El pasado viernes 26 de octubre el Consejo de Ministros aprobó el Real Decreto de Ordenación de Enseñanzas Universitarias, dando así lugar al «nacimiento de una nueva universidad». Son muchos los cambios que se introducen en el sistema universitario español, siendo el más llamativo la desaparición de las viejas diplomaturas, licenciaturas y doctorados, y su […]
El pasado viernes 26 de octubre el Consejo de Ministros aprobó el Real Decreto de Ordenación de Enseñanzas Universitarias, dando así lugar al «nacimiento de una nueva universidad». Son muchos los cambios que se introducen en el sistema universitario español, siendo el más llamativo la desaparición de las viejas diplomaturas, licenciaturas y doctorados, y su sustitución por el que dice ser un sistema más flexible: grado y posgrado, dividiendo este último en máster y doctorado. Esta reforma trae causa de la Declaración de Bolonia, llamada así porque ése fue el lugar elegido por los mandatarios europeos en 1999 para poner en marcha el Espacio Europeo de Educación Superior. Un espacio en el que converger para igualar los títulos europeos y competir así con los mejores sistemas universitarios del mundo (el estadounidense, se entiende).
La filosofía que preside este proyecto bien puede resumirse en la búsqueda para los universitarios de una «formación general orientada a la preparación para el ejercicio de actividades de carácter profesional». No hace falta ser un experto para notar la incompatibilidad que existe entre la pregonada formación general y la demanda del mercado de contar con profesionales cada vez más especializados en materias cada vez más concretas y específicas. La consecución de una formación general y humanista -labor clásicamente encomendada a las universidades- resulta ajena a lo que el mercado demanda. En la tensión entre formación integral y máxima especialización ha vencido esta última, relegando a las universidades al papel de «altas escuelas profesionales». Prueba de esta victoria es la reducción del grado de cinco a cuatro años. Se alega que con cuatro años ya se ha obtenido la formación necesaria para la incorporación al mercado laboral. Si esto fuera así, entonces cabría preguntarse por qué Medicina y Arquitectura mantienen la situación actual y quedan exentas de la rebaja en la duración de sus estudios. No hay razón que justifique la diferencia temporal entre los estudios de un médico y un juez: la importancia de ambas profesiones parece similar.
Este sistema configura con todo lujo de detalles un nuevo posgrado, en el que el máster cobra un rol preferente. Algunas universidades han diseñado antes sus estudios de posgrado que los del propio grado, lo cual indica por dónde van sus intereses. Este máster tendrá una duración de uno a dos años y cursarlo será obligado para aquellos universitarios que pretendan acceder a los escalones superiores del mercado laboral. Bien porque el mercado no asume trabajadores cualificados tan jóvenes y sin la suficiente preparación; bien porque se impone legalmente para obtener la capacitación profesional, como es el caso de abogados y procuradores, que tendrán que cursar un máster para poder ejercer como tales.
El viejo principio de igualdad de oportunidades salta por los aires si atendemos, además, a estos dos hechos: uno, el máster no estará sujeto a los mismos precios y costes que el grado, sino que sin duda será más caro; y dos, que para la realización de los estudios de máster se ofertan préstamos en lugar de becas (a devolver, eso sí, en cómodos plazos y con la garantía del Instituto de Crédito Oficial).
La flexibilidad de los títulos es otra clave del proceso. Las universidades serán libres de configurar sus propios planes de estudios, con el objeto declarado de alcanzar la «plena adaptación a las necesidades y opciones formativas de su entorno». Dado que este proceso no se caracteriza por ir acompañado de la suficiente dotación presupuestaria por parte del Gobierno, no resultará extraño que las universidades busquen la financiación de sus nuevos títulos en otros caladeros, los cuales determinarán lo que interesa y lo que no, lo que se ajusta mejor a sus objetivos y lo que no se adapta a sus necesidades.
Consecuencia de todo ello será la privatización o externalización de la oferta de los estudios universitarios, donde los intereses del mercado, es decir, los de las grandes empresas, decidirán las necesidades y opciones formativas de su entorno. Cosa que, por otra parte, ya sucede en buena medida con la investigación.
Otra clave preside la implantación del modelo de Bolonia: la total falta de transparencia durante el proceso. Salvo unos pocos elegidos, los profesores de universidad no han sido llamados a participar en el mismo. Se sabe, sí, que existen comisiones que deciden el contenido de las nuevas titulaciones, pero -salvo honrosas excepciones- no se conocen ni cuáles son los criterios para formar parte de ellas ni tampoco los resultados hasta ahora alcanzados. Difícilmente podrá pedirse implicación en el proceso a unos actores que no han sido llamados a participar en su diseño.
Sirva una última cuestión como aviso para navegantes y entusiastas europeístas. Los lectores recordarán el fallido lema que el actual Gobierno español eligió para la campaña del referéndum sobre la Constitución europea: «Los primeros con Europa». Pues bien, los responsables del Ministerio de Educación están decididos a resucitar este lema. Han elegido el curso que viene, el 2008/09, como el del inicio del nuevo sistema, sin encomendarse a nada ni tan siquiera observar las experiencias europeas paralelas.
Y hablando de Europa y de buenas universidades, mientras todo esto de Bolonia se fraguaba pudimos leer que en el pacto que firmaron los partidos democristiano y socialdemócrata que actualmente sostienen el Gobierno de coalición alemán se incluyó una cláusula consistente en «rechazar la implantación de los acuerdos de Bolonia a las facultades de Derecho alemanas». En fin, ¿realmente era necesario ser los primeros?
Rafael Escudero Alday es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III