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Volodia Putin, el chekista deseado

Fuentes: Rebelión

En las acciones de los hombres, y sobre todo de los príncipes, contra los cuales no hay tribunal al que recurrir, se considera primordialmente el fin. El Príncipe, Nicolás Maquiavelo

El príncipe chekista

            “¿Qué es mejor, el comunismo o el capitalismo de bandidos?” No fue una pregunta retórica, más bien corresponde a la clásica en cualquier callejón desolado y dicha de manera inapelable: “La billetera o la vida”. Esa pregunta de retórica malintencionada se la hicieron a Tony Blair, entonces primer ministro de Reino Unido, Anatoly Chubais (la mente privatizadora a lo bestia de los bienes de la ex-URSS) y Boris Nemtsov (fue asesinado el 27 de febrero 2015), en 1997. T. Blair  respondió que prefería lo segundo; por supuesto no era su país y el infierno es el otro. Los preguntones bailaron en una pata, era lo que ocurría en lo que  había sido la Unión Soviética y era lo que ellos propiciaban como “fin de esa historia”. El diálogo es contado por David Hoffman, en su libro The Oligarchs (Los oligarcas), citado por Peter Truscott, en la biografía de Vladimir V. Putin.

            El axê más íntimo de un revolucionario, mujer u hombre, es una mezcla contradictoria entre aquello que parece y suena romántico como la justicia social con la primera claridad del día después de mañana, la temprana honestidad implacable y cierta avidez desalmada por el poder político absoluto. Esa química de emociones, sentimientos, pragmatismo y afectos inquebrantables consumirán al líder revolucionario hasta el último minuto de su vida. Y en ese guayacán ardiente se consumen amistades añejas y la tentación de “todo el poder para… el partido”. Además, él (o ella) vive y actúa dentro, muy dentro, de una sociedad determinada y tiene debajo de la almohada El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, con un señalador en el capítulo XIX y los resaltados tienen destellos para nunca olvidar. ¿Qué subrayaría el gobernante calificado de revolucionario? Está en la tentación del triunfo absoluto. O en los escalofríos de la derrota fatal. “Un príncipe debe tener dos temores: uno en el interior, hacia sus súbditos; otro, en el exterior, ante los extranjeros poderosos”[1]. El príncipe chequista[2] (o razviedchik) Vladimir V. Putin debió saberlo y así comenzó una carrera que ahora tiene surtido los asombros por lo imprevisto de su largura política en el poder.  

El trinomio de los incorruptibles

            Los biógrafos de estas personalidades suelen ser imprecisos, algo así como apuntarle al cura y acertarle al campanario (gracias, R. Bonafont). El 20 de diciembre de 1917, fecha de creación de la Cheká[3], la gestión del gobierno de los bolcheviques se evaporaba en todo el moribundo imperio ruso, incluyendo Moscú y Petrogrado. Cheká son las siglas en ruso de Comisión Extraordinaria Panrusa para Enfrentar a la Contrarrevolución y el Sabotaje. Después se agregarían otras funciones, por lo cual la organización (dañado su idealismo del inicio) y ampliada denominación por las funciones se volvió inmanejable. Se cometieron acciones ilegales, incluyendo asesinatos. Hay toneladas de libros describiendo montañas de trágicas fechorías, ahí se mezclan fantasías y verdades.

            La teoría leninista de la defensa del Estado gobernado por un grupo de revolucionarios se registró en El Estado y la revolución, escrito apresuradamente entre agosto y septiembre de 1917, mientras el hervor de los acontecimientos no permitía enfriar el caldo teórico. Nunca como antes se podría decir que fue un texto de coyuntura y no por ello imprescindible para lo que vendría después. La madurez  de los acontecimientos pero las condiciones políticas tenían otra ingeniería social de detalles. V. I. Lenin se movió por la comparación analítica con realizados por Karl Marx a la revolución de 1848, en Francia y La Comuna de París de 1871 y publicados en diferentes libros, por citar uno de ellos, La guerra civil en Francia. Esa antítesis fue entre “el Imperio (francés, JME) y La Comuna”. Hasta ese diciembre la inquietud de la conducción política bolchevique debía ser que la Revolución de Octubre (de acuerdo al calendario juliano, vigente en el imperio ruso) no pareciera otro ‘asalto al cielo’. No fueron sus años de clandestinaje y por su devoción revolucionaria por lo que se le encargó dirigir la Cheká a Félix E. Dzerzhinsky, él era un asceta radical. El hambre y la necesidad de esos años requerían de personajes legendarios para comprender la dureza de las respuestas al descontento. Comenzó la leyenda de los chekistas que cruzó con poco desgastes los altibajos del socialismo soviético y se entroncó con la era post. Si esa conducta ejemplar era obligatoria en esos años de escasez, la incorruptibilidad fue el valor desafiante a los abusos de poder para el enriquecimiento en las décadas siguientes. La frase fundacional de la Cheká, y hasta hoy es el juramento de los chekistas, fue: “Manos limpias, corazón ardiente, mente fría”. De ahí viene Vladimir V. Putin.

La revolución no debe aturdirse con el pasado

            El socialismo soviético jamás fue un mundo perfecto, aunque pretendía superioridad sobre el capitalismo. Alguien debía creer en esa invención y si no se creía quedaba el consuelo feroz que podría serlo un día de aquellos. Los chekistas producían una mezcla de respeto y temor en sectores de la sociedad soviética; también odio, aunque este sentimiento fue minoritario y muy publicitado en novelas y filmes. El desbarajuste burocrático de los años ’70, en la URSS, ganaba en desencanto a la generación de posguerra, en las comparaciones de vitrina y neón entre los dos sistemas políticos el socialista perdía, pero respondía con ideología de esperanzas al oropel capitalista. La desazón social mordía como perro con hambre el entusiasmo por los triunfos militares (la Gran Guerra de la Patria contra el nazismo) y los triunfos científicos del socialismo (primeros satélite, animal, hombre y mujer colocados en el espacio extraterrestre).

            Las revoluciones envejecen, de vez en cuando, más rápidos que sus líderes. A veces también retornan las piedras lanzadas y de qué manera regresan: “La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase”[4]. El entramado fraseológico fue sobrepasado por la realidad de las conversaciones que comparaban bisuterías como calidad política sistémica, el desgaste emocional afectaba a la gran parte de la juventud, los símbolos socialistas ya eran la rutina visual de la ineficacia sistemática y el deseo cosas diferentes sustituía a la nostalgia heroica de libros, celebraciones, murales y monumentos. Menguado el lustre de esos resultados, de boca en boca se fortalecían habladurías sobre insólitos privilegios de la conducción política, corrupción desbordada y falsos logros económicos. Ocurrió la esclerosis cultural. En los militantes rondaba una contrariada idea romántica de otros tiempos, quizás mejores, de querer establecer cierta gestión severa del bolchevismo primario. Aquellos más decididos remataban con un remedio de gobernabilidad: “¡qué vengan los chekistas!”

El líder de la nueva Rusia: hombre expeditivo y de acción

            Fue muy popular eso de que los únicos habilitados para salvar al socialismo debían ser ellos. Traspasado el umbral de los deseos aparecían los elementos de la desazón: socialismo soviético y orgullo nacional. Una mezcla a menudo confusa y en algún recodo personal cuajaba por algún lado el identificable mal sabor de la derrota del amor propio, cronológicamente repartido por museos, obras de teatro, canciones e instituciones académicas. La leyenda de héroes incorruptibles y apasionados, además de patriotas creó y agrandó el mito del chekismo como ese colectivo casi por encima del bien y del mal que se las sabía todas y completas, la aureola de combatientes eficaces contra todo lo malo del sistema se desbordó en las habituales conversaciones del té entre familiares y entre amistades. Los extranjeros asistíamos en atento silencio a esos desiderátums de amistosos y ruidosos parlamentos. Las muertes sucesivas de Leonid Brézhnev trajo a Yuri Andrópov, el chekista deseado. El hombre puso manos a la obra en una desesperada carrera, con la sentencia de muerte, por renovar el sistema. Apenas comenzaba a rehabilitar el aparato de Gobierno cuando se murió, el 9 de febrero de 1984, con él debió perderse la oportunidad de obtener mejores resultados en lo que unos años después se llamaría perestroika.

            A los chekistas del desparecido Comité para la Seguridad del Estado (KGB[5], por sus siglas en ruso) se los caracteriza, en el cine y la literatura, de insensatos, idiotas e inmorales; bueno, no irán al paraíso, si esa es la medida de todas las conductas humanas y de los servicios de inteligencia. Por el embutido mental e ideológico se parecería al Mossad  israelí, desconozco en las acciones de campo, tenían (o aún tienen) unos firmes principios ideológicos y un activo nacionalismo ruso. Los chekistas no eran los más radicales ni quienes se llenaban la boca de artificios fraseológicos, era gente culta, aguda capacidad de análisis, convencida de la superioridad nacional soviética (o rusa) y fino talento operativo. Vaya usted a saber si Vladímir V. Putin tuvo el entrenamiento del político profesional, de sus primeros años en el Gobierno ruso quedan anécdotas de algunas ingenuidades, pero se recompuso con rapidez, ahora es lo que antes fue, de aburrido laconismo a “expeditivo hombre de acción”.

            Peter Truscott, en Vladimir Putin, líder de la nueva Rusia,  Edit. Ateneo, 2005, p. 357, escribe: “Putin no es un individuo único. Como él mismo dijo, es un típico producto de la educación patriótica soviética. Es también el típico exponente de una generación de oficiales intermedios y cultos de la KGB”.     


[1] El Príncipe, Nicolás Maquiavelo, Ediciones y Distribuciones Mateos, Madrid-España, 1998, p. 126.

[2] разведчик

[3] Всероссийская Чрезвычáйная Комиссия, ВЧКComisión Extraordinaria de Pan-rusa, Cheká. Meses después se transformó en la Comisión Extraordinaria Panrusa para la lucha con la Contrarrevolución, la Especulación y el Abuso de Poder, pero conservando la abreviatura inicial.

[4] El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx, p. 9. Documento en pdf. Las cursivas corresponden a JME.

[5]  Комите́т госуда́рственной безопа́сности, КГБ.