clase trabajadora ha organizado varias huelgas generales en pocos meses. Parece difícil creer lo mucho que han conseguidolas y los islandeses -forzar la dimisión de un gobierno, convocatoria de referéndums a pesar de los chantajes del FMI y las agencias de calificación, etc.- con luchas menos intensas que las de Francia o Grecia, donde de momento las medidas de ajuste siguen adelante.
Podrían examinarse varios factores. A primera vista, parecería que la clase política islandesa es más sensible a la presión social. Incluso la socialdemocracia estaría bastante más a la izquierda que en el resto de Europa. Podemos escuchar declaraciones del presidente Grimsson como: «Las antiguas condiciones de pago eran muy injustas; las nuevas son mejores, pero si los islandeses van a tener que cargar con una deuda de sus bancos deben tener derecho a decidir. Islandia es una democracia, no un sistema financiero» (sobre el segundo referéndum). Pero realmente, las políticas aplicadas en los últimos años dejan claro que la política en Islandia estaba regida por los principios neoliberales que imperan en el resto de países.
Es más probable que Islandia, al ser una economía menor, fuera de la eurozona y no influir tanto en la economía europea, no esté siendo tan presionada por las clases dominantes para aceptar los planes de ajuste. Entre otras cosas, porque si estallaran conflictos de mayor dimensión, con grandes huelgas, cada vez costaría más silenciar estas protestas y podrían terminar contagiándose. Pero, aún así, las agencias de calificación -las mismas que valoraban el sistema financiero islandés con la máxima nota hasta justo antes de la crisis- siguen amenazando con bajar la nota de los bonos tras la victoria del «No».
Es posible que se deje cierto margen de actuación y de democracia a Islandia. Pero también es posible que, bajo la presión sobre todo de los gobiernos británico y holandés, la población islandesa sea forzada a asumir los costes de la deuda que generaron los bancos privados en el extranjero con el beneplácito de esos mismos gobiernos, el FMI y el Banco Central. En esa situación, sería difícil prever la respuesta de la clase trabajadora islandesa.
A pesar de que políticamente Islandia es un país poco conocido y sin demasiados episodios convulsos en su historia, en los años 30 hubo un movimiento de masas que desafió al estado y consiguió grandes conquistas. A comienzos de 1932, el Partido Comunista lideraba una campaña contra los recortes salariales y contra la pobreza, junto a sindicalistas, socialdemócratas y obreros no sindicados. Reclamaban, asimismo, comida, gas y electricidad gratis para los y las desempleadas. La respuesta inicial de las autoridades fue la negación absoluta de sus reivindicaciones, aduciendo que el desempleo era provocado por los sindicatos que presionaban a la gente para no aceptar trabajos por sueldos de miseria.
Hubo decenas de detenidos en las primeras semanas, lo que provocó marchas y concentraciones masivas frente a la cárcel de Reykjavik. A finales de marzo, los prisioneros fueron liberados, pero la lucha continuaba. Se convocó una protesta masiva para el día 9 de noviembre en la ciudad de Gúttó, cuando habría de firmarse la ley de recortes salariales. La respuesta fue arrolladora por parte de la clase trabajadora; se consiguió entrar en el consistorio y forzar a los gobernantes a desechar el proyecto de ley.
Al igual que ahora, se consiguió expulsar a un gobierno que trataba de imponer durísimos recortes a las condiciones de vida de la clase trabajadora islandesa. Pero esto se consiguió en condiciones mucho más desfavorables, con una economía subdesarrollada y un país apenas industrializado. Hoy, con la confianza de haber conseguido ya varias victorias, la resistencia podría ser mucho mayor.
En cualquier caso, Islandia está siendo un ejemplo de cómo lograr que la crisis no la paguen los de siempre. La enorme legitimidad que tiene esta idea entre la clase trabajadora de toda Europa hace que lo que ocurra allí tenga especial relevancia por la posibilidad de contagio y de solidaridad. Debemos seguir trabajando para difundir esta idea, a la vez que animamos las luchas que se están dando por toda Europa.
Dani Bravo es militante de En Lucha / En lluita
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