Finalmente, volvió la alegría y Uruguay todo fue una fiesta. Hubo un despilfarro de sonrisas y de abrazos en millares de caras y cuerpos que de tanto duelo y frustraciones y tanta bronca acumulada habían sido confinados, resignados, postergados. Después de tantos años «de trabajar por la alegría» (Mario Benedetti dixit), ésta llegó, y ahora […]
Finalmente, volvió la alegría y Uruguay todo fue una fiesta. Hubo un despilfarro de sonrisas y de abrazos en millares de caras y cuerpos que de tanto duelo y frustraciones y tanta bronca acumulada habían sido confinados, resignados, postergados. Después de tantos años «de trabajar por la alegría» (Mario Benedetti dixit), ésta llegó, y ahora hay que cuidarla y protegerla. Porque no será fácil conservarla. Como tampoco lo será construir el cambio por el que votaron más de la mitad de los uruguayos, en un país fundido, con el aparato productivo destrozado y enorme desocupación.
Es verdad que la victoria del Frente Amplio-Encuentro Progresista (FA-EP) en los comicios del 31 de octubre pasado puso fin a un estado de cosas que parecía adherido, sin alternativas, a los huesos del país. La gente votó contra el miedo y por un cambio. La elección marca un fin y un comienzo; una suerte de cambio de época que cierra el ciclo dominado por el más que centenario sistema de partidos y una dictadura militar, y da inicio a una era progresista.
Son simples percepciones de la coyuntura, que asumen la forma de un nuevo imaginario social que comienza a sustituir la larga etapa de la resignación y el conformismo; de miedos manipulados desde el poder; de demonizaciones y cucos terroristas azuzados por unos medios masivos bajo control oligárquico; de inconsecuencias desde el poder civil ante el poder militar; de desmemorias y olvidos institucionales; de democracia hueca, sin verdad ni justicia, con impunidades; de «no se puede» y «no hay de otra»; de lustros de disciplinamientos por las buenas o por las malas.
En tiempos del pensamiento único y dictaduras mediáticas, de pragmatismos a ultranza, de escepticismos, deslealtades y trivializaciones, en Uruguay ganó la política. Triunfó la estrategia del Frente Amplio, fuerza plural producto de una política de alianzas llena de matices, que, con base en el principio de «disenso en unidad», ha venido creciendo de manera sistemática desde su nacimiento en 1971. Como respuesta política unitaria al despotismo predictatorial, la alianza albergó entonces a comunistas, socialistas, democristianos, escindidos de los partidos tradicionales, independientes y rebeldes.
Perseguida y objeto de represión durante la dictadura cívico-militar, sus bases diezmadas, encarceladas, torturadas, asesinadas y exiliadas -al igual que los integrantes de los grupos armados-, la coalición se mantuvo unida, creció en la diáspora y en la resistencia, asimiló desgajamientos, ingresos, reagrupamientos y reintegros, reconstruyó lo popular a través del plebiscito del no en 1980, volvió a ganar la calle y empujó la amnistía para los presos políticos en 1985, ganó el gobierno de Montevideo en 1989 y siguió sumando fuerzas para transformarse en Encuentro Progresista en 1994.
La reforma constitucional de 1996, que impuso el balotaje, demoró su llegada al gobierno: en los comicios de 1999, el FA-EP ganó, pero perdió en la segunda vuelta contra blancos y colorados unidos. Pero siguió acumulando y asimiló a su nombre el de Nueva Mayoría.
A comienzos de este año y a 33 de su nacimiento, el Frente Amplio sabía que ganaría. Y ganó el último domingo de octubre, con mayoría parlamentaria. No es, pues, el Frente Amplio, una alianza electoral de última hora. Es la experiencia de unidad política más duradera de América Latina.
Pero la batalla que se avecina va a ser tan o más difícil que la que se acaba de protagonizar. Habrá sin duda marchas y contramarchas, flujos y momentos de derrota. Existe en Uruguay una sociedad fracturada, en estado de emergencia por años de políticas neoliberales que generaron miles de marginados y excluidos; gente sobrante en un país que hasta hace medio siglo era considerado como «la Suiza de América». Tabaré Vázquez gobernará un país atado por condicionamientos y exigencias financieras impuestas desde los círculos de poder imperial.
Por eso, para cambiar al país, habrá que transformar al estado. Y para eso se necesitará una mística de salvación nacional. Como señaló el senador José Mujica, el político más votado del país: «Uruguay necesita un cambio en el estado y en la conciencia pública». Lo que significa, también, fundamentalmente, un cambio en la cabeza del ciudadano de a pie, del hombre y la mujer concretos, que hasta ahora habían delegado en otros su representación, pero que no participaban en el control de la cosa pública, porque, de manera inconsciente o no, tenían introyectadas las conductas de la clase dominante.
De todos modos el cambio a la uruguaya va. El Frente ganó en siete de los 19 departamentos. Hubo una desmontevideanización de la política; el «interior» decidió el cambio. Pero también los jóvenes, hasta hace poco descreídos de la política y los políticos. Y los de afuera, que esta vez no fueron de palo: el «voto emigrante», el de los uruguayos que llegaron a votar desde todos los rincones del mundo, fue casi 2 por ciento del padrón y resultó fundamental para el triunfo de la izquierda.
En la interna del Frente Amplio, el Movimiento de Participación Popular, impulsado por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, obtuvo 22 legisladores (seis senadores y 16 diputados), y se constituyó en la fuerza principal. Es decir, la conjura del miedo, agitada por el Partido Colorado, no prosperó. Y nadie simboliza mejor ese tránsito «de la cárcel al gobierno», que el propio Pepe Mujica, el «subversivo» que el próximo 1º de marzo, al tomar el juramento a los nuevos senadores en el Palacio Legislativo, deberá formular, entre otras, la pregunta: «Doctor Julio María Sanguinetti, ¿jura respetar la Constitución y las leyes?»