Una de cada tres mujeres en Latinoamérica sufre algún tipo de violencia física y un 16% ha sido víctima de violencia sexual alguna vez en su vida. República Dominicana es tercer país a nivel mundial en tráfico ilícito de personas, especialmente mujeres. Latinoamérica tiene mucho que resolver en el combate a la violencia contra la […]
Una de cada tres mujeres en Latinoamérica sufre algún tipo de violencia física y un 16% ha sido víctima de violencia sexual alguna vez en su vida. República Dominicana es tercer país a nivel mundial en tráfico ilícito de personas, especialmente mujeres. Latinoamérica tiene mucho que resolver en el combate a la violencia contra la mujer, pues en sus países el 90% de los casos quedan impunes, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Las razones son varias: las víctimas temen y callan, en muchas ocasiones dependen económicamente de quienes la maltratan, la confianza en las autoridades es baja y no todas las mujeres dominan el castellano, la lengua oficial. Encontrar personas a las que dirigirse resulta complicado cuando la cuestión está tan cargada de tabúes, ya que la cultura de algunos lugares acepta la violencia intrafamiliar. Por esos motivos, actualmente una de cada tres mujeres en la región sufre algún tipo de violencia física y un 16% ha sido víctima de violencia sexual alguna vez en su vida, de acuerdo con investigaciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
A pesar de algunos avances en materia de igualdad de géneros, la violencia doméstica contra las mujeres sigue siendo común en Latinoamérica, en opinión de Moni Pizani, representante de ONU-Mujeres para el continente. Tales cifras aparecen en el informe El Progreso de las Mujeres en el Mundo, en el cual se afirma que la violencia contra las féminas se produce a pesar de que el 97% de los países de la región han aprobado leyes contra la intimidación de género. Junto a esas acciones legales, el maltrato poco a poco va gozando de menos aceptación social al no justificarse en ningún caso, por ejemplo, que un hombre golpee a su esposa, aunque muchos aún piensen lo contrario. Menos de la mitad de las legislaciones aprobadas penalizan explícitamente la violencia dentro del matrimonio. No obstante, el panorama va cambiando: las mujeres ya se atreven a denunciar los agravios y ultrajes, pero las cifras siguen muy altas y ratifican que se requieren políticas, recursos y códigos para garantizarle a las féminas una mejor representación social.
Para ONU-Mujeres las instituciones gubernamentales, la policía y los tribunales deben velar por la presencia de mujeres en el parlamento, en la primera línea del poder judicial y en el resto del quehacer político, social y económico, lo que ayudaría a un mayor respeto de sus derechos.
Otra de las violaciones más comunes es la discriminación en el ámbito laboral. Hoy el 53% de la mano de obra en América Latina y el Caribe está conformada por mujeres, quienes además son mayoría en las universidades. Sin embargo, la brecha salarial es notable y en algunos países reciben hasta un salario 40% inferior al de un hombre por el mismo puesto de trabajo.
Las mujeres, salvo algunas excepciones, están relegadas a puestos secundarios, niveles inferiores de toma de decisiones, no cuentan con seguridad social y existe discriminación hacia las embarazadas o lactantes. Asimismo, siguen sin tener igualdad frente a los hombres en puestos importantes, por ejemplo, el porcentaje de mujeres en los parlamentos actualmente es de 19,5% y están muy poco representadas en los ministerios de las áreas política y económica, según cifras de ONU Mujeres.
De ahí que se pueda afirmar que la violencia contra las féminas es estructural y constituye una violación a sus derechos humanos, lo cual es a su vez una manifestación de la jerarquía social en donde los hombres son beneficiados por encima de ellas, y para mantenerlas en esa posición subordinada utilizan diversos mecanismos de agresión. Psicólogos, sociólogos y politólogos coinciden en que ese orden jerárquico es producto de procesos culturales arraigados en las sociedades, traducido en subvaloración -asimilada por el hombre, incluso por un gran número de mujeres- que ideológicamente justifica la discriminación, exclusión y violencia sistemática, tanto privada como pública. En este contexto cobran especial importancia las organizaciones de mujeres que denuncian, se oponen y luchan en contra de esas concepciones en todas las esferas de la sociedad, con una tenaz resistencia en todos los rincones del continente.
Los avances que se han tenido en las leyes de muchos países son producto del esfuerzo de esas organizaciones, de los organismos de derechos humanos y de muchos gobiernos de la región, identificados con la plena igualdad y participación de la mujer en el quehacer de sus naciones. En estos esfuerzos sobresale la creación de Ministerios de la Mujer y de consejos de féminas en los barrios y en los caseríos en países como Perú y Venezuela, en este último muy identificadas e integradas al desarrollo de las misiones sociales de la Revolución Bolivariana.
Venezuela creó en 1999 el Instituto Nacional de la Mujer, en 2007 promulgó la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, y por último, en 2009, el Ministerio del Poder Popular para la Mujer y la Igualdad de Género. También sobresale el establecimiento por la Fiscalía General de la República de 52 fiscalías especializadas a nivel nacional, para recibir las denuncias de casos violencia de género, además el Tribunal Supremo de Justicia aprobó tribunales de violencia contra la mujer en siete estados y ocho en Caracas.
En Perú esa cartera funciona desde 1996, la cual en 2007 aprobó la ley de Igualdad de Oportunidades para fijar en todos los poderes y niveles del gobierno la equidad de oportunidades, pues el país andino es el cuarto de una lista de 18 países de Latinoamérica y Caribe donde las mujeres sufren discriminación salarial.
Mujeres indígenas, una doble exclusión
Las mujeres de los pueblos originarios de América Latina se consideran hijas de la tierra y el sol, herederas de una raza cuya cultura milenaria hoy conservan como un tesoro, aunque enfrentan grandes obstáculos debido a la exclusión sufrida durante siglos. Los pueblos indígenas son, en su gran mayoría, los más pobres de la región, y las mujeres de estas comunidades afrontan mayores dificultades que los hombres para desafiar los múltiples contratiempos que representan ser sucesoras de una cultura ancestral.
A pesar de los intentos de colonizadores y gobiernos por destruirlos y eliminar sus tradiciones y costumbres durante más de cinco siglos, los amerindios siguen siendo una porción importante de la población de esta área. Según estimados, en Latinoamérica existen alrededor de 50 millones de personas vinculadas con los pueblos originarios, empeñadas en mantener los modos de vida de sus antepasados. Dentro de ese gran grupo las mujeres encaran problemas enormes, pues además de ser discriminadas por pertenecer al mal llamado «sexo débil», también lo son por indígenas.
La imposición de nuevas leyes y valores foráneos destruyó, en muchos casos, el equilibrio existente en algunas comunidades, en las que las mujeres eran escuchadas y participaban en la toma de decisiones. Estas poblaciones han sido víctimas de abusos sistemáticos desde la colonización europea y posteriormente con su anexión forzada a los estados nacionales. En ese contexto, a las mujeres se le han violado constantemente los derechos relacionados con su género: ultrajes, esterilizaciones forzadas, servicios inadecuados de salud, desprecio de su lengua tradicional y vestimenta, entre otros.
Un reciente informe presentado por el Partido de la Revolución Democrática de México, por citar un ejemplo, mostró que de los 13.7 millones de personas pertenecientes a alguna de las 62 etnias del país, las niñas constituyen la población con mayores carencias de sus derechos fundamentales. De acuerdo con el texto, casi tres millones de niñas indígenas son el sector más desprotegido de la sociedad mexicana. Ellas enfrentan la pobreza extrema, la marginación social, la explotación laboral y son presas de las redes de la trata, tanto para la prostitución como para el trabajo doméstico o agrícola.
Dichas féminas no solo sufren la discriminación impuesta por la sociedad dominante, sino también en el interior de muchas de sus comunidades están en desventaja, en comparación con los varones. La mayoría de estos pueblos están marcados por el patriarcado y en ellos prevalece el criterio de que las mujeres no trabajan, «ellas solamente ayudan», mientras los hombres son quienes laboran, por lo cual resalta una división sexual y generacional del trabajo.
Sin embargo en la práctica, cuando los hombres se ausentan, las mujeres asumen la mayor parte de las tareas «masculinas» junto con las propias. Esta situación de las mujeres indígenas se refleja en una serie de indicadores sociales y económicos, además de los obstáculos que les impiden disfrutar plenamente de sus derechos.
Como apunta la investigadora argentina Mariana Marcela Rios, una de los principales planteamientos de estas mujeres es que, sin equidad de géneros, no se puede hablar de desarrollo pleno. En el pueblo quechua en Argentina se considera a la prolongada educación de las mujeres como un gasto inútil de tiempo y de dinero, pues cuando llegan a la adultez, apenas necesitan practicar lo aprendido. También existe la creencia por parte de los padres que, una vez entrada a la pubertad, su hija corre más peligros que beneficios si asiste a la escuela.
María Edit Oviedo, coordinadora de la Campaña Boliviana por el Derecho a la Educación, opina que las desventajas de las mujeres indígenas en cuanto al acceso y permanencia en las escuelas contribuye a mantener su marginación social. Hoy podemos encontrar a las mujeres indígenas como dirigentes de sus propias organizaciones, regidoras, alcaldesas, diputadas, ministras, pero ellas mismas sienten que todavía les falta avanzar mucho más, y para ello la formación es clave.
En su vida cotidiana encaran dificultades derivadas de la falta de servicios básicos y de una educación deficiente o inexistente, entre otros problemas que se convierten en grandes trabas para la participación social, son excluidas del espacio público dentro de comunidad. Aunque, en realidad, son muchas las que han logrado superar el miedo de hablar delante de los hombres en los espacios públicos y así lograr ser escuchadas y tomadas en cuenta. Tal es el caso de la colombiana Eulalia Yagari, quien a la edad de 14 años y contra la voluntad de su padre, fue la primera mujer de su comunidad que participó en una reunión orientada a aumentar la sensibilización del público respecto de la recuperación de las tierras.
Estas mujeres son dueñas de conocimientos, habilidades y prácticas -transmitidas de una generación a otra-, que ocupan un espacio comunitario de poder femenino. En la amazonia del Perú, se valoriza a las aguaruna por sus saberes sobre plantas y hierbas medicinales, por su productividad en la agricultura, en la preparación de alimentos y del masato -bebida típica elaborada a base de yuca-, y en la educación de los hijos.
Las mujeres quechuas de Ayacucho, en la selva peruana, son reconocidas por su fortaleza, el rol en la sociedad indígena y el papel activo en las luchas de su pueblo. En tanto, las mayas de Guatemala resultan valoradas por su vestimenta, el conocimiento de alfarería de elaboración de herramientas, adornos y objetos, así como por las tradicionales labores domésticas. Roles y funciones varían en las distintas comunidades y culturas.
Un ejemplo de ello lo constituyen la habilidad y la destreza con los tejidos de muchas representantes de los pueblos amerindios, como mujeres quechua de Cochabamba, en Bolivia, quienes consiguen el sustento para ellas y sus familias a través de la comercialización de sus producciones. Siempre nos discriminaron, porque dicen que no aportamos económicamente, pero eso va a cambiar, ahora estamos organizadas. Nunca se valoró nuestra habilidad con los hilos y las lanas. Muchas mujeres son verdaderas profesionales en los tejidos, manifestó recientemente la joven Severina Aguayo.
Esta campesina de 25 años coordina la organización comunitaria de tejedoras y es una de las promotoras de un nuevo proyecto de tejidos nativos, el cual comenzó a desarrollarse en febrero en siete municipios de cuatro provincias de Cochabamba: Arque, Bolívar, Tacopaya y Tapacarí, que constituyen la llamada franja andina del departamento. Su objetivo ahora es producir tejidos con técnicas ancestrales transmitidas de generación en generación, venderlos y así contar con recursos económicos propios, para poder mejorar la vida de sus familias y la comunidad.
Experiencias pasadas les enseñaron que solas no lograrían ese objetivo, que deben organizarse, comprometer a las autoridades locales y regionales para contar con asistencia técnica, y administrar ellas mismas la producción, a fin de que no sean otros los beneficiarios de su trabajo, puntualizó Aguayo.
Afrodescendientes: discriminación con nombre de mujer
Víctimas de la violencia racial estructural y de siglos de exclusión, las mujeres afrodescendientes viven en situación de subordinación y vulnerabilidad en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe. Más de 150 millones de descendientes de africanos están asentados en la región, de ellos unos 75 millones son féminas que en mayor o menor medida sufren las desigualdades inherentes a la sociedad patriarcal. Doblemente discriminadas, por raza y por género, las representantes del sexo femenino de descendencia afro adolecen de ausencia en los espacios de poder, públicos o privados, en sus respectivas sociedades. Grupos defensores de derechos humanos advierten que la violencia racial se manifiesta en la negación del derecho a la identidad jurídica, en desplazamientos forzados, tráfico de mujeres jóvenes y hasta genocidio.
Aunque no existen estadísticas oficiales, precisan que las limitaciones con respecto al acceso a servicios básicos, incluidos los de salud sexual y reproductiva, repercuten en elevadas tasas de mortalidad materna y gran incidencia y prevalencia de VIH y sida. En su opinión, al no asumirse como sujetas de derecho, a las afrodescendientes les cuesta más enfrentar las diversas formas de abuso, exclusión y violencia doméstica e institucional a que son sometidas.
Según la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y la Diáspora (Rmaad), son invisibilizadas en términos de información y eso incide en la ausencia de políticas públicas que favorezcan sus intereses. En su más reciente informe sobre derechos humanos, divulgado en febrero de 2012, ese grupo de incidencia política exigió a los Estados e instituciones la adopción de acciones inmediatas y comprometidas. La Rmaad advirtió que las buenas intenciones de los gobiernos del área, puesta de manifiesto en diversos foros, no se ha traducido en un compromiso real contra el racismo y la discriminación. Reclamó el diseño urgente de medidas políticas y programas de acción afirmativa que contemplen recursos financieros y voluntades encaminados a disminuir la brecha racial y de género en todos los ámbitos.
La Rmaad llamó a los gobiernos nacionales a potenciar garantías sobre el derecho a una participación equitativa en la vida política y pública, y el derecho a la tierra y a la consulta previa, libre e informada. Como elemento indispensable, apuntó a la necesidad de generar información estadística desagregada que refleje de manera concisa las condiciones particulares en las cuales se encuentran los afrodescendientes en la región.
De acuerdo con la Rmaad, las variables de empleo y desempleo evidencian la desigualdad y la marginalidad en que se encuentran las afrodescendientes atendiendo a su condición de género y procedencia etno-racial. Como tendencia, estas se ubican en los estratos más bajos y pobres de la sociedad latinoamericana y caribeña, y realizan labores de menor remuneración como la maquila, el trabajo doméstico o la economía informal.
Pese a que tienen mayor índice de escolaridad con respecto a los hombres negros, las féminas deben superar grandes obstáculos para lograr incorporarse laboralmente en condiciones de equidad. La ausencia de programas de apoyo por parte de casi todos los Estados las vuelve menos competitivas en el sentido de que se les dificulta la posibilidad de conciliar el trabajo productivo con el reproductivo. El informe de la Rmaad refiere que las afro-brasileñas son las que peor situación laboral presentan y contrapone a ello la realidad de Cuba, país que exhibe indicadores de avance en relación con la participación en las diferentes categorías ocupacionales. Al menos cuatro millones de brasileñas afrodescendientes están ocupadas en el servicio doméstico, grupo que presenta mayores tasas de explotación y precariedades en el ejercicio de su labor.
Por contraste, las cubanas gozan de un mayor acceso al empleo y disfrutan del derecho de igual salario por trabajo de igual valor, lo que no es común al resto de las naciones del área, advierte Rmaad. La presencia femenina en los espacios formales de la política en Latinoamérica y el Caribe es apenas perceptible, camino que se torna aún más escabroso y accidentado cuando de afrodescendientes se trata.
Estudios recientes corroboran que en Centroamérica, por ejemplo, la institucionalización de la política autonómica y la normalización de los procesos electorales promueven la masculinización. El actual desplazamiento de las mujeres de los espacios de toma de decisiones contrasta con lo ocurrido en la década anterior, cuando ellas desempeñaron un papel vital en la pacificación de la región. Secretarias, tesoreras y vocales son los cargos que en la actualidad ocupan en los mecanismos partidarios, con una participación muy limitada en la construcción y consolidación de la democracia.
La Declaración y el Programa de Acción de Durban (2001) reconocieron en los afrodescendientes a un grupo de víctimas específico que sufre la discriminación como legado histórico del comercio trasatlántico de esclavos. En los últimos años, varios países latinoamericanos han diseñado planes de acción contra el racismo a nivel de leyes y reformas que repercuten en la ampliación de nuevos estándares de derechos humanos.
Los países miembros de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) suscribieron en 2010 la Declaración de Otavalo, en la que se comprometieron a celebrar anualmente una cumbre con autoridades indígenas y afrodescendientes. La intención es trazar el rumbo hacia un proceso de integración de esos grupos étnicos en un camino que proclame la interculturalidad y plurinacionalidad en la aspiración de justicia social inherente a los principios del ALBA. En diciembre de 2011, la Cumbre de la Comunidad de Estado Latinoamericanos y del Caribe (Celac) reconoció por vez primera a nivel continental el rol de los africanos en la conformación de la identidad latinoamericana y caribeña. Los 34 miembros de la Celac destacaron la participación de los afrodescendientes en las luchas independentistas y sus aportes morales, políticos, económicos, espirituales y culturales en la construcción de las democracias participativas contemporáneas. Bajo las perspectivas de la etnocomprensión inclusiva, esa entidad reafirmó la integración en la búsqueda de erradicar la pobreza, el racismo y la discriminación de los afrodescendientes. Pero aunque la inclusión social como fórmula para eliminar la segregación por motivos raciales ocupa las agendas públicas de los gobiernos y de la sociedad civil, todavía queda mucho camino por andar.
La voluntad política no se manifiesta en todos los países por igual y en la mayoría de las naciones de Latinoamérica y el Caribe no pasa del mero compromiso formal y conciliador de los gobiernos de turno. En cambio, el gobierno venezolano instauró en mayo de este año el Consejo Nacional para el Desarrollo de las Comunidades Afrodescendientes, con miras a la inclusión social plena de este sector de la población.
México: Indígenas y mujeres, víctimas por partida doble
Apenas recuerdo su rostro, pero era una niña. Estaba a la entrada de una iglesia muy concurrida por turistas en la ciudad de Oaxaca de Juárez, en el sur de México. Llevaba su pelo recogido tras la nuca y atavíos propios de algún pueblo indígena. Sus ojos no brillaban, eran más bien apagados. «¿Quieres comprarme?», la pregunta fue directa y sin titubeos. Tenía ella apenas 13 años. Esta es apenas la punta del iceberg de un fenómeno innegable dentro de la sociedad mexicana: la trata de mujeres y en especial las indígenas. En ciertas zonas del territorio nacional, una mujer cuesta menos que un becerro o una vaca, en otras se utilizan para pagar deudas, o nacen ya con la «estrella» de que serán vendidas cualquier día como ocurre en el estado de Tlaxcala. Dicen analistas del tema que el principal proxeneta aquí es la pobreza. Y en este las indígenas enfrentan una doble desventaja en su capacidad de decisión, el acceso a los recursos y la capacidad de acción: ellas son indígenas y mujeres. Según la Oficina de las Naciones Unidas para el control de las Drogas y la Prevención del Delito, y el Reporte de Trata de Personas del Departamento de Estado de Estados Unidos, México está catalogado como fuente, tránsito y destino para la trata de personas. En muchos casos las víctimas son explotadas sexualmente o sometidas trabajo forzado. Los grupos más vulnerables incluyen no solo a mujeres y niños (niñas), sino a indígenas y migrantes indocumentados. «Consideramos que la trata es una forma de violencia contra ellas y se ven a diario situaciones complicadas dentro de nuestras comunidades», explicó en diálogo con Prensa Latina Martha Sánchez, coordinadora de la Alianza de Mujeres Indígenas de Centroamérica y México. «Hay muchos lugares donde la venta de mujeres es normal. No se respeta el derecho de decidir con quién casarse», comentó.
Pero además existe un gran problema, porque la fuerza femenina tiene un peso fundamental en la economía familiar y hay un porcentaje altísimo obligado a buscar «trabajo como sea, como jornaleras en el campo o como sirvientas de familias que las contratan en condiciones de esclavitud moderna». «Tenemos abogadas indígenas trabajando en demandas por estas causas, pero es incipiente aún y hemos intentado conformar redes para llegar a las regiones más difíciles», señaló la coordinadora de esta Alianza, creada en 2004.
En México habitan alrededor de 15 millones de indígenas, dentro de una población total calculada en 112 millones 336 mil 538 personas. Diversos estudios plantean que las mujeres constituyen la cifra mayoritaria en esas estadísticas. La Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas señala que las originarias presentan graves problemas de salud, debido a carencias nutricionales y alta fecundidad, ya que su vida está ligada principalmente al trabajo (jornadas de hasta 18 horas diarias).
Al hablar del entorno de las indígenas, algunos analistas aseguran que casi el 25 por ciento de estas recuerda que entre las personas con las que vivía de niña había golpes; más del 40 por ciento alegan que les pegaban; cerca de 24 por ciento refieren insultos u ofensas en su infancia. Para las féminas en las comunidades indígenas, contraer nupcias entre los 13 y 16 años de edad es lo común, cuando no son vendidas. Por otra parte, los indígenas, en particular las mujeres, padecen de manera más dramática la crisis económica del agro mexicano, y la caída de los precios de los productos agrícolas. Ejemplo de ello es lo que sucede en Baja California, donde hasta el 35 por ciento de los jornaleros agrícolas son niños y niñas. En Hidalgo, debido a la necesidad de integrarse al trabajo productivo, unos cinco mil niños y niñas indígenas abandonan sus estudios anualmente para contribuir con la economía familiar.
Datos oficiales confirman que las mexicanas tienen de 1,5 a 1,7 veces más probabilidades de ser analfabetas que los hombres. En el caso de quienes hablan una lengua indígena, hay 15 probabilidades más de ser iletradas que aquellas que hablan español. Mientras, en el país hay 2.438 municipios, y de ellos un tercio son indígenas, la mayoría clasificados de «alta marginación» o «muy alta marginación». La constitución de México reconoce a más de 60 pueblos indígenas que viven en el territorio de esta nación. De acuerdo con datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, los estados con el porcentaje más alto de estos grupos son: Yucatán (59 por ciento), Oaxaca (48 por ciento), Quintana Roo (39), Chiapas (28), Campeche (27), Hidalgo (24), Puebla (19), Guerrero (17), San Luis Potosí (15) y Veracruz (15).
Los pueblos indígenas están presentes en todos los ámbitos de la sociedad mexicana, sin embargo, lamentablemente son invisibles bajo las estructuras gubernamentales, afirmó la antropóloga de Chiapas Irene Nich Sánchez. Las indígenas conforman el segmento de mayor marginación, pues en ellas se expresan los índices más elevados de analfabetismo, rezago educativo, desnutrición y a la vez son sometidas a la violencia y la discriminación, sostienen algunos observadores. Por eso no es de extrañar que sea, precisamente la pobreza, el proxeneta más cruel y certero en este triste escenario.
En respuesta a una demanda de la sociedad que ha clamado actuar contra el flagelo, el presidente Felipe Calderón firmó el 13 de junio los decretos que avalan la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas, así como la protección y asistencia a las víctimas. La legislación impulsará, además, las reformas en materia de combate a violaciones contra las mujeres y los menores de edad. Con esta ley se contará con un instrumento legal moderno y sólido para combatir este tipo de transgresiones, dijo Calderón en una ceremonia, celebrada en la escalinata de la casa Miguel Alemán de la Residencia Oficial de Los Pinos.
El mandatario sostuvo que los decretos promulgados responden a la demanda de la sociedad y al deber de trabajar para proteger a los y a las más vulnerables, entre ellas a las mujeres y a las víctimas de trata. «Frente a los delitos que se cometen contra las mujeres, el Estado mexicano no puede quedar callado, y debe dar una respuesta clara y contundente», aseguró el jefe del Ejecutivo.
Reiteró que frente a la acción de los criminales, los cuales lastiman a las familias mexicanas, el Gobierno federal cumple con su labor primordial de protegerlas y para ello ha actuado con determinación y sin titubeos. Cifras de la Coalición contra la Trata de Mujeres y Niños estiman que a nivel internacional más de un millón de menores del mundo son vendidos y el 87% de estos son explotados sexualmente por medio de pornografía, prostitución, turismo y tráfico infantil.
Las mujeres y las niñas son los principales objetivos de las grandes mafias que trafican personas con fines sexuales, una «industria» que mueve globalmente una ganancia aproximada de cuatro mil millones de dólares al año. De acuerdo con los expertos, la trata de personas es el tercer negocio más redituable del crimen organizado, antecedido solo por el narcotráfico y el tráfico de armas.
Dónde quedan las mujeres indígenas. Muchas ni siquiera saben hablar español. Sus nombres ni siquiera aparecen en las estadísticas. Aunque se sigue trabajando en las regiones de pueblos originarios desde la perspectiva de la no violencia y la no discriminación, es mucho lo que aún queda por hacer, sostiene Sánchez. Ignoro qué habrá sido de aquella niña de rasgos indígenas que encontré en Oaxaca. Tampoco sé a cuántos pudo hacerle la misma pregunta y si al final alguien le arrancó lo poco que le quedaba de su infancia y le mutiló, definitivamente, los sueños.
La agenda inconclusa para las mujeres mexicanas
Asciende a 57 millones y medio la cantidad de mujeres que viven hoy en México, informó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en el marco del Día Internacional de la Mujer. A ellas se suman unas cinco millones que residen en los Estados Unidos. De la población mexicana, poco más de la mitad son del género femenino. Del total de mujeres, el 27,9% son menores de 15 años; el 26,4 tienen de 15 a 29 años; el 35,2 son adultas de 30 a 59 años y el 9,3 cuenta con 60 años o más. Esta estructura muestra una población joven, donde la mitad de las féminas tienen menos de 26 años. Entre 2007 y 2010 la tasa de defunciones por homicidios de ellas creció de dos a 4,4 por cada cien mil. De los 7,8 millones de jóvenes mexicanos que hoy no estudian ni trabajan (los llamados ninis) unos 5,8 millones son mujeres, o sea el 7%, advirtió el secretario de Educación en funciones, Rodolfo Tuirán. Seis de cada 10 féminas tienen jornadas largas de trabajo y que en 71% de los hogares mexicanos recibe algún tipo de ingreso proveniente de las mujeres.
En 2011, el 41,8% de las mujeres de 14 años y más forman parte de la población económicamente activa y un 95,9% combina sus actividades laborales con los quehaceres domésticos. Ganan como promedio entre cuatro y 12% menos sueldo que los hombres, pero incluso esa cifra podría llegar a un 52% en las ocupaciones relacionadas con el comercio, donde hay muchas trabajadoras.
La diferencia salarial es una clara muestra del desequilibrio que prevalece aún en la vida diaria y reproduce un modelo cultural de desigualdad, afirmó la investigadora Ana Buquet, de la Universidad Nacional de México. Respecto a los puestos de funcionarios y directivos, tanto del sector público como privado, para que hubiera igualdad entre los sexos las mujeres deberían tener un aumento del 24%, añadió la académica.
Las estadísticas del INEGI también indican que la proporción de hogares con jefatura femenina pasó de 17,4% en 1970 a 24,6% en 2010, debido, entre otros motivos, al aumento de la viudez y a las separaciones. De los dos millones de nacimientos que cada año hay en México, unos 480 mil son de madres entre los 14 y 19 años. Alejandro Rosas, subdirector de Salud Sexual y Reproductiva del Centro Nacional de Equidad, Género y Salud Reproductiva, expresó que más del 60% de esos embarazos de adolescentes no fueron planeados.
El embarazo en una adolescente es considerado de alto riesgo, derivado de la inmadurez de su cuerpo, así como puede tener repercusiones perjudiciales en la salud del recién nacido. Además, están las consecuencias sociales negativas, debido a que jóvenes ven frustrado sus proyectos al tener que abandonar sus estudios, entre otras adversidades en la vida futura.
Uno de los temas que afloró en la conferencia regional La salud materna en América Latina y el Caribe: la agenda inconclusa, son las muertes en ese sentido entre las mujeres indígenas. En nuestras comunidades hay muertes maternas, presencia de abortos ya sea por carga de trabajo, desnutrición, por situaciones accidentales o por la violencia, afirmó Martha Sánchez, coordinadora de la Alianza de Mujeres Indígenas de Centroamérica y México.
Altos niveles de embarazos no deseados y gestantes muy jóvenes, son otros elementos que dibujan el escenario dentro de las regiones indígenas, según Sánchez. «Tenemos niñas de 11 años con embarazos y partos en situaciones de pobreza, desventaja y desigualdad, algo muy difícil porque incluso hasta son víctimas de la violencia cuando se niegan a decir quién es el padre de la criatura». La incidencia del fenómeno de las muertes maternas es fuerte en Veracruz, Guerrero, Oaxaca y Michoacán.
De feminicidios y otras problemáticas de mujeres en Costa Rica Costa Rica dejó de ser hace mucho el supuesto paraíso centroamericano y, en medio de este contexto, la situación en torno a las mujeres se complica cada vez más, de acuerdo con los últimos datos aportados por la Fuerza Pública. Durante los tres primeros meses de 2012, en ese país ocurrió un promedio diario de 222 denuncias de violencia doméstica para un total de 19 mil 975 emergencias atendidas por estos hechos, lo que supera en cinco mil 195 los casos reportados en el primer trimestre del año anterior.
Según el Departamento de Inteligencia Policial del Ministerio de Seguridad Pública, sólo en la Semana Santa los agentes policiales atendieron dos mil 700 hechos de violencia intrafamiliar (cerca de 385 diarias). Las infracciones constantes de la Ley de Violencia Doméstica y Penalización de la Violencia contra las Mujeres implicaron, a su vez, más de mil 920 detenciones de un total de 16 mil 78 practicadas entre enero y febrero, lo cual equivale al 12 por ciento.
Datos acopiados por los agentes policiales sugieren que las causas de las agresiones son diversas y van desde una situación de presunta infidelidad, una disputa por dinero o por alcoholismo, hasta discusiones deportivas, informó el diario La Nación. Para el director de la Fuerza Pública, Juan José Andrade, lo más lamentable en estos casos es la gran cantidad de recursos empleados en atender estas situaciones, que podrían estar dedicados a otra serie de labores preventivas. Sin embargo, para organizaciones feministas y defensores de los derechos humanos, la cuestión más preocupante es el ascenso del nivel de criminalidad en el territorio costarricense y la manera en que ello incide en el mal llamado sexo débil. En Costa Rica, los crímenes violentos contra mujeres ascendieron a 62 en 2011 y para el Poder Judicial, apenas 40 de ellos fueron feminicidios o asesinatos bajo la lógica de género.
Esta clasificación atendió a que 12 víctimas mantenían una relación matrimonial o consensual con el agresor y otras 28 compartían el mismo domicilio o tenían un vínculo cercano de noviazgo o amistad con el homicida. La Fuerza Pública admite que uno de cada cuatro casos atendidos es por violencia intrafamiliar, por lo cual aboga por la acción coordinada de varios entes del Estado y de la sociedad civil. Pero pese a la lucha desplegada por los grupos empeñados en cambiar el panorama en torno a los derechos de la mujer en Costa Rica, queda mucho por hacer para resolver tal problemática y otras tan esenciales como la cuestión del aborto y de la maternidad asistida. De hecho, casi al concluir el mes de abril de 2012, la Sala Constitucional avaló la transmisión de una campaña radial contra la Fertilización in Vitro, conformada por mensajes comunicativos contra el derecho de las mujeres a concebir de manera artificial.
La sentencia 5178 de la Sala IV condenó al Estado confesional costarricense al pago de los daños provocados a la emisora de la Iglesia Católica, Radio Fides, al interrumpir la transmisión del paquete Mi vida no se negocia, reportó Radio Reloj. Las cuestionadas cuñas o espacios pagados al respecto fueron sacadas del aire el año pasado por orden de la Oficina de Control y Propaganda del Ministerio de Gobernación, en respuesta a las denuncias de defensores de derechos humanos y miembros de organizaciones civiles.
Mas, con la resolución de la Sala IV, los 14 mensajes publicitarios que criminalizan la Fertilización in Vitro volverán a escucharse a través de la frecuencia 93.1 FM, sin considerar las críticas de quienes consideran inadecuado también usar la voz de una niña para estos temas. Radio Fides defiende con estos espacios la vida humana desde el inicio de su evolución -en el óvulo materno- y denuncia lo que califica de manipulación ideológica de los interesados en vender el método contemporánea de concepción por vías artificiales. La Fecundación in Vitro, solución científica reconocida por su valor para contrarrestar la infertilidad humana y darle a la mujer la posibilidad soñada de tener un hijo, es criticada por el catolicismo bajo el supuesto de que atenta contra lo preconcebido por Dios y mata seres humanos.
Costa Rica es uno de los pocos en América Latina que mantiene el carácter confesional del Estado, porque según el artículo 75 de su Constitución Política, adoptó de manera oficial la religión católica en detrimento de las otras. Ello incide en que la Fertilización in Vitro siga prohibida en el territorio y por ello el Estado enfrenta una denuncia de agrupaciones feministas en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La legislación vigente posibilitó a la emisora radial esgrimir, incluso, que la Oficina de Censura quiso hostigarla en su ejercicio de la libertad de expresión y de la libertad religiosa de los católicos a hacer escuchar su voz. Con antelación, Radio Fides transmitió la campaña Católicos defendamos la vida, integrada por tres cuñas con una duración de un minuto cada una, que se pasaban cada 30 minutos en la programación de la radioemisora. Para la Iglesia Católica, estos mensajes hicieron eco del contenido de legalidad que establece el ordenamiento jurídico desde la Constitución Política hasta el Código de la Niñez y Adolescencia. El aborto inseguro es un problema pendiente en Centroamérica, donde coinciden tres de los seis países que, en el mundo, criminalizan las interrupciones y establecen cárcel para los proveedores del servicio y las mujeres. La clandestinidad que rodea a esta práctica redunda en la inexactitud de los datos acerca de las muertes provocadas por la restricción legal frente a una cuestión medular si de derechos humanos se habla.
Pero luchadoras por la reivindicación del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo concuerdan en que la impedimenta contra el aborto inducido -incluso en casos de violación, de malformaciones, o de riesgo para la vida de las grávidas-, provoca miles de decesos por doquier.
El aborto terapéutico, por necesidades médicas o en caso de violación, era legal en estos países desde finales de la centuria decimonónica, mas la intención de sumar votos y crear alianzas llevó a la eliminación de este derecho en medio de contextos electores, en la última década del siglo XX. Leyes aprobadas en contubernio con las jerarquías católicas, en sociedades marcadas por el apego a esa religión, prohibieron las interrupciones de embarazos o las condicionaron a extremos.
Al mismo tiempo, reforzaron los prejuicios contra las decididas a apelar a esa solución frente a la pobreza, el desempleo o el temor al futuro, entre otros factores. En Costa Rica, donde la tendencia al abuso de índole sexual contra mujeres creció de mil 311 a mil 357, de 2005 a 2008, organizaciones sociales demandan despenalizar el aborto en caso de violaciones.
El embarazo es un factor de riesgo para la vida y la salud física en tales circunstancias, por lo que estos casos deberían contemplarse en el aborto terapéutico, permitido en ese territorio desde 1928, opinan especialistas. Denuncias de quienes velan por la situación de la infancia demuestran que el turismo sexual, la explotación de menores y la pornografía crecieron de modo paralelo al boom turístico en el país, promocionado como uno de los principales destinos ecológicos de América Latina.
La posibilidad de ganar dinero y mejorar su estatus alejan a miles de menores cada año de diversiones y emociones propias de su edad, sobre todo a las niñas, hundiéndoles en una adultez prematura e infernal, en la misma medida en que se recicla el desajustado desarrollo de la nación. Aunque antes se vanagloriaba de su prosperidad económica, Costa Rica se asemeja cada vez más a sus vecinos por la creciente violencia e inseguridad, pero también por el aumento de la pobreza (21,6%) y de la indigencia que ya afecta 6,4% de sus habitantes.
El informe estatal, en 2011, confirmó que la desnutrición en ese territorio sigue debajo del cinco por ciento por el sostenimiento de medidas del llamado Estado de Bienestar, inauguradas hace más de medio siglo. Estas estrategias, orientadas a garantizar servicios esenciales desde el Estado respecto a la salud, educación y otros, cada vez son más difíciles de aplicar en un país donde la tasa de desempleo superó el promedio histórico, ascendente a 7,7%, uno de los índices más altos de América Latina y el Caribe.
Mujeres en Haití: Viaje al fin de la noche
Clarice B. huyó de Haití la noche en que fue violada por segunda vez. Tenía 16 años, una herida abierta en el rostro y un niño de meses colgado a sus pechos, fláccidos y sin leche, secos de tantos días de hambre. La luna, nubes, árboles, ríos: vagó sin rumbo cierto entre calles desoladas y barrios miserias de Puerto Príncipe, tropezando entre los charcos y las dudas del futuro incierto. Atrás quedaba el Campo de Marte, la vieja plaza convertida en reducto de tiendas sin esperanza para quienes perdieron sus casas y lo poco que tenían con el terremoto del 12 de enero de 2010. En las carpas azules con las siglas de la ONU, la gente dormía.
De noche y a la luz de la luna, aquellas tiendas apagadas y aparentemente silenciosas revelaban todo el horror, el desamparo, la verdadera naturaleza de tragedia humana de aquel sitio. Ese día, Clarice, que todavía intentaba amamantar a su hijo, solo había comido, en la mañana, unas galletas de tierra, el matahambre habitual de tantos hambreados haitianos, hechas a base de lodo sazonado con pimienta y ajíes, extraído de las colinas de Hinche.
Pero mientras huía, sus tripas vacías ya no se quejaban en rumores sordos, solo un pensamiento la movía: la ilusión de que al otro lado, la esperaba una nueva vida. Corrió hasta el borde del amanecer, sin saber de dónde salían sus fuerzas, pero cuando llegó a Mal Paso, la frontera con República Dominicana, una nata azulada cubrió sus ojos, la respiración se hizo pesada, un sudor cortante le heló la piel, como un baño de escarchas y entonces se desmayó, hasta pasada la media tarde.
Cuando despertó, se palpó la cara: había dejado de sangrar. Casi por instinto, se agarró el pecho, como quien busca algo. Lo recordó todo. Diez meses y 25 días después, contaría que solo entonces pudo echarse a llorar. El niño ya no estaba. En la madrugada del 14 de mayo de 2011, unos golpes apurados resonaron en la pequeña casa que ocupa la KOFAVIV (siglas que en creole significan Comisión de Mujeres Víctimas por las Víctimas, una red de ayuda, una especie de masonería entre hermanas del mismo horror), ubicada en una calleja sinuosa, perdida en la capital haitiana.
Desde 2004, cuando Marie Eramithe Delva y Malya Villard-Appolon fundaron ese grupo para auxiliar a mujeres abusadas en Haití (el único país del hemisferio donde la violación no constituyó un delito hasta 2005), era frecuente que la puerta sonara a cualquier hora, principalmente de noche. Y más después del sismo, cuando, según la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), los abusos sexuales aumentaron de forma alarmante y se convirtieron en el pan nuestro de miles de niñas, adultas y ancianas en los más de 600 campos para refugiados.
Las mujeres, que representan 52% de la población, son ultrajadas por hombres solos o en grupo, quienes generalmente utilizan armas, bastones o ramas para penetrarlas después de satisfacer sus deseos. El médico cubano Abel Vilaú atendió a decenas de ellas durante su misión en Haití. Nunca olvida la noche en que llegó una niña de apenas cinco años sangrando, con una hemorragia interna. Dice que fue una de las experiencias más dolorosas de su vida.
Pero tragedias como esas son tan comunes allí que nadie se extrañó, en la casa de la calle sinuosa de Puerto Príncipe, cuando sonó la puerta esa madrugada. Bien sabía Malya Villard-Appolon lo que la esperaba cada vez que abría: la imagen de ella misma, unos años antes, repetida del otro lado de la puerta: el rostro indefinible del dolor, el clamor sordo y ciego de una mujer violada.
Pero qué sorpresa se llevaría: del otro lado no había otra víctima -o tal vez ha de decirse: no había otra mujer, una más de las casi cuatro mil llegadas allí tras ser ultrajadas con la esperanza de encontrar apoyo o promesas de justicia, de ser algo más que un número, una cifra de escándalo para la prensa roja. Con una camisa clerygman a medio abotonar, el cabello canoso despeinado por el sueño y un bulto entre las manos, el padre Renathe Batiste, un sacerdote saleciano, la miraba como si hubiera sobrevivido a la apertura del último sello del Apocalipsis.
Pr’t?… ou! Padre… ¡usted!-saludó Malya, con las formas de la sorpresa, en creole.
Disculpe que la haya despertado, pero no sabía qué hacer. Lo dejaron en la puerta de la parroquia.
Estaba completamente desnudo, el padre Batiste lo envolvió en una sábana cuando lo despertó el llanto y abrió la puerta de la pequeña iglesia donde oficia desde hace tres años. Debe tener unos dos meses, o tal vez mucho más, cuenta Malya que pensó («nunca se sabe, aquí hay muchos niños desnutridos»). De hecho, más de 60% de los recién nacidos en Haití tienen anemia, como sus madres, y miles de ellos sufren desnutrición crónica durante los primeros meses de vida, un boleto seguro para futuros daños en su desarrollo.
Malya mandó al cura a pasar, «para revisar la criatura entre los dos, a la luz». Cerraron la puerta. Era el 14 de mayo de 2011, un tráfago inusual de personas recorrían apurados y con banderas las calles de Puerto Príncipe: asistían al amanecer de una nueva esperanza con la toma de posesión de Michel Martelly. Frente a las ruinas del Palacio Presidencial, decenas de vallas con el rostro sonriente del nuevo gobernante ocultaban el Campo de Marte.
Cuando Malya Villard-Appolon despidió a Clarice B. en la puerta de la KOFAVIV, con su hijo a cuestas y una pequeña bolsa con pañales, unos pomos de vitaminas, un par de sábanas y 50 dólares, recordó aquella madrugada de marzo de 2010 en que la vio llegar allí. «Era una niña, una niña de 15 años», dice, «la trajo una señora que trabaja con nosotros, alguien le avisó de lo que había pasado y la trajo aquí».
Clarice vivía en el Campo de Marte desde enero de 2010, cuando el sismo se tragó su casa en el barrio de Carrefour Feuille y le robó su familia y todo lo que tenía. Compartía la tienda de lona azul con otras cinco personas (eran seis en un lugar donde vivirían apretados tres), que con el tiempo, se convirtieron en su único lazo con el mundo. Fue una de ellas, de hecho, quien dio el alarido de aviso cuando la encontró en el suelo, violada, por primera vez. En ese campamento, donde viven más de cinco mil personas en carpas hacinadas, nadie escuchó sus gritos, nadie la oyó cuando pedía auxilio.
Malya y su equipo de mujeres la acompañaron a la policía para la declaración. Luego de regreso, la llevaron al hospital. Unos análisis, pocos meses después, confirmaron que Clarice no tenía sida. Una verdadera suerte en un país donde 200 mil personas padecen esa enfermedad y 60 por ciento de ellas son mujeres; un país donde el VIH es la principal causa de muerte y ha dejado más de 25 mil niños huérfanos.
Sin embargo, cuando Malya le leyó los resultados de los exámenes (Clarice es analfabeta, como 60 por ciento de las mujeres haitianas), la muchacha se desmayó. Confirmó una duda que con el tiempo era ya casi una certeza: estaba embarazada; tendría un hijo de uno de esos hombres que la había violado. Ella decidió dar a luz. La elección, por inusitada, no deja de ser común en Haití, donde el número de embarazos se ha triplicado después del terremoto (según la Organización Panamericana de la Salud, debido a la falta de métodos anticonceptivos y las violaciones).
En marzo de 2011, con 16 años, un hijo de tres meses a cuestas, una bolsa de pañales, vitaminas, sábanas y unos dólares, Clarice B. regresó al Campo de Marte. La KOFAVIV, financiada por ACNUR, le daría un estipendio todos los meses, buscaría un trabajo para ella, una guardería para el bebé. «Les damos refugio por un año, un dinero, les buscamos empleo, hacemos todo lo que podemos; pero no damos abasto, llegan decenas de mujeres cada mes, no damos abasto», repite, casi como excusa, Villard-Appolon. Probablemente esa noche, a la luz de la luna, las carpas apagadas y silenciosas revelaron nuevamente para Clarice la tragedia de su destino, el horror, el desamparo, la verdadera naturaleza del Campo de Marte.
No era habitual que alguien llamara a esa hora de la mañana, menos un día como ese, cuando casi toda República Dominicana se había acostado tarde la noche anterior por acudir a las celebraciones católicas de la Vigilia Pascual. Era el 8 de abril de 2012, la fecha en que toda la cristiandad celebra la Pascua, el Gran Paso, la victoria de la vida sobre la muerte.
Cuando la doméstica negra abrió la puerta de la casa, ubicada a un par de kilómetros en la frontera, en Dajabón, en la parte dominicana, su cara se demudó, la boca no podía articular palabra, las manos comenzaron a temblar, los ojos querían salirse de las órbitas. «Al fin damos contigo», dijo Malya Villard-Appolon.
Habían pasado casi 11 meses desde que el padre Batiste llamara a la puerta de la KOFAVIV aquel amanecer. «Es él, es él, es Laurence», repetían mientras Malya y el sacerdote revisaban al bebé, lo gritaban a coro, convencidas por la certeza, las mujeres que habían despertado por los toques.
«Laurence había nació aquí, todas lo conocíamos», cuenta. Fue entonces cuando Malya pensó que algo le había pasado a Clarice. Dieron la voz de alarma, la buscaron por todo el Campo de Marte: nada. Nadie la había visto, alguien dijo incluso que tal vez la habían matado. El tiempo pasó, y poco a poco, todo el mundo se fue olvidando de ella. Cuando relata la historia a Prensa Latina, pocos días después de haberla encontrado, Malya dice que no puede creer aún «el verdadero milagro» que la llevó a la muchacha.
Uno de los hombres que trabaja como voluntario desde hace años para la KOFAVIV, un camionero que transporta verduras hacia Dominicana, la reconoció un día en el mercado de Dajabón, trató de conversar con ella. Clarice huyó, pero él pudo seguirla, vio la casa donde entró. Cuando abrió la puerta aquella mañana y vio a Malya, con dos mujeres y el hombre que había visto unos días antes, Clarice se encontró de frente con el pasado del que había huido y tal vez, también, con su futuro, con su destino, con la posibilidad de reconciliarse consigo. Pero les cerró la puerta en las narices. Dijo que la dejaran tranquila, que no la buscaran más.
Malya volvió a tocar, tan fuerte que despertó a los dueños. Fueron ellos quienes abrieron de nuevo, les contó todo. Clarice la desmentía: «no, no es cierto», lo juraba por la virgen del Perpetuo Socorro, la patrona de Haití, hacía cruces con los dedos, se los besaba, que no la conocía, «no sé quiénes son», que nunca había tenido un hijo.
Pero cuando Malya repitió que sí lo tenía, que se llamaba Laurence, y estaba con ellas desde hacía casi un año, que estaba vivo, grande, bien, Clarice no soportó más y se echó a llorar. Diez meses y 25 días necesitó aquella muchacha negra para volver palabras los angostos vericuetos de su vida, el secreto de su última noche en Haití.
Lo contó todo: fue violada aquella madrugada por segunda vez, frente a su hijo. Antes de dejarla tirada en el piso, le cortaron la cara. Eran tres hombres. Ella no atinó a nada, recogió al niño, lo dejó frente a la iglesia, huyó. Un rato después, con el rostro surcado por una cicatriz y con otras tantas heridas que tal vez nunca podrán sanar, Clarice B. recogió sus cosas, apenas una maleta, el dinero dado por los dueños de la casa y montó en el camión junto a Malya, el hombre y las dos mujeres.
Iniciaba otra vez su viaje al fin de la noche. Enrumbaron hacia Mal Paso. Amanecía. Ya en el centro de Haití, cerró los ojos cuando pasaron frente al Campo de Marte. En las carpas azules con las siglas de la ONU, la gente comenzaba a despertar.
Trata de mujeres en Dominicana: Sueños convertidos en pesadillas Las dominicanas Rosa Iris de la Cruz, de 26 años, Luz María Serra Hernández, de 25, Cristina Polanco de la Cruz, de 28 y Alexandra de los Santos Ramírez pagaron miles de dólares por contratos de trabajo que resultaron falsos. El caso expuesto por la prensa dominicana, sobre la base de informaciones policiales, indicó que las estafadas entregaron a Nancy Josefina Matos 14.238 dólares; después viajaron a Beirut, la capital libanesa, donde supuestamente las habían contratado como bailarinas.
Fueron recibidas al llegar por un tal Salam, quien las llevó al hotel Beirut Star. En ese alojamiento, ubicado en Hambra, las despojaron de sus pasaportes y boletos aéreos. Rosa Iris, Luz María y Cristina señalaron a la Policía que las obligaban a trabajar de 10 de la noche a cinco de la mañana en el centro nocturno Teacher’s Club por 200 o 300 dólares. Durante el tiempo de trabajo, no les daban alimentos ni sueldo hasta finalizar el contrato de tres a seis meses, incumpliendo lo pactado y tomando el dinero para provecho personal.
En el caso de Alexandra, esta denunció que le entregó a Nancy Josefina Matos cuatro mil 500 dólares para la gestión de visado a fin de viajar a Beirut como bailarina y al llegar al Líbano, la dejaron abandonada en Hambra, en el Teacher’s Club. Alexandra reveló que la obligaron al traslado a Alemania, donde la pusieron a trabajar tres meses para poder comprar el boleto de avión de regreso, sin cumplir lo acordado. Por la persistencia de gestiones de familiares y amigos de las víctimas con las autoridades del país de procedencia, en este caso República Dominicana, se pudo conocer que la persona que hizo los trámites aquí y estafó a esas cuatro mujeres fue Nancy Josefina Matos, en prisión preventiva hasta ser juzgada. La Policía explicó que se profundiza en las investigaciones para determinar si existen otras personas implicadas en este delito de trata de mujeres. Falta de información y pobreza hacen que miles de mujeres en el mundo pongan sus esperanzas de mejorar en promesas de fama y dinero que las llevan a la esclavitud sexual y pérdida de identidad.
La trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual y en condiciones de semi esclavitud, se reconoce, es uno de los crímenes de mayor crecimiento en el mundo y una de las violaciones más graves de los derechos humanos. Dicha trata de seres humanos es la tercera actividad ilegal más lucrativa del mundo, después del tráfico de armas y elnarcotráfico, generando ganancias cercanas a los 36 mil millones de dólares anuales, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Un informe sobre trata de personas, particularmente mujeres, en Centroamérica y Caribe, publicado por Cooperación Técnica Alemana, arrojó que República Dominicana es tercer país a nivel mundial en este tráfico ilícito.
El costo de la violencia doméstica
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) calcula que el costo de la violencia doméstica es de 15 mil millones de dólares en Latinoamérica, lo que representa una inversión del dos por ciento anual del Producto Bruto Interno para atender sus efectos. Dichos gastos incluyen los servicios para tratar y apoyar a las víctimas y a sus hijos y el enjuiciamiento a los agresores; además tienen en cuenta la pérdida de empleo y productividad, al igual que los costos relacionados con el dolor y sufrimiento humanos.
En general, todas las formas de violencia sexista tienen altísimos costos en la salud de las mujeres, los que aún no han sido lo suficientemente dimensionados. Como promedio, se estima que las mujeres víctimas de este tipo de intimidación necesitan más intervenciones quirúrgicas, hospitalizaciones, atenciones médicas, medicamentos y tratamientos post-traumáticos de tipo psiquiátrico, que otras con alguna enfermedad o dolencia.
Por ello urge reconocer la complejidad y magnitud de este fenómeno que adopta distintos rostros: abusos sexuales, violación e incesto, maltrato en la relación de pareja, amenazas e insultos, acoso y coerción sexual, explotación y tráfico sexual, esclavitud y violencia psicológica y económica. A esto se han agregado en los últimos años las violencias vinculadas a la tecnología de las comunicaciones, por ejemplo, la pornografía y las redes pedófilas en Internet. Todas ellas, sin excepción, tienen un alto costo en términos de la salud integral de las féminas afectadas, con daños que pueden ser inmediatos y que en muchos casos tienen consecuencias fatales o incluso para toda la vida. De hecho, el número de feminicidios ha crecido en los últimos años en países de América Latina y el Caribe como México y Guatemala (los casos más emblemáticos), Chile, Costa Rica y Argentina, entre otros. Es así que la violencia contra este sector poblacional no se limita a una cultura, región o país específico, ni a un tipo particular de mujeres. Sus raíces subyacen históricamente en las relaciones desiguales frente al hombre y en la persistente discriminación.
Por sus graves efectos sanitarios, así como por la incidencia y el daño severo que ocasiona en la sociedad, la violencia contra las mujeres ha sido declarada un problema de salud pública. La consideran así la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud, entre otros organismos, dejando de ser tan solo una seria violación de derechos humanos bajo los tratados internacionales.
Cira Rodríguez, Liset Salgado, Deisy Francis, Isabel Soto, Liomán Lima, Elsy Fors y Duber Piñeiro