Las revueltas sociales del siglo XXI cada vez me recuerdan más a las jacqueries medievales. No constituyen protestas en contra de la sociedad, ni estrategias para revolucionar el sistema. Se trata más bien de demandas de entrada y de integración en el sistema social, puesto que ahora el sistema, más que integrar, excluye. En Francia, […]
Las revueltas sociales del siglo XXI cada vez me recuerdan más a las jacqueries medievales. No constituyen protestas en contra de la sociedad, ni estrategias para revolucionar el sistema. Se trata más bien de demandas de entrada y de integración en el sistema social, puesto que ahora el sistema, más que integrar, excluye.
En Francia, más que en cualquier otro lugar, la exclusión se ha vivido siempre como un drama existencial, porque la sociedad estuvo siempre muy politizada, y también porque el discurso igualitario republicano ha echado fuertes raíces en las mentes de todos los que han pasado por la escuela (no hay crucifijos en las aulas, y las fachadas de los edificios públicos siempre recuerdan el triple lema de Libertad, igualdad, fraternidad).
En el caso actual, esta exclusión procede de una variedad de circunstancias con efectos destructivos: alcanza a las capas sociales más débiles, y en particular a los llamados hijos de la segunda generación de la inmigración. Esta fórmula muestra la evolución de las mentalidades en Francia: en principio, y respetando las normas republicanas, estos niños, estos jóvenes, estos hombres y mujeres nacidos y educados en Francia, son franceses; pero esta misma fórmula subraya que no son considerados así por los franceses de origen y que estos hijos de la inmigración tienden a asumir la condición de no ser de ninguna parte.
A esto hay que añadir la exclusión urbana: Europa entera cambió para los inmigrantes las chabolas en ciudades dormitorio de la periferia, donde incluso la policía tiene miedo a aventurarse. En Francia, estos territorios perdidos de la República son el crisol de todos los odios y de todas las amarguras sociales.
Si a esto añadimos un racismo muy fuerte en la contratación laboral (si usted se apellida Mohamed o Diop, tiene muchos números para que ni siquiera le convoquen para una entrevista de trabajo); y añadimos también la incapacidad ahora comprobada de los centros escolares para garantizar la promoción social por medio de la educación de los hijos de las capas desfavorecidas de la población, se obtendrá esta situación potencialmente explosiva.
CUALQUIER accidente puede prender la pólvora. Esto es lo que ocurrió con las declaraciones intempestivas del ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, quien lleva, desde hace tres años, saliendo de caza por los predios electorales de la extrema derecha: insultó a los barrios de la miseria y dio rienda suelta a su policía, que utilizó más la porra que la prevención. El Gobierno de izquierdas había creado la policía de proximidad para prevenir antes que castigar. Sarkozy suprimió la prevención y avivó la ira contra estos jóvenes excluidos. Toda esta dramaturgia social actúa con un telón de fondo hecho de liberalismo económico que hace de la competencia salvaje entre los más desfavorecidos la regla de la vida cotidiana.
Y estalló todo. Y aún no hemos terminado. ¿Podrían estas revueltas extenderse a otras partes, a otros países? Puede ser, ya que las mismas causas producen idénticos efectos.
En Gran Bretaña las peleas entre pobres, calificadas de interétnicas, son corrientes, y a menudo acaban en llamas. En Estados Unidos la no integración de hispanos y negros provoca explosiones urbanas con cierta regularidad. En Alemania la situación es muy tensa, y los incendios de viviendas de inmigrantes ocurren con frecuencia. En Holanda y Bélgica los conflictos de identidad pueden encender el odio en cualquier momento. En Italia los problemas de integración son inmensos, pero la tradicional porosidad de la sociedad permite de momento disimular la marginalidad de los nuevos pobres.
Y finalmente, España como gran interrogante. La llegada masiva y rápida de los inmigrantes plantea el problema del derecho a la residencia y a la nacionalidad. Pero la demanda de integración es muy fuerte. La cólera que surge del racismo y de la exclusión urbana que hay en el país puede ser neutralizada a través de una verdadera educación ciudadana. La regularización masiva de los inmigrantes sin papeles de junio del 2005, desde este punto de vista, contribuyó fuertemente a calmar los ánimos.
SIN EMBARGO, queda mucho trabajo por hacer para una integración social. No será fácil, ya que la inmigración en España, desgraciadamente, se ha convertido en una apuesta política. Lo que está claro es que los guetos que ya existen en todas las grandes ciudades no ayudan a facilitar el acceso a la ciudadanía a todos.
La responsabilidad de las élites dirigentes será aquí totalmente determinante: si éstas se toman en serio las cuestiones relacionadas con la integración, podrán evitar el guión de lo que ha ocurrido en Francia. Y lo que es más importante: pronto llegarán al mercado de trabajo español los hijos de los inmigrantes. Será difícil imponer a estos ciudadanos completos las condiciones de vida que hoy se infligen a sus padres.
La exclusión social provoca siempre iras explosivas. El caso francés muestra que esa exclusión constituye también un desafío a la democracia. ¿»De qué sirve –se preguntaba Bertolt Brecht— la libertad, si no tengo nada en el estómago»? Para el ciudadano educado, la respuesta está clara: sirve para luchar pacíficamente por tener algo que llevarse al estómago. Sin embargo, para los excluidos que han perdido incluso la noción de su propia ciudadanía, la rabia constituye a menudo la última arma. Una lección para todos.
Traducción de Caroline Rouquet.