Los rostros de los refugiados son dignos, enteros, a veces alegres. Pero las imágenes de los culpables de su situación no son visibles. Es hora de que empecemos a buscarlas. Dicen que cuando una imagen, por dura y reprobable que sea, se repite con la suficiente insistencia, acaba generando aceptación, incluso indiferencia. Desde hace más […]
Los rostros de los refugiados son dignos, enteros, a veces alegres. Pero las imágenes de los culpables de su situación no son visibles. Es hora de que empecemos a buscarlas.
Dicen que cuando una imagen, por dura y reprobable que sea, se repite con la suficiente insistencia, acaba generando aceptación, incluso indiferencia. Desde hace más de un año, periódicos y televisiones de toda Europa nos sirven cotidianamente la imagen de los desesperados que cruzan el mar hacinados en botes de goma y que, no pocas veces, mueren ahogados en el intento. La repetición nos ha hecho casi refractarios a esa imagen, presentada, día tras día, como el único rostro visible del drama de los millones de personas que se ven forzadas a dejar sus casas huyendo de la guerra, la injusticia y el hambre. Por eso, para combatir ese espejismo, he querido ver de cerca sus caras, y he pasado los últimos días en las costas de Lesbos, en los campos de refugiados de la isla, en el campo de acogida de Atenas y en la alambrada que separa Grecia de la Antigua República Yugoslava de Macedonia.
Contra lo que cabría esperar, sus rostros están limpios de dramatismo y de reproche. Son caras cercanas, cálidas. Caras dignas, enteras, luchadoras. Caras de gente que sabe que la vida es dura y no le extraña. Y, sobre todo, son caras alegres, sorprendentemente alegres. Se bajan de las barcas y se abrazan sonriendo a quien les tiende una mano de ayuda, felices de haber llegado con vida al otro lado.
La mayoría de ellos ha dejado en ruinas su casa, ha malvendido lo poco que quedaba tratando de juntar dinero para huir, ha abandonado su país andando, ha cruzado a pie toda Turquía, ha sido objeto de abuso y de maltrato en el camino, y ha pagado mil dólares a una red clandestina de transportistas -o algo menos, si se ha arriesgado a embarcar con marejada- para subir a un bote de goma de siete metros de eslora con cincuenta personas más y cruzar un brazo de mar que el ferry hace varias veces al día por apenas diez euros.
¿De qué horror huye alguien para quien la mejor opción es arrojarse al mar sin garantías de llegar vivo al otro lado?
Las costas de Lesbos están llenas de fosforescentes chalecos salvavidas: pecios ignominiosos de un trágico naufragio más de nuestro mundo actual. Sólo a esta isla de 60.000 habitantes, llegaron el pasado año más de 300.000 personas. Si un desembarco de tales proporciones hubiera tenido lugar en las costas de Alemania, tendríamos ya el Cuarto Reich. El 80% de quienes han cruzado últimamente de forma clandestina las aguas del Mediterráneo ha entrado en Europa por Grecia. Por Italia, sólo el 19,5%, aunque la inmensa mayoría de los fallecidos se ha ahogado en sus aguas. Por España -por mucho espacio mediático que ocupe la tragedia-, tan sólo ha entrado un 0,5% de los desesperados: apenas 4.000 personas.
Europa se encuentra «desbordada» porque ha recibido este último año la llegada de casi un millón de personas que huyen del horror. Pero conviene contextualizar este dato: ese millón de personas equivalen tan sólo al 0,18% de la población de la Unión Europea y al 0,14% de la de Europa con sus fronteras geográficas tradicionales; ese millón de personas no es más que una pequeña parte de los 60 millones de personas que este último año han tenido que abandonar su hogar en el mundo: una de cada 122 personas que viven en el mundo ha dejado este año contra su voluntad su casa. La mayor parte de ellos (66%) no ha podido siquiera salir de su país; quienes lo consiguieron, se han quedado por lo general en los países de su entorno; y solamente el 1,6%, haciendo frente a las dificultades del camino, a las olas del mar, a las mafias y a los guardias de frontera, ha conseguido poner el pie en Europa.
La Unión Europea, adonde ha llegado un refugiado por cada más de 500 habitantes, se declara hoy «desbordada»; del Líbano, sin embargo, donde hay un refugiado… ¡por cada cuatro habitantes!, no tenemos noticia; tampoco de la pobre Etiopía, que es el país que, en relación a su renta per capita, más recursos dedica a la atención de refugiados. La Unión Europea debería recordar que el «Estatuto del Refugiado» fue aprobado por la ONU en 1951 para proteger precisamente a los europeos en peligro tras la II Guerra Mundial, y que tuvieron que pasar quince años para que ese status que reconoce el derecho al asilo a «las personas que tienen fundados temores de ser perseguidos por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas» se hiciera extensible a los naturales de otros países del mundo.
El grueso de los sirios que han conseguido huir del bombardeo sistemático de su país están hoy en Turquía, en el Líbano, en Jordania, en Iraq y en la región del Kurdistán (Erbil); los que llegan a Europa siguen siendo los menos; y, sobre todo, un número mínimo y en absoluto proporcional a las responsabilidades históricas y actuales de Europa (y de Occidente) en la creación de las verdaderas causas que dan origen a la existencia de refugiados y de migrantes económicos en el mundo. Sin ir más lejos, este año 2016 deberíamos «celebrar» el centenario de los acuerdos secretos de Sykes-Picot (1916), en los que, al calor de la I Guerra Mundial y en vísperas del desmoronamiento del Imperio Otomano, Gran Bretaña y Francia se repartían el futuro control sobre los territorios de Jordania, Palestina e Iraq -para la primera- y del Líbano y Siria -para la segunda-. En las últimas décadas, ha habido otro constante Sykes-Picot sobre los territorios petrolíferos de Oriente Medio y del Norte de África que ha intensificado la radicalización del Islam y ha producido pingües beneficios a la industria bélica.
Pero, por desgracia, la cara visible del drama de los que huyen sigue siendo sólo la de las víctimas, para que acabemos confundiéndolas con los culpables. ¿Acaso esos que cruzan en las barcas son los culpables de la guerra que les obliga a abandonar su casa? ¿Acaso esos desamparados que buscan en Europa una mínima protección y una limosna de trabajo son los culpables del paro en nuestros países, de la destrucción de nuestro tejido económico, de la pérdida de nuestras prestaciones sociales, de la derogación de nuestros derechos laborales, de nuestro endeudamiento con los mercados financieros, de los suicidios de nuestros vecinos, o de esa otra emigración desesperada de miles de jóvenes europeos en busca de una oportunidad de futuro? ¿O acaso son otros los culpables? ¿Dónde están sus caras?
Nunca, en la historia de la humanidad, ha habido tanto tránsito de refugiados y migrantes económicos como en la actualidad. El desarraigo es un signo de nuestro tiempo. Con impertérrito cinismo, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio elogian la emigración como… ¡herramienta primordial de lucha contra el paro! Pero, en realidad, su objetivo último está claro: fomentar la migración y el desarraigo, y utilizar a esos millones de desarraigados para socavar en todo el mundo las conquistas laborales y sociales, para minar la cohesión y la conciencia de la sociedad y para neutralizar por completo su fuerza política, convirtiendo a los trabajadores en una masa ingente de nómadas apátridas, apolíticos y sin vinculación al territorio ni fuerza colectiva para reivindicar nada, mentalizados a vivir en la precariedad, y a merced de la oferta y la demanda de un mercado desregulado por completo. Atractivo panorama para unos pocos.
El dinero tiene cada vez menos fronteras; las personas, cada vez más. Entre Grecia y FYROM hay una alambrada kilométrica que he tocado con mis propias manos para asegurarme de que no es un sueño; lo mismo ocurre entre Grecia y Turquía, entre Serbia y Hungría, y en Melilla, Ceuta, Marruecos, Túnez, Argelia, Rumanía…, «concertinas» de alambre con cuchillas, que la empresa española European Security Fencing tiene el dudoso honor de fabricar en exclusiva. Ante la injusticia global que arrastra los cadáveres y las víctimas a las costas de Europa, la estrategia de la Unión Europea es blindar sus fronteras externas y tratar de alejar el conflicto de ellas. Para el segundo de estos objetivos, acaba de subvencionar a Turquía con 3.000 millones de euros, y al Africa Subsahariana con 1.200, como estipendio para que refuercen sus controles y externalicen el trabajo sucio; para el primero de los objetivos, se ha quedado corta Frontex y la soberanía de los Estados, y ha decidido crear una nueva Agencia Europea de Fronteras más independiente, más privada y con potestad para intervenir de inmediato, incluso cuando los países miembro no otorguen su consentimiento.
Cuando Frontex entró en funcionamiento hace una década, su presupuesto anual era de 6 millones de euros; hoy es de 238, y se prevé que, en los próximos cuatro años, alcance los 322. Asimismo, el programa EUROSUR fomenta la vigilancia de fronteras en los países «antesala» de Europa y establece en ellos una red de Centros de Internamiento de Extranjeros. Al mismo tiempo, la Unión Europea destina millones de dinero público a mantener un lobby de más de treinta empresas privadas que, bajo el epígrafe de Organización Europea para la Seguridad (EOS), gestionan el movimiento de personas y el control migratorio, al tiempo que se benefician de jugosas contratas y sustanciosos programas de I+D (Seabille, Talos, Operamar). Estas empresas son, entre otras, G4S -el mayor grupo privado de seguridad del mundo-, Eads, Thales, Selex y la multinacional «española» Indra, que tiene por primer accionista al Estado español y cuyo reciente director general, Santiago Roura -imputado en el caso Púnica y cesado con una indemnización millonaria- ha sido ahora nombrado presidente de la Organización Europea para la Seguridad.
En el caso de Grecia, país que, en su penosa situación, recibe con creces el grueso de los desplazados que entran en Europa, la «crisis de los refugiados» se ha convertido en coartada para arrebatarle la poca soberanía que le queda sobre su territorio. Si, en los últimos años, la «crisis financiera» ha convertido a Grecia en una auténtica colonia de deuda, esta nueva «crisis humanitaria» le está imponiendo una «troika geoestratégica» sin precedentes. A la par del proceso de rescates y onerosos memoranda que ha dejado al país a merced absoluta de sus acreedores, los acuerdos de Dublín I y Dublín II, unidos al resto de la política migratoria europea de los últimos años, han convertido a Grecia en un depósito de contención de seres humanos, que se espera que actúe como regulador del flujo migratorio hacia el resto de Europa, de acuerdo con las necesidades y los ritmos del núcleo duro de la Unión Europea.
Si al desmantelamiento progresivo y consciente de las fuerzas armadas griegas unimos ahora el ultimátum dado por la Unión Europea a finales de enero (dos meses para que Grecia resuelva sus «problemas de fronteras», o fin de Schengen y paso de la competencia a manos de Frontex) y la reciente resolución por vía rápida de que sea la OTAN quien asuma el control de las aguas del Egeo, tenemos a Grecia bajo una nueva troika. Igual que las políticas de austeridad y los rescates han asegurado el interés y el beneficio de los acreedores, la cuestión de los refugiados -presentada como un contexto de excepción para actuar al margen de los acuerdos internacionales- ha permitido a la OTAN incrementar y consolidar su presencia en el Egeo y ha ofrecido a Alemania el liderazgo que necesitaba para apuntalar militarmente su poderío económico. Todo ello, para beneficio también de Turquía, que sabe muy bien cómo pescar en aguas revueltas. Así, volvemos a la guerra fría, con las aguas griegas patrulladas ahora por EE.UU., Alemania, Italia, Canadá, Israel, Turquía… y hasta China.
El Líbano tiene en su territorio un refugiado por cada cuatro nacionales, y no se ha declarado «desbordado» ni ha cerrado sus fronteras. Tampoco las cerró Egipto cuando, con la «crisis de Libia» en 2011, recibió en su desértico suelo cuatro veces más refugiados que el conjunto de la Unión Europea. Tampoco Grecia puso nunca en cuestión el espacio Schengen, pese a ser el país más afectado por las políticas comunitarias de inmigración; pero sí lo hizo la Unión Europea en cuanto estalló el conflicto de Libia, y ahora que quiere acorralar a Grecia para usurparle lo poco que le quedaba de soberanía.
Pongámonos serios. Si queremos hacer frente con justicia a esta tragedia, deben cesar, para empezar, los condicionamientos de Schengen, Dublín y Frontex que pesan sobre Grecia y que convierten a los refugiados en un arma de extorsión; sólo así el país podrá dejar de ser una jaula de desheredados y hacer frente a la cuestión conforme a lo dispuesto por el derecho internacional -que en estos momentos está siendo ignorado en toda la zona- y con el apoyo de ACNUR y de la ONU. Y si realmente queremos acabar con los refugiados, entonces debemos exigir que se ataque a las causas: que la política no sea un silencioso cómplice del imperialismo económico; que el dinero público no vaya a los lobbies que reconvierten la industria de la guerra en «industria de la seguridad»; que se combata eficazmente a las redes clandestinas que, sin la oposición real de los gobiernos, controlan las rutas y los mecanismos del tráfico y la trata de personas; que se fomente de verdad el arraigo de la población a su lugar de origen y que se luche declaradamente contra la emigración forzosa, no contra el emigrante. Y tantas otras cosas.
Quien siembra guerras, recoge refugiados. Aunque, por desgracia, no siempre en su propia casa, no sobre su conciencia. El «problema» de los refugiados y de los emigrantes tiene muchas caras, pero la de sus más directos responsables rara vez es visible. Ya va siendo hora de que empecemos a buscarla.