Este sábado [30 de marzo] se celebrará el Acto19 [1] del movimiento de los chalecos amarillos. El gobierno ha adoptado una posición terrorista tras los daños causados durante la manifestación del sábado 16 de marzo, asumiendo a partir de ese momento que pueda haber muertos. En esta entrevista, Elsa Dorlin aborda la cuestión del lugar […]
Este sábado [30 de marzo] se celebrará el Acto19 [1] del movimiento de los chalecos amarillos. El gobierno ha adoptado una posición terrorista tras los daños causados durante la manifestación del sábado 16 de marzo, asumiendo a partir de ese momento que pueda haber muertos. En esta entrevista, Elsa Dorlin aborda la cuestión del lugar que ocupan la violencia y el cuerpo en política.
-¿Cómo valora las escenas de violencia durante las movilizaciones de los chalecos amarillos el sábado 16 de marzo en París?
Se podrían utilizar otras palabras: daños materiales, destrucción de establecimientos comerciales, pero también revuelta, insurrección, etc. Estos hechos se califican de violencia extrema debido, en parte, a un marco de interpretación que nos ha sido impuesto: la imagen de esta violencia y cómo se presentan tienen la función de suscitar indignación, reprobación y la falta de solidaridad; pero la realidad de estos enfrentamientos ofrece otras imágenes, otras formas de pensar este conflicto.
Hay que mirar hacia otro lado para hablar de la violencia como tal. Antes del Acto 18, el periodista David Dufresne ya había contabilizado 202 heridos en la cabeza, 21 personas que habían perdido un ojo y cinco manos amputadas desde el comienzo de las movilizaciones de los chalecos amarillos. Tener en cuenta estas lesiones corporales, los riesgos -a partir de ahora asumidos- de muerte, permite adoptar otra perspectiva sobre la violencia. Estoy pensando en Zineb Redouane, una marsellesa de 80 años, que en diciembre último recibió el impacto de un bote lacrimógeno cuando estaba en la ventana y murió horas más tarde. La muerte de esta mujer, de la que ya no se habla, fue de una violencia extrema; aunque parece que nunca ocurrió. Así pues, hablamos de mutilaciones, de secuelas de por vida, es decir, de vidas perdidas en el contexto de una movilización social; es decir, de una actividad que constituye un derecho constitucional [derecho a manifestarse].
Esto plantea la cuestión del mantenimiento del orden público. ¿Qué dispositivo debe adoptar un régimen democrático frente a expresiones de ese derecho? Para mí, la cuestión de la violencia señala al gobierno y a las fuerzas del orden y muestra una crisis democrática histórica en Francia.
-¿Cómo analiza esta violencia física ejercida por el Estado, a través de la policía, sobre el cuerpo de los y las manifestantes?
En el hexágono francés, la historia de estos dispositivos para mantener el orden -tras las grandes huelgas y manifestaciones de la década de 1930, después, en las [movilizaciones] sindicales, sociales, anticoloniales o estudiantiles de las décadas de 1960, 1970 y 1980- muestra un lento y difícil cambio de las técnicas utilizadas con el objetivo de evitar prácticas letales. Esa nueva doctrina para mantener el orden tuvo como principio no atentar contra la integridad física de las personas, mantenerlas a distancia o dispersar las manifestaciones porque el riesgo de que hubiera alguna persona muerta se había convertido en demasiado costoso políticamente (pienso en la dimisión de Alain Devaquet como consecuencia de la muerte de Malik Oussekine en 1986 durante las movilizaciones estudiantiles).
Sin embargo, la secuencia histórica que abarca las movilizaciones del ZAD[2] (y la muerte de Rémi Fraisse en octubre de 2014), las movilizaciones contra la reforma laboral y el movimiento Nuit Debout, la muerte de Adema Traoré en julio de 2016 (tras su detención), muestran que la filosofía para mantener el orden ha cambiado de forma neta. Se ha pasado a las técnicas que suprimen la distancia: al cuerpo a cuerpo, a poner en el punto de mira a las personas (de forma bastante indiferenciado), a meter la presión a los cortejos (kettling, en inglés), a perseguir a los individuos… son prácticas de represión que intentan herir, mutilar los cuerpos, atentar contra las vidas. Esto se traduce en el uso de armas (por ejemplo, disparos de pelotas de goma (LBD), de gases paralizantes de nueva generación, porras y técnicas de combate cuerpo a cuerpo, desarrolladas en su origen por las secciones de asalto o las unidades de élite del ejército.
La decisión de desfigurar los cuerpos solo puede tener una función: no la mantener el orden sino la de quitar las ganas de volver a manifestarse a la gente, y a quienes querrían unírseles, incitarles a quedarse en casa delante de la tele. Esto se acompaña de una imaginario político viril. El Estado utiliza el género eficazmente para representar la firmeza, la energía, el respeto al Estado de derecho; paralelamente, el Estado estigmatiza a los manifestantes (solo habría hombres…) como inmaduros, bárbaros, irracionales; como niños o adolescentes rebeldes. El gobierno muestra que no falla frente a los chalecos amarillos, y utiliza un universo de palabras y de representaciones paternalistas. En realidad, es la política del garrote que utiliza la violencia física como símbolo de la autoridad política.
Ahora bien, este uso de la violencia, relativamente inédita en la Francia metropolitana desde finales de la década de los 80, siempre ha sido la norma en las colonias, después denominadas DOM-TOM [Departamentos o Territorios de ultramar]: en Guadalupe, en mayo de 19677 y en Martinica en febrero de 1974 para reprimir con un baño de sangre las huelgas. Lo mismo sucede en los barrios populares: a la luz de la historia del colonialismo y del racismo, es necesario relativizar el proceso de eufemizar la violencia policial. Hoy, no asistimos a una vuelta a los años 30, sino a ejercer de forma voluntaria, científicamente decidida, una violencia política sobre la población que hasta ahora se había librado de ella y disfrutaban plenamente de sus derechos políticos; entre ellos, el manifestarse en el espacio público sin riesgo de perder un ojo, una mano o la vida.
-Los chalecos amarillos son, sobre todo, personas salidas de las clases populares, de la Francia periférica. Sus manifestaciones cerca de los centros del poder, las degradaciones de las que se habla, ¿pueden ser interpretados como una forma de autodefensa frente a una violencia social del Estado semejante a que usted ha observado en relación a otros grupos sociales oprimidos?
En los movimientos históricos de emancipación que han utilizado o han encarnado una filosofía de autodefensa, el punto de inflexión se da cuando un poder deja de tomar en consideración la vida de determinadas personas. Para estas últimas, se hace imposible delegar en el Estado el derecho a defenderse puesto que, justamente, este Estado pone en peligro sus vidas. Por ejemplo, exponiéndoles a condiciones de trabajo deplorables, manteniéndolas en la miseria social, alojándolas en viviendas insalubres, en un medioambiente contaminado o, incluso, legitimando la violencia de la que son objeto. En una palabra, el poder ya no asegura condiciones de vida dignas de ese nombre a determinadas personas; entonces, la autodefensa se convierte en el único recurso vital.
La autodefensa no se limita al uso de la violencia para defenderse de manera ilusoria o paranoica. En la autodefensa, la violencia es la última posibilidad para supervivir. Detrás de ruido de los cristales rotos, del fuego y el saqueo, hay vidas que luchan con la conciencia extrema de que ya no valen nada y que pueden reventar en medio del silencio y la indiferencia si no se sublevan. La mayoría de los chalecos amarillos han salido de las clases populares llamadas silenciosas, no tenidas en cuenta, abandonadas progresivamente a la agonía social. Antes del otoño de 2018, lo que se ha convertido después en el pueblo de las rotondas, probablemente no tenía conciencia de hasta qué punto sus vidas estaban reducidas a no contar para nadie. Algo que para otras poblaciones depauperadas, racializadas, descendientes de la emigración colonial y poscolonial, de otros pueblos (de los barrios, de los bloques de apartamentos, de las ciudades dormitorio, o incluso de islas turísticas…), es un régimen de vida muy familiar frente al que, desde hace mucho tiempo, ha sido necesario inventar formas de defensa de la vida social y política o, simplemente, de la propia vida. Aquí vemos que la autodefensa incluye prácticas de solidaridad, de auto-organización (para desplazarse, alojarse, cuidarse, alimentarse, educarse…), de creación del ágora, del cuidado del yo y cuidado del nosotros, nosotras.
-En Montpellier, durante una manifestación habitual, surgió un debate entre los chalecos amarillos que deseaban llegar al centro de la ciudad y estimaban que las roturas [de escaparates] eran el único modo de hacerse entender y militantes ecologistas que preferían reunirse en un pueblo alternativo en la periferia. ¿Qué piensa del dilema entre violencia y no violencia?
Manifestarse en el Arco de Triunfo, delante de las tiendas de grandes firmas o, sin duda, de Fourquet’s [restaurante de lujo] en los Campos Elíseos, o en los accesos de centros comerciales en toda Francia, en las grandes calles comerciales de los centros históricos de las ciudades de Francia que se han vuelto todas iguales conforme a las renovaciones urbanas… En Navidad, los chalecos amarillos bloquearon los accesos a las grandes superficies: es decir, pusieron trabas a una sociedad consumista, responsable directa de la situación económica, medioambiental y social. Los daños o mejor, el sabotaje que me parece más apropiado en relación a lo que ocurre en estos espacios, participa de una reterritorialización de las luchas, es decir una forma de repolitización de un conflicto social (contra el 1% que disfruta de los beneficios, dividendos, subida de sueldos, de nivel de vida…). Se trata de manifestarse sin autorización ante los centros del poder, geográficamente y económicamente, más representativos: allá donde se encuentran el dinero y el capital; en los barrios ricos, donde vive la gran burguesía indiferente que goza del derecho a circular, de alimentarse, de alojarse, de instruirse, de cultivarse… sin trabas. Mucho más que tal o cual espacio público o privado, estas prácticas de sabotaje apuntan a un sistema que está espacialmente materializado. Una vez más, se trata de una forma de no reducir la acción política, la vida política, a una expresión formateada: permisos, manifestaciones con trayectos bien delimitados, con horarios marcados.
Es cierto, en paralelo, existe otro repertorio de acciones, históricamente no violento, desarrollados por militantes ecologistas, pero no solo ellos. Consiste en abrir brechas, en lugares protegidos, donde escapar del capitalismo, de la sociedad de consumo e inventar otras formas de construir comunidad. En parte, es lo que ha sido la ZAD de Notre-Dame -des- Landes. Pero la ZAD fue objeto de una violencia desmesurada para erradicarla.
-¿A qué se denomina destrozos? El debate sobre su utilidad o al contrario, su carácter contraproducente, atraviesa los movimientos sociales…
Es cierto, y esto plantea la cuestión de la representación de los que se califica como acción política, las emociones suscitadas por las movilizaciones sociales y por sus repertorios de acción. Estos últimos decenios, uno de los mayores desafíos para los colectivos militantes ha sido el impacto mediático de su acción, la imagen que les va a devolver, el discurso que va a suscitar y del que depende el reconocimiento de su legitimidad. Cuanto más sea percibida como positiva, alegre, humorística y festiva la acción, más exitosa será considerada la movilización, con la esperanza de que aúne a la opinión pública y que sea entendida. Actualmente asistimos a la anulación de este tipo de razonamiento: las condiciones exigidas para que una acción sea reconocida como legítima no parecen servir más que para agotar a las movilizaciones y los movimientos sociales. Las huelgas de larga duración en correos, en los hospitales, en la enseñanza nacional o también en la universidad… cualquiera que sea la expresión que tomen, no son tenidas en cuenta, escuchadas. Es una estrategia de desgaste, de agotamiento: así, por un lado, se exige no ser violento para ser atendido, pero, por otro, si te atienes a esta exigencia de no violencia, te enfrentas al silencio, a la difuminación, a una indiferencia que te agota.
-En su libro, tumbarse en el suelo para defender la vida no es solamente un medio para hacerse oír sino que también cambia la relación consigo misma.
La idea que he desarrollado es que la historia de la autodefensa como práctica de emancipación muestra que la política pasa por el cuerpo: haciendo gestos, elevando la voz, en el espacio público, en el mundo social, elevándose físicamente contra la injusticia, nos convertimos en sujeto político, hasta en nuestros músculos, en nuestra carne. La autodefensa es esa forma de reanimación vital del cuerpo político, de las vidas políticas en la realidad. Hoy Hace falta coraje para salir a manifestarse cuando sabemos que se puede perder la vida mientras que todo está preparado para respetar nuestros cuerpos. Salir a pesar de todo, encontrarse, formar un cuerpo colectivamente y crear un nosotras-nosotros político en una rotonda o en otro lugar, produce una conciencia política de la que hacemos la experiencia físicamente y es una forma de resistencia cuando se sabe que la represión intenta justamente marcar los cuerpos en carne viva y marcar las vidas para que se deterioren, para que no se muevan más.
* Elsa Dorlin es profesora de Filosofía social y política e investigadora en el Columbia Institute for Ideas & Imagination. Es autora de Se défendre. Une philosophie de la violence (La Découverte).
Notas
[1] Desde el 17 de noviembre, el movimiento de los chalecos amarillos numera sus convocatorias de movilización semanales «Acto». ndt
[2] Zonas a defender.
Traducción de Viento Sur