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Una visita al hábitat de los empleados públicos uruguayos

Fuentes: Rebelión

Habiéndonos jubilado en Suecia, por algunos años trabajados allí, las autoridades jubilatorias correspondientes exigen una fe de vida anual para seguir pagándonos.

Generalmente, uno concurría con el documento de identidad ante cualquier instancia consular y sin trámite ni pedido de audiencia, uno obtenía dicha certificaciòn, con el documento de identidad y la persona, viva, allí delante.

Pero la pandemia oficial nos  dejó fuera de las rutinas con que habíamos tramitado esto antes.

Este año, tenemos que solicitar la certificación de que estamos vivos, en Uruguay. Ya lo habíamos hecho en años anteriores, ante la Policía.

(Las autoridades jubilatorias suecas señalan que podemos certificar que estamos vivos ante autoridades consulares suecas o civiles o policiales del país en que uno vive).

Pero este año la Policía nos informa que han dejado de hacer tales verificaciones por orden superior.

En Pîriápolis, no hay tantas opciones; hay una oficina del Poder Judicial, que encarna funciones judiciales y ejecutivas, lo cual se explica por las magras dimensiones poblacionales, de la localidad y el país.

Pedimos en horario que refrenden que estamos vivos; basta verificar los números de nuestras cédulas de identidad, las fotos y vernos a nosotros, de cuerpo entero.

El empleado que procura atender y entender nos confiesa, luego de mirar el papel, que nunca lo han hecho. Le comento que probablemente la gente iba antes a la policía, como nosotros. Llama a la comisaría que de inmediato reclama un teléfono nuestro, supongo que para saber quiénes somos, aunque dice que para ver si en la tarde nos llama. El policía telefoneado se habrá enterado en el ínterin de lo que ya dijimos nosotros, que ya no lo hacen. Obviamente, no llamará nunca.

Junto con el empleado solícito, pero impotente, curioso pero apurado, se fue desplegando la fauna oficinesca que ha hecho las delicias de  Gasalla, por ejemplo, o Benedetti. La rubia con auténtica rubiez de peluquería repetía  como una letanía que no, que no podían, que no tenían autoridad, que no les correspondía, que nunca lo habían hecho, que no tenían juez −como si tuviera que ser un juez quien firmara la constancia de que estamos vivos−. Era imposible dialogar, porque el no de la modelo Gasalla retumbaba en el recinto, bloqueando al solícito y dificultando otros abordajes de empleados mejor dispuestos. Alguien que como nosotros, estaba del lado ajeno del mostrador nos dijo en voz baja: −ya van a ver que no es tan fácil conseguir… ja! ….

Pese a cierta buena voluntad de una tercera integrante del plantel, que apenas se hacía oír,  la ignorancia, la indiferencia, el miedo a lo desconocido y cierta oclusión espiritual fue más fuerte… Después de casi media hora de explicaciones, llamadas telefónicas, fotocopias, evasivas nos brindaron un último consejo: que fuéramos a obtener dicha constancia de un médico o de un escribano… Les tuvimos que aclarar que el banco de previsión social sueco pedía la fe de vida refrendada por autoridad pública, civil y que pagar a un escribano en el país donde había tantas oficinas públicas, era insensato.

El solícito nos despidió asegurándonos que ellos tenían menos desidia que la que íbamos a encontrar en otras oficinas… premio consuelo, porque nos tuvimos que ir sin lograr verificar que estábamos vivos.

Tanta impotencia, tanto burocratismo vacuo, tanta pérdida de tiempo, tanto recelo, ante formularios impresos con textos claros en castellano, en medio de textos de una sola línea escritos en varias otras lenguas, dan razón a la máxima de Mario Benedetti de que Uruguay es la primera oficina pública elevada al rango de república y a la convicción que José Batlle y Ordóñez se equivocó terriblemente con su voluntad eurocentrista y modernosa para este rincón del planeta, que no era un país europeo y que, por las condiciones coloniales o neocoloniales y periféricas, cultivó, con patéticos resultados, el sueño del hijo empleado público, con su oscura aurea mediocritas. No hay más remedio que darse cuenta que el Uruguay, durante buena parte del siglo XX conformó una cultura del no hacer, del no comprometerse, tener un sueldo seguro; no esforzarse, solo pasarla bien.

Cuando escuchamos a nuestros representantes “cacarear” sobre nuestra modernidad, nuestros adelantos tecnológicos, nuestra cultura de avanzada, nuestra civilidad, en tanto ignoramos la extranjerización de nuestro territorio pese a la invocación recurrente de nuestro acendrado amor a la tierra; el ascenso de lo militar y la impunidad consiguiente en un país que se precia ya no de civil, sino de civilista;  de cómo los dirigentes políticos y empresarios están entregando el país entero o a pedazos a transnacionales y a la contaminación, bajo la coartada de modernizarnos y con “grado inversor”,  uno puede empezar a preguntarse qué es lo que huele a podrido y no precisamente en Dinamarca.

La burocracia aquí forjada fue tuerta de nacimiento. No miraba el país, ni lo conocía; miraba a la capital. Esa constitución no será igualitaria, aunque se proclame democrática. Será formal, carente de sentido común (si no está reglamentado), con un miedo cerval a salir de línea, a “meter la pata”: su máxima será el “no te metás”.

Llamativa caparazón de defensa en una burocracia que, a diferencia de lo que siempre se dice de la zarista o la soviética, no sufre represión, ni está bajo el terror (ni siquiera administrativo). Si el empleado público uruguayo tuviera miedo, no se tomaría pausas de descanso de hora y media cuando la reglamentaria es media hora.

En la espera, se han juntado otros ciudadanos. Sus comentarios son reveladores: −hay que esperar, aguantar y poniendo una sonrisa al entrar, para que te atiendan; viven a dos cuadras y tardan hora y media para comer; habría que ponerle pico y pala en la mano para que sepan trabajar…

Para cobrar unas chirolas de una diminuta jubilación conseguida con diez años de trabajo en otro país, el aparato administrativo público uruguayo, con sus BPS, sus oficinas de Registro Civil, y tantas otras estructuras del estado, no puede certificar, estando nosotros de cuerpo presente, con los documentos uruguayos respectivos que lo corroboran, que nosotros estamos vivos.

Una escena formidable para un grotesco rioplatense. Felicitaciones a sus involuntarios autores.