El anuncio de elecciones anticipadas para el 23 de febrero supone un punto de inflexión en la crisis política latente que sacude a la primera potencia europea. La ruptura de la coalición entre socialdemócratas, verdes y liberales cristaliza los efectos de la recesión económica, que a su vez forma parte de una trayectoria descendente a más largo plazo, y las diferencias en materia de política exterior, en particular en relación a Ucrania.
Políticamente, la impopularidad del bloque gubernamental parece beneficiar sobre todo a la extrema derecha, encarnada por la AfD. Pero más recientemente, el panorama en la izquierda también ha sufrido una gran convulsión: la desaparición de Die Linke que ha permitido la irrupción del nuevo partido de Sahra Wagenknecht, cuya coctel de propuestas sociales, oposición a las guerras en curso y posiciones antimigrantes con tintes islamófobos está resultando muy controvertida.
En este artículo, Leandros Fischer, profesor de la Universidad de Aalborg (Dinamarca) y antiguo militante de Die Linke, ofrece un análisis global del malestar alemán. Se centra en particular en los cambios que se están operando en la izquierda, con el telón de fondo de la criminalización del movimiento de solidaridad con Palestina y la creciente militarización de las políticas alemanas y europeas (Contretemps)
No fue una sorpresa. El canciller alemán Olaf Scholz, que no es el más carismático de los oradores, pronunció un discurso inusualmente enérgico el 6 de noviembre, anunciando la dimisión de su ministro de Finanzas, Christian Lindner, del partido ultraneoliberal Demócratas Libres (FDP). Alemania se encamina ahora hacia unas elecciones anticipadas el 23 de febrero.
El anuncio de la destitución de Lindner puede haber sorprendido, pero no era inesperado. La coalición SPD-Verdes-Liberales, en el poder desde 2021, ha demostrado ser un difícil matrimonio de conveniencia. A pesar de ganar las elecciones en base a temas socialdemócratas clásicos (incluido el gasto público masivo durante la pandemia), el SPD (socialdemócratas) y, en menor medida, los Verdes, se vieron obligados a formar coalición con el FDP, el partido tradicionalmente más neoliberal de Alemania y firme defensor de la disciplina fiscal.
Las convulsiones económicas de los últimos años han puesto a prueba el respeto alemán al límite de la deuda, el famoso Schuldenbremse, que limita la capacidad de endeudamiento del Estado. El FDP quería mantenerlo a toda costa. En muchos sentidos, durante los últimos tres años y medio, la presencia del FDP en la coalición gubernamental ha servido de cómoda coartada al SPD y a los Verdes para explicar la ausencia de medidas sociales significativas: “Sí, nos hubiera gustado, pero el FDP, ya ves…”. Sin embargo, esta coartada se agotó, ya que las diferencias se habían vuelto insalvables.
La causa inmediata del colapso de la coalición gobernante fue la negativa del SPD a financiar la ayuda militar a Ucrania con cargo al gasto social. En su lugar, los socialdemócratas querían relajar las restricciones fiscales impuestas por el límite de la deuda. Ni que decir tiene que el apoyo a Ucrania es un punto en el que los tres socios de coalición están de acuerdo, aunque los Verdes sean aún más halcones que sus socios de gobierno, sobre todo el SPD. Como dato revelador, Scholz mantuvo una conversación telefónica con Vladimir Putin el 15 de noviembre. Aunque posteriormente reiteró el apoyo de su gobierno a Ucrania, esta llamada marcó una ruptura significativa con el estado de ánimo que prevalecía hace dos años, cuando el colapso de Rusia parecía ser el único resultado aceptable a los ojos de los líderes occidentales.
Fin de ciclo para el modelo alemán
En muchos sentidos, la ruptura de la disfuncional coalición de gobierno alemana es un síntoma del palpable malestar en el que se encuentra el país, reflejo de la crisis casi terminal del modelo económico que ha dominado la eurozona durante las dos últimas décadas. La contrapartida económica al discurso de Scholz fue el reciente anuncio de Volkswagen -posiblemente la empresa más emblemática del capitalismo alemán- de su intención de reducir la producción cerrando varias plantas, recortando los salarios un 10% y congelándolos durante los próximos dos años. Estos anuncios son un clavo más en el ataúd de la industria alemana, que en los últimos años ha sufrido las consecuencias de la subida de los precios de la energía y la caída de la demanda mundial de productos fabricados en Alemania.
De hecho, el cortoplacismo que marcó la era Merkel vuelve a perseguir al país, descrito como el enfermo de Europa a finales de la década de 1990. Tras llegar al poder en 2005, Angela Merkel continuó y profundizó el programa de reformas de Gerhard Schröder [canciller socialdemócrata de 1998 a 2005], que pretendía poner fin a este estancamiento. Al liberalizar el mercado laboral y remodelar la protección social sobre una base disciplinaria, los gobiernos alemanes restablecieron la rentabilidad del capital exprimiendo los salarios reales, que se han mantenido en niveles muy inferiores a los de la productividad. Esto ha permitido a la industria alemana superar a sus principales rivales europeos, especialmente a Francia e Italia.
En muchos sentidos, la crisis política crónica en Francia -el colapso electoral del Partido Socialista y de la derecha gaullista, la aparición del bonapartismo centrista en forma de macronismo y la posterior crisis de este último- es el resultado del deseo del capital francés de emular a su rival alemán, así como de la inquebrantable resistencia del movimiento obrero a estos planes. Este último elemento contrasta fuertemente con la colaboración de la burocracia sindical alemana, que no sólo aceptó la reducción de los salarios reales como precio de la globalización, sino que también participó en el brutal régimen de austeridad que los gobiernos alemanes impusieron al sur de Europa, en particular a Grecia.
La contrapartida de este milagro exportador fue una adhesión religiosa a los superávits comerciales y al límite de la deuda. Alemania es un país cuyas infraestructuras se están colapsando y cuyos altos niveles de subinversión crónica están a punto de rivalizar con los de Estados Unidos. Cualquiera que haya viajado en los trenes alemanes en los últimos años llegará fácilmente a la conclusión de que la eficiencia alemana no es más que un mito bien guardado. Además, la cuarta economía del mundo se ha quedado rezagada en materia de digitalización. La innovación también ha quedado relegada a un segundo plano, con los fabricantes de automóviles alemanes, amantes del diésel, muy por detrás de China en el desarrollo de vehículos eléctricos. Para los gobiernos presididos por Merkel, antes de Scholz, todo esto era un pequeño precio a pagar para que Alemania fuera la campeona de las exportaciones.
La geopolítica del modelo alemán: de potencia normativa a paria mundial
Sin embargo, la base del auge exportador alemán no fue sólo el aumento de la tasa de explotación combinado con la ortodoxia ordoliberal. También fue el producto de cierto nicho geopolítico que las élites alemanas se habían labrado en las dos últimas décadas. El poder blando alemán se basaba en una política exterior más discreta y reactiva que proactiva. Como resultado, Alemania era un gigante económico y un enano político. Aunque los gobiernos alemanes posteriores a 1990 adoptaron una postura intervencionista más firme -participando en las guerras de la antigua Yugoslavia, Afganistán y Mali-, dieron prioridad a los intereses económicos, a los que sólo se podía servir globalmente desarrollando un poder normativo en el marco de la integración europea.
El apogeo de este enfoque fue sin duda la negativa del gobierno de Schröder a participar en la invasión de Irak en 2003, a pesar de que Alemania proporcionó a las fuerzas angloamericanas información crucial sobre los objetivos que debían alcanzarse en territorio iraquí. A pesar de ser una orgullosa atlantista que criticó el rechazo alemán a la guerra cuando estaba en la oposición, Angela Merkel continuó por ese camino. Durante la crucial votación del Consejo de Seguridad de la ONU sobre la intervención militar en Libia en 2011, Alemania se abstuvo. El efecto de estas decisiones fue allanar el camino para las inversiones alemanas en países como China, India, Rusia y Sudáfrica, preservando al mismo tiempo los lazos económicos de Alemania con Estados Unidos.
Sin embargo, el factor más crucial fue el suministro de gas ruso barato, que ha alimentado la industria alemana durante décadas. Las raíces de esta relación económica se remontan a la era soviética y a la apertura de Willy Brandt al bloque del Este, la Ostpolitik. Ni siquiera la anexión rusa de Crimea en 2014 afectó a los planes de Alemania de seguir construyendo el gasoducto Nordstream, diseñado para eludir Estados potencialmente problemáticos como Polonia y Ucrania. Esta lógica económica se reflejó políticamente en la incapacidad del Gobierno de Merkel para ajustar su gasto en defensa al nivel exigido por Estados Unidos, es decir, el 2% del PIB. La confianza en esta estrategia mercantilista se basaba en el dominio de Alemania dentro de la eurozona. Se trataba de un pensamiento a corto plazo impulsado por los intereses de las empresas alemanas, que no tenía en cuenta el curso futuro de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia en torno a Ucrania.
La invasión rusa de Ucrania cambió todo eso y puso al país en el camino de la militarización, llegando incluso a debatirse abiertamente la reintroducción del servicio militar obligatorio. Las misteriosas explosiones que inutilizaron el gasoducto Nordstream en octubre de 2022 pusieron fin definitivamente a la dependencia económica de Alemania respecto a Rusia. El Gobierno de Scholz participó activamente en la escalada en relación a Ucrania, justificando esta actitud con el argumento de la compensación por la ingenuidad pasada hacia Vladimir Putin. Sin embargo, el incremento del precio de las acciones de Rheinmetall -el fabricante del carro de combate Leopard- no puede compensar el efecto perjudicial de las sanciones contra Rusia, que han provocado el colapso de las industrias medianas en los últimos dos años, sobre todo en el este de Alemania. El reciente anuncio de Volkswagen agrava una situación ya de por sí desesperada.
En esta difícil situación económica, la gestión de la política exterior por parte de la ministra de los Verdes, Annalena Baerbock, no ha hecho sino empeorar las cosas. Prometiendo una “política exterior feminista” antes de asumir el cargo, los Verdes se han paseado por el escenario geopolítico mundial con la gracia de un elefante. Tras el colapso de la relación económica con Rusia, las élites que deciden la política exterior parecen haber aceptado que la competencia con Gran Bretaña por el papel de primer lugarteniente europeo de Estados Unidos es la única carta a jugar. Incluso llegan a asumir este papel con la mayor arrogancia y falta de reflexión posibles; por ejemplo, señalando con el dedo y amenazando a China, la segunda economía mundial, por sus vínculos económicos con Rusia.
De hecho, la política exterior feminista de Baerbock hasta la fecha ha consistido en reducir el aislamiento del Occidente colectivo, imponiendo sanciones a Rusia y vendiendo armas a dechados de los derechos humanos como Turquía y Arabia Saudí. Y lo que es más significativo, el decidido apoyo diplomático y militar de Alemania al régimen israelí, que está cometiendo un genocidio contra el pueblo de Gaza mientras extiende su guerra de aniquilación al Líbano, ha marcado el colapso final del poder blando alemán, con las fundaciones políticas de los partidos alemanes y el Instituto Goethe [el equivalente a la red de Institutos franceses en el extranjero] convirtiéndose en el objetivo de las campañas de boicot en los países del Sur.
Fascistas al acecho
La desindustrialización y la sensación de hundimiento del prestigio nacional han sido ingredientes clásicos del fortalecimiento de las fuerzas fascistas, así como de las que allanan el camino al fascismo; y la Alemania de 2024 no es, en absoluto, una excepción. Sin embargo, no hay nada de irresistible en el ascenso electoral de la AfD [Alternativa para Alemania], que ahora cuenta con casi el 20% de las intenciones de voto en todo el país, con una fracción de nazis de línea dura en su interior, cuyo peso es cada vez mayor. Adoptando demagógicamente una postura antibelicista sobre Ucrania, la AfD es la versión alemana de la política trumpista; articula un antagonismo político entre el pueblo, al que dice representar, y la élite económicamente incompetente, inmersa en la política woke y lo políticamente correcto.
Resulta alarmante que la AfD se haya introducido de forma significativa entre la clase trabajadora, sobre todo en el este de Alemania, aunque no sólo en este país, reflejando una evolución similar en Francia y Estados Unidos. Según las encuestas de las recientes elecciones regionales, el racismo y la creencia de que la inmigración es el principal problema al que se enfrenta Alemania son las principales motivaciones de los votantes de la AfD, mientras que su postura pseudopacifista sobre Ucrania desempeña un papel secundario.
Sin embargo, el Gobierno dirigido por Olaf Scholz ha hecho todo lo posible por legitimar los principales argumentos de la AfD. Tras el genocidio en curso del pueblo palestino por parte de Israel a finales de 2023, Scholz ha hablado públicamente de la necesidad de deportar masivamente a posibles antisemitas, en este caso presumiblemente dirigido a la juventud alemana de clase trabajadora de origen musulmán, naturalmente inclinada, como víctima del racismo, a identificarse con el asediado pueblo de Gaza. El payaso ministro de Economía, Robert Habeck [de los Verdes], apareció en televisión casi al mismo tiempo para recordar a las y los musulmanes alemanes que su aceptación como ciudadanos con plenos derechos estaba condicionada a que renunciaran a la solidaridad con Palestina.
Cuando, a principios de 2024, salieron a la luz revelaciones sobre una reunión secreta entre altos cargos de la AfD y conocidos neonazis, en la que se hablaba de la emigración de retorno de millones de personas, no solo inmigrantes, sino también alemanas con raíces extranjeras, se produjeron manifestaciones masivas contra la AfD en todas las grandes ciudades. Aunque la mayoría de la gente salió a la calle para expresar un auténtico disgusto con la AfD, los organizadores se aseguraron de que su discurso apoyara no sólo al gobierno de Scholz, sino también a instituciones racistas clave como la policía. La ironía de la situación no pasó desapercibida para las y los manifestantes que se solidarizan con Palestina, que intentaron intervenir en estas marchas, pero que en muchos casos fueron expulsados al grito de ¡Esta no es vuestra manifestación! El liberalismo alemán, en particular el de los Verdes, parece cada vez más una mezcla de políticas racistas y posturas moralizantes.
El 7 de noviembre, el Bundestag [parlamento federal] aprobó una resolución que pretende combatir el antisemitismo, en la que el antisemitismo se define casi exclusivamente como oposición al sionismo, y que autoriza a denegar o retirar la financiación a investigadores y artistas que expresen su apoyo a los derechos palestinos. Esta resolución es un paso más en el camino hacia el autoritarismo y la reducción de los espacios públicos para el pensamiento crítico. Se elaboró a puerta cerrada entre el gobierno y la oposición liderada por la CDU, con los diputados quejándose en privado de la inmensa presión que ejercían sobre ellos la embajada israelí y los grupos de presión. La AfD apoyó con entusiasmo la resolución, mientras que Die Linke, el partido de izquierdas, se abstuvo vergonzosamente. Sólo la BSW [Alianza Sahra Wagenknecht], reciente escisión de Die Linke, votó en contra. Significativamente, la AfD felicitó a su archienemigo, Los Verdes, por reconocer finalmente que la principal fuente de antisemitismo en la Alemania actual son las personas inmigrantes musulmanas.
El crecimiento electoral de la AfD sigue un patrón bien conocido, según el cual los partidos mayoritarios intentan conectar con la gente ordinaria adoptando los temas de conversación de la extrema derecha, lo que otorga a esta última una mayor legitimidad política. La represión de las manifestaciones de apoyo a Palestina y la cancelación de actos en los que participaban oradores críticos con Israel -muchos de ellos claramente judíos- han sido factores clave en la legitimación de la AfD. La AfD no sólo es peligrosa para la población musulmana, también está teniendo consecuencias cada vez más preocupantes para la población judía alemana.
Desde el 7 de octubre, las instituciones gubernamentales y las fuerzas dominantes han hecho todo lo posible para infundir miedo en las comunidades judías, recordándoles a cada paso que su verdadero hogar está en otra parte, en un Estado que está cometiendo un genocidio. Un reciente artículo en la web del semanario Der Spiegel sobre un atentado frustrado contra la embajada israelí en Berlín (desde entonces suprimido), que se refería a ella como la embajada judía, es sintomático de este estado de cosas. Qué mejor regalo para un partido como la AfD, muchos de cuyos líderes defienden una cosmovisión antisemita proveniente de la tradición völkisch alemana, ¡disfrazada tras un apoyo demasiado entusiasta a Israel!
Die Linke: un partido invertebrado
La ausencia de una alternativa creíble a la izquierda es otro factor decisivo en el ascenso de la extrema derecha. En las encuestas, Die Linke, el principal partido de izquierda radical de Alemania desde finales de la década de 2000, se ha situado sistemáticamente por debajo del umbral del 5% necesario para entrar en el Parlamento federal 1. Queda por ver si será capaz de superar los pronósticos el próximo mes de febrero y volver al Bundestag. A juzgar por sus malos resultados electorales en tres Estados del Este que antaño se consideraban su feudo -Turingia, Sajonia y Brandeburgo (donde, por primera vez en su historia, fue excluido de una asamblea del Este)-, el futuro del partido no parece brillante.
Su cabeza de lista en las últimas elecciones europeas, Carola Rakete, es una activista humanitaria con ideas políticas vagas y casi inexistentes, que votó a favor de aumentar la ayuda militar a Ucrania. El historial de la dirección saliente ha sido un desastre, ya que Die Linke no ha adoptado ninguna posición legible sobre la guerra de producuración entre Rusia y la OTAN y cree que la crisis del coste de la vida no tiene nada que ver con el aumento de las rivalidades interestatales. Los principales representantes de la izquierda del partido tardaron varios meses en pedir un alto el fuego en Gaza por miedo a ser calificados de antisemitas.
Salvo contadas excepciones, el partido ha estado ausente de las movilizaciones de apoyo a Palestina, y los activistas de los numerosos campamentos de solidaridad que proliferaron en las universidades alemanas la primavera pasada votaron mayoritariamente a favor de MeRA25, el movimiento paneuropeo del ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, que ha condenado enérgicamente el apoyo del gobierno alemán a Israel. Una honrosa excepción a la debilidad de Die Linke fue el eurodiputado Özlem Demirel, cuyas posiciones sobre Ucrania y Gaza fueron inequívocas. Sin embargo, como dice el refrán, la excepción confirma la regla.
La creciente sensación de que el partido ha perdido el contacto con los votantes de la clase trabajadora desempeñó un papel clave en el surgimiento de una nueva dirección en el congreso del partido celebrado hace un mes. La anterior pareja, formada por Janine Wissler y Martin Schirderwan, anunció que no se presentaría a la reelección, y fue sucedida por Ines Schwerdtner y Jan van Aken. En este congreso, la izquierda se mantuvo firme, como demuestra la salida del partido de algunos de sus dirigentes más derechistas y sionistas, que no obstante conservan sus escaños en los parlamentos regionales para seguir desestabilizando el partido y chantajearlo desde el exterior.
La nueva dirección también se benefició de la integración en Die Linke de toda la ejecutiva de los Jóvenes Verdes, que abandonaron colectivamente su partido original. En apoyo de su decisión, este grupo citó el fracaso de los Verdes en cuestiones de inmigración y medio ambiente, así como el hecho de que el partido no defiende un modelo económico alternativo al capitalismo. No es exagerado interpretar este cambio como un resultado indirecto de la movilización en apoyo de Palestina, en cuyas filas hay muchos participantes de los movimientos ecologistas radicales y antirracistas.
Sin embargo, la nueva dirección ya ha fracasado en su primera prueba al abstenerse en la mal llamada resolución antisemitismo en el Bundestag, supuestamente porque uno de los diputados más derechistas del grupo parlamentario amenazó en un mensaje de texto con votar a favor de la resolución si el resto del grupo votaba en contra. En el primer aniversario del 7 de octubre, Schwerdtner también emitió una declaración en la que, aunque condenaba las acciones de Israel, atribuía odio eliminatorio a Hamás, una terminología sacada directamente del repertorio sionista que afirma que la resistencia palestina es la heredera de las SS. Esta blandura sustantiva se enmascara con ardides publicitarios, como el anuncio de Schwerdtner y van Aken de que sólo recibirán un salario reducido en sus nuevos cargos en la dirección del partido.
Lo más significativo es que Die Linke ha iniciado procedimientos para expulsar a Ramsis Kilani, activista germano-palestino y figura destacada del movimiento de solidaridad con Palestina, basándose en la misma mezcla de acusaciones infundadas, distorsiones y tergiversaciones utilizadas en la caza de brujas contra Corbyn dentro del Partido Laborista. Esto contrasta fuertemente con la indulgencia mostrada con el ex Primer Ministro de Turingia, Bodo Ramelow, quien, contraviniendo las decisiones del partido, defendió el envío de armas a Ucrania.
Una cosa es cierta: el partido no llegará a ninguna parte si intenta contentar a todo el mundo y, al final, no contenta a nadie. Centrarse en cuestiones de fin de mes -economicismo disfrazado de vuelta a la clase– y esperar que las divisiones en torno a la UE, Ucrania o Gaza desaparezcan por arte de magia, que es lo que Die Linke ha estado haciendo durante los últimos diez años, sólo puede conducir a resultados desastrosos. Es más, es pura fantasía imaginar que podemos representar a la clase trabajadora en toda su diversidad evitando el único tema que une a todos los inmigrantes de Alemania, que es, por supuesto, Palestina.
Si el partido acaba moviéndose a la izquierda, no será por una inteligente estrategia interna ideada por su ala izquierda, sino por la presión concertada de movimientos extraparlamentarios que están desafiando frontalmente, entre otras cosas, la ideología de la razón de Estado -el apoyo incondicional de Alemania a Israel-.
El partido de Wagenknecht no es una alternativa
El progreso electoral de la BSW (Alianza Sahra Wagenknecht), el partido nacionalsoberanista dirigido por la antigua portavoz de Die Linke en el Bundestag, no ha ayudado a Die Linke a resolver sus dificultades. El BSW ha erosionado su base electoral, sobre todo entre las y los pensionistas, en las tres últimas elecciones en el este de Alemania. Según los sondeos, su postura contra la guerra en Ucrania fue uno de los factores más importantes para votarla, postura confirmada por su oposición al estacionamiento de nuevos misiles nucleares estadounidenses de alcance intermedio en Alemania.
Desde 2015, Wagenknecht ha cuestionado el apoyo de Die Linke a las personas migrantes, argumentando que el partido está perdiendo el apoyo de la clase trabajadora debido a estas posiciones. Ha presentado su enfoque como la forma más eficaz de reducir el atractivo de la AfD, llegando incluso a atacar las ya draconianas políticas de asilo del Gobierno de derechas. Sin embargo, los resultados de las recientes elecciones regionales parecen indicar lo contrario. El BSW no debilitó a la AfD, sino a Die Linke. ¿Significa esto que Wagenknecht se ha equivocado?
La respuesta es sí y no. La líder del BSW es ciertamente peligrosa e irresponsable al adaptarse de forma oportunista al clima de xenofobia imperante, y en este punto hay que oponerse ferozmente a ella. En cuanto a los representantes de su movimiento que no comparten necesariamente sus puntos de vista sobre esta cuestión, hay que pedirles cuentas. No hay nada natural en el racismo, una ideología cultivada por un conjunto de instituciones, políticos y medios de comunicación controlados por la clase dominante. Pero eso, desde luego, no absuelve a Die Linke.
BSW parece haber encontrado un nicho como único partido del Parlamento federal (con varios diputados de Die Linke en sus filas) que se opone resueltamente al apoyo militar de Alemania a Israel y Ucrania. Su oposición a la lamentable resolución sobre el antisemitismo obedece al deseo de compensar las continuas capitulaciones de Die Linke en política exterior. Los activistas palestinos que buscan apoyo parlamentario planteando preguntas sobre los suministros de armas alemanas a Israel afirman haber encontrado una puerta abierta en el BSW, mientras que los miembros del ala izquierda de Die Linke tienen que lidiar con los giros internos de un partido que también tiene miembros que lucen con orgullo camisetas de apoyo a Tsahal en mítines antipalestinos.
La cuestión de las y los inmigrantes no es la única problemática para el BSW. Wagenknecht ha declarado en repetidas ocasiones que su partido no es de izquierdas porque, en su opinión, la izquierda se asocia ahora con la política de la identidad. Aunque sus críticos siempre se apresuran a pintar a su partido como una ciénaga de rojos y pardos, el énfasis en la política de sentido común huele más al centrismo anterior a 2008, que se ve a sí mismo como el heredero del SPD y la CDU [democristianos], antes de que ambos partidos derivaran hacia la proguerra y las fronteras abiertas, respectivamente. No es de extrañar que en los Länder del este, donde obtuvo sus primeros éxitos electorales, el BSW iniciara negociaciones con vistas a formar una coalición precisamente con estos dos partidos.
En términos económicos, la ambición del BSW de recoger la antorcha del pasado de Die Linke como partido de protesta no casa bien con la visión corporativista de Wagenknecht y su fetichización del Mittelstand, la Alemania de las pequeñas y medianas empresas que a menudo emplean a cientos de trabajadores y trabajadodras. El hecho es que el BSW es un partido acosado por graves contradicciones políticas, estratégicas y organizativas.
Afirma que Die Linke ha abandonado a la clase obrera, al tiempo que subraya que los capitalistas opuestos al feudalismo económico son bienvenidos en sus filas. Desarrolla una retórica antiinmigración, pero con miembros electos que llevan nombres como Dagdelen, Mohammed Ali, De Masi, Nastic y Hunko, tiene probablemente el equipo dirigente más diverso. Afirma ser un partido abierto y sin ataduras ideológicas, pero es un club exclusivo con rigurosos procedimientos de ingreso.
Las contradicciones se deben en parte a que Wagenknecht sigue los preceptos de Ernesto Laclau forjando cadenas de equivalencia discursivas, que articulan posiciones opuestas sobre una serie de cuestiones, algunas progresistas, otras reaccionarias, y que le permiten aparecer como la encarnación de la voluntad popular. Sin embargo, se trata de una política totalmente reactiva que, en última instancia, se verá obligada a elegir bando, izquierda o derecha, si quiere seguir siendo eficaz. Este fue el caso de Podemos en España y de La France Insoumise, que comenzaron sobre bases similares, ni de izquierdas ni de derechas.
La izquierda radical haría bien en tomarse en serio estas contradicciones para aprovecharlas. Ver al BSW exclusivamente a través del prisma de sus posiciones socialchovinistas en relación a las personas migrantes, que a su vez son afines a las de la socialdemocracia danesa gobernante, es bastante erróneo. Con una nueva presidencia de Trump en el horizonte, aumentará la presión sobre la izquierda para que vuelva a caer en un frente unido contra el racismo abstracto: “olvídate de Gaza, tenemos un presidente estadounidense racista que ahora está controlado por el Kremlin y que difunde desinformación a través de los populistas”. La posición que ve al BSW exclusivamente como una escisión de derechas de Die Linke está completamente indefensa ante semejante chantaje. Estas fuerzas supuestamente antirracistas, en particular los Verdes, no tienen nada que ofrecer a quienes son confrontados diariamente al racismo en Alemania, mas que deportaciones, empobrecimiento y apoyo al genocidio en Palestina. Son irrecuperables..
En realidad, el BSW es un reflejo invertido de la deriva de Die Linke hacia un socialiberalismo anodino. En ambos partidos hay personas con instintos genuinamente izquierdistas, así como oportunistas de todo tipo. En lugar de proclamar a cualquiera de estas dos formaciones como la solución, una mejor estrategia en estos momentos sería ampliar y desarrollar el movimiento de solidaridad con Palestina, que es ahora la vanguardia de la política progresista de oposición en Alemania. A pesar de haber sido marginado por la mayoría de los partidos políticos y la burocracia sindical, el movimiento ha demostrado ser resistente, efervescente y extremadamente diverso. Se ha convertido en el nexo de todas las luchas serias contra el racismo, incluido el antisemitismo, el imperialismo y el militarismo, el ecocidio y, por supuesto, el genocidio en Palestina.
Además, la izquierda debe pronunciarse contra los crecientes peligros de la escalada nuclear sobre Ucrania. Peligros que han resurgido con el regalo de despedida de Joe Biden a Zelensky, autorizando el uso de misiles estadounidenses de largo alcance contra objetivos en el corazón de Rusia. Por último, cualquier izquierda que aspire a ser hegemónica tendrá que hablar de los efectos nocivos de la desindustrialización en lugar de limitarse a proclamar en abstracto que la solución está en la lucha de clases. Esto es cierto en muchos aspectos, pero en sí mismo no bastará para reducir el atractivo de la AfD.
La izquierda necesita ser vista y reconocida como la fuerza que más se opone al statu quo, algo que el doblegamiento de Die Linke ante el público liberal y la complacencia del BSW hacia el sentimiento antiinmigración dominante descartan desde el principio.
Traducción: viento sur
- 1En las elecciones federales de 2021, Die Linke obtuvo el 4,89% de los votos. Sólo pudo entrar en el Bundestag al ganar tres mandatos directos en los Länder orientales, lo que, en virtud de una compleja ley electoral, le permite eludir el umbral del 5%. En las elecciones europeas del pasado mayo, obtuvo el 2,76%, mientras que el partido BSW de Sahra Wagenknecht obtuvo el 6,17%.
Fuente original: https://vientosur.info/el-malestar-aleman-crisis-economica-ascenso-de-la-derecha-y-debilitamiento-de-la-izquierda/