Cuando vivimos en un mundo tan obsceno en el que 62 individuos tienen la misma riqueza que 3.600 millones de personas, es fácil explicar la desigualdad, la pobreza extrema y los movimientos migratorios. Si a lo anterior le sumamos las guerras que asolan países como Siria, donde se han producido 260.000 muertes en cinco años […]
Cuando vivimos en un mundo tan obsceno en el que 62 individuos tienen la misma riqueza que 3.600 millones de personas, es fácil explicar la desigualdad, la pobreza extrema y los movimientos migratorios. Si a lo anterior le sumamos las guerras que asolan países como Siria, donde se han producido 260.000 muertes en cinco años y el desplazamiento de sus casas de la mitad de una población de 22 millones, nos haremos una idea de la magnitud de la tragedia.
Por eso estamos viendo como oleadas de personas intentan entrar por el sureste de Europa. Son muchos, en 2015 cuatro veces más que en 2014. Bastantes mueren en el intento y convierten el Mediterráneo en una gran fosa común, pero solo nos conmueve y nos llena de vergüenza la foto del niño kurdo Aylan, arrojado a la playa como un pecio cualquiera. La indignación y la rabia nos duran poco porque las medidas siguen sin llegar o son insuficientes. Por ello es necesario poner ojos y cara a la catástrofe humanitaria que se está viviendo, como hace Juan Carlos Mohr. Su vídeo recoge escenas de la llegada a Lesbos, día y noche, dezodiacs abarrotadas de hombres, mujeres y niños, con el sonido ambiente de gritos y llantos. Se les ve mojados, ateridos de frío, protegiéndose con mantas térmicas, atendidos por voluntarios que les sujetan y acompañan, acarician, besan y dan calor. Después de verlo, es difícil hablar bien de Europa. Porque es la política europea en materia de asilo la que provoca este sufrimiento y muerte.
Son legión los que llegan, sean refugiados políticos o inmigrantes económicos. Según fuentes, como ACNUR, en 2015 han entrado 1.014.836 personas en Europa, 850.000 por Grecia, desembarcando en verano hasta 10.000 personas al día en Lesbos. Se han ahogado 3.700 personas en el mar en 2015. Pero frente al vértigo de las entradas, la lentitud de las decisiones políticas: solo se han acogido de forma oficial a 272 personas, 18 de ellas en España.
Se calcula que en el mundo hay 60 millones de refugiados. Dice ACNUR que es la mayor crisis de refugiados de la historia: a los que vienen a Europa, les vemos, pero apenas se sabe lo que pasa en África, entre países en guerra y con hambrunas. Las migraciones, junto con la pobreza y la ecología, son uno de los grandes retos de este siglo.
Se levantan fronteras, vallas, campos de internamiento como si fuera una invasión. Por si fuera poco, los voluntarios que intentan hacer lo que no hacen los Estados, ayudar a los refugiados, son maltratados a veces. Es lo que les sucedió a los bomberos sevillanos, detenidos, acusados de tráfico humano y tratados como terroristas, cuando en realidad son héroes de la solidaridad. Y es que uno de los aspectos más escandalosos es la dejación de funciones por los gobiernos.
Es significativo que un 27% son niños. En realidad, son ellos el motor de los refugiados, los que impulsan a sus padres a huir para encontrar espacios de supervivencia y de posibilidad de futuro. Que, evidentemente, no siempre se consigue: estos días hemos conocido la inquietante noticia de cómo desaparecen muchos niños (Europol habla de 10.000) al intentar llegar a Europa. ¿Cómo es posible que esto ocurra y no salga ni en los telediarios?
El drama no acaba al entrar en Europa. Lo refleja muy bien Costa-Gavras en su película Edén al Oeste. Son internados en gigantescos campos de refugiados, a veces desvalijados de sus posesiones, sufren agresiones y el discurso xenófobo que crece en Hungría, Francia, Alemania y en otros países europeos. La ultraderecha está engordando con el miedo que meten a una ciudadanía envejecida y afectada por la crisis. Emplean las falacias de siempre: «los refugiados acabarán con el empleo y el Welfare State«, etc. En paralelo, la clase empresarial, en países como Alemania, se dispone a seleccionar esta mano de obra cualificada y barata para aprovecharla laboralmente.
España deja mucho que desear en materia de asilo. De hecho, son muy pocos los refugiados que se quedan de los que entran en el país. Tras recorrer 6.000 kilómetros acceden a Melilla y Ceuta, son internados en unos Centros de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) sobresaturados y en condiciones poco dignas. En cuanto pueden marchan para otros países europeos. Para ayudarles se ha creado la Red Solidaria de Acogida, que desde septiembre de 2015 organiza el apoyo -no la caridad− y la denuncia política. Atiende a cientos de personas en tránsito que dejan de ser considerados asilados por salir del sistema al abandonar un recurso para irse a otros países. Han influido en que Madrid se declare Ciudad de Refugiados y que el Ayuntamiento ponga tres albergues para su acogida.
Pero el fondo del asunto es que no se puede esperar una Europa rica y tranquila en un contexto de guerra y pobreza en las áreas limítrofes. De poco sirve que funcione como una fortaleza asediada. La gestión policial y las vallas no podrán detener la oleada migratoria. Hay que trabajar en una serie de líneas estratégicas como: garantizar el derecho al asilo político y cumplir la directiva europea de Protección Temporal para hacer frente a las emergencias humanitarias. Ordenar y encauzar los flujos, repartir las cuotas entre todos los países de la UE y cumplir los acuerdos para aumentar los programas de reasentamiento; porque la solución no puede ser suspender Schengen y la libre circulación de personas. Luchar contra las mafias, bajo mandato de la ONU… Pero sobre todo hay que ir a las causas: trabajar activamente por una paz justa y la reconciliación en Próximo Oriente (Siria, Irak, Palestina, Israel…), norte de África (Libia) y otras zonas en conflicto. Y, especialmente, impulsar políticas de ayuda al desarrollo socioeconómico en los países de origen de las migraciones. Es la manera de que muchas de estas personas se planteen regresar a sus países.
La crisis humanitaria es muy grave, pero hay algo más inquietante aún: no hemos aprendido nada. Con esta frase resumía una exiliada española de la guerra civil su sentimiento ante la catástrofe que está viviendo Europa. Lo dijo en un acto en la librería Traficantes de Sueños sobre refugiados. María Luisa (Libertad) Fernández Lafuente daba testimonio de su vida. Nació en enero de 1939 en Barcelona y abandonó España con sus padres por La Junquera con apenas unos días. Salió de Barcelona con bombas y otras bombas volvieron a caer, al poco tiempo, en Francia con la segunda guerra mundial. Fueron unos 460.000 españoles los que huían de la guerra civil y de la victoria del fascismo. Libertad pasó sus primeros años en campos de refugiados como Rivesaltes. Allí se moría de frío, hambre, epidemias. Su experiencia la marcó tanto que su vida fue un compromiso con la paz y contra la guerra, con la reivindicación de la memoria histórica, con los refugiados políticos y económicos, también llamados inmigrantes, y con el socialismo.
La pregunta es ¿cómo es posible que sigamos igual setenta y cinco años después? Porque todos hemos sido alguna vez refugiados y podemos volver a serlo, no se nos olvide. La única diferencia es que el drama cambia del blanco y negro al color. Este mundo será inhabitable el día en que se pierda la solidaridad entre los pueblos y desaparezca uno de los sentimientos más nobles del ser humano: la compasión. El día que nos tomemos la injusticia como una cuestión personal empezaremos a cambiar el mundo.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/laespumaylamarea/2016/02/04/refugiados-el-drama-que-no-cesa/1284
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