Desde que la Unión Europea tuvo la certeza de que podía imponer rápidamente un sistema europeo de moneda única (Pacto de Estabilidad, junio de 1997), asistimos a una multiplicación de las iniciativas políticas de la Comisión Europea que orientaban la Europa de los Quince hacia un régimen político cada vez más antidemocrático. Actualmente, los mecanismos […]
Desde que la Unión Europea tuvo la certeza de que podía imponer rápidamente un sistema europeo de moneda única (Pacto de Estabilidad, junio de 1997), asistimos a una multiplicación de las iniciativas políticas de la Comisión Europea que orientaban la Europa de los Quince hacia un régimen político cada vez más antidemocrático. Actualmente, los mecanismos democráticos de los quince (25 desde el 1º de mayo del 2004) países de la Unión están gravemente amenazados, pues ya no es posible distinguir entre el funcionamiento político de la Unión y el de los Estados nacionales: nuestros sistemas están imbricados en el de la Unión (el 80 % del funcionamiento administrativo de la Unión es efectuado por las administraciones nacionales), las grandes orientaciones políticas y socioeconómicas comunes son determinadas por la Unión y la ley de la Unión prevalece sobre la ley nacional.
¿Por qué calificar de antidemocrática la dinámica global seguida por la Unión Europea?
Para entenderlo, hay que analizar los «clichés» generalmente vehiculados en el seno de la izquierda a propósito de Europa: en efecto, las críticas más frecuentes la identifican como una «Europa liberal-mercantil» que padece de un «déficit democrático» crónico, a la que habría que oponer una «Europa social», aún en estado embrionario. Toda esta posición se ha de rever, pues no permite comprender el proceso que está en marcha con el tipo de integración europea que conocemos (padecemos). No permite elaborar correctamente las propuestas y las reivindicaciones para que la construcción europea llegue a ser sinónimo de fortalecimiento del bienestar y de la autonomía personal y colectiva de la población.
La construcción de un orden antidemocrático
De entrada, si bien es verdad que las orientaciones adoptadas desde 1985, con la instauración del proyecto de gran mercado, que permite acrecentar de manera fenomenal el peso de las grandes empresas transnacionales en la organización del funcionamiento económico, este tipo de transformación no se limita, de ningún modo, a la esfera económica. Asistimos en realidad a un cambio de régimen político que va mucho más allá de la mera liberalización de las economías: más allá de la explotación económica de los asalariados, que ha sido avivada por las orientaciones neoliberales a nivel de la Unión Europea [1], la dominación política sobre las clases sociales populares ha sido sólidamente reforzada, un verdadero hito en la historia de las sociedades europeas. Vivimos, de hecho, la reconstrucción de un funcionamiento político y social global que multiplica todo tipo de desigualdades (social, política, económica, cultural) legitimándolas.
Esta recomposición del sistema político europeo en un Estado [2] europeo productor de desigualdad significa que numerosas e importantes transformaciones se han producido desde hace décadas y que éstas han remodelado profundamente el imaginario político en la concepción de lo que es un poder político, su papel y sus límites de intervención en la gestión de una sociedad. Es todo este conjunto de útiles de elaboración de la democracia, forjados en los combates sociopolíticos de la izquierda a lo largo de casi dos siglos, lo que es actualmente devaluado y presentado como «técnicamente» obsoleto e inadecuado debido a las (supuestas) «mutaciones» tecnológicas.
Hagamos rápidamente un repaso: el sufragio universal y por ende el principio de soberanía del pueblo; el principio de separación de poderes; la representación del pueblo mediante el mandato electivo; el Estado, pensado como una autoridad pública democrática que ponga limites a la lógica mercantil en nombre de un interés colectivo superior; un sistema de protección social que consagre unos derechos colectivos a prestaciones inalienables; la reducción de la desigualdad de los ingresos mediante el impuesto directo; los servicios públicos; el desarrollo del sector público en la economía (en particular, y muy importante, en el ámbito del crédito); el presupuesto social público; la reducción colectiva del tiempo de trabajo sin pérdida de salario; la importancia de las leyes universales fuente de derechos universales; la autonomía de la negociación colectiva…
La ruptura antidemocrática, en el marco supranacional europeo, comenzó a operar ya en el año 1958, con la constitución de la Comunidad Económica Europea, que se hizo contra las concepciones de planificación, de intervención y de control parlamentario y sindical que estaban presentes en el sistema CECA [3] (Comunidad Económica del Carbón y del Acero). La filosofía de base en la concepción de poder privilegió desde ese momento un enfoque de tipo tecnocrático: el poder debía estar asegurado por una elite reducida (una nueva aristocracia), guiada en sus opciones por unos «técnicos-profesionales» provenientes en su mayor parte del sector privado, pues la norma técnica debía reemplazar poco a poco la opción y el debate políticos, demasiado portadores de conflictos, de tensiones y, por lo tanto, de «desórdenes».
El proyecto de gran mercado de 1985 revivificó esta cultura europea tecnocrática: la consagración de un Banco Central Europeo autónomo del poder político (pero no de las presiones de los mercados financieros) es una de sus resultados, pero no el único. Asistimos, en efecto a una vasta maniobra de fagocitosis de la antiguas esferas públicas (administraciones nacionales, regionales, locales…), a fin de que, en su lógica de funcionamiento, estén ante todo al servicio de las empresas y de la iniciativa privada mercantil. No es que tengamos así menos Estado, sino que su papel se encuentra completamente modificado: No pretende ya defender un interés colectivo superior a la iniciativa privada mercantil, sino, al contrario, que toda la colectividad humana se ponga al servicio de lo que se presenta como un valor normal y común: el aumento de la competitividad empresarial. Los gobiernos y la clase política de Europa, no es que sean presionados, sino que participan en este cambio del sistema político.
El problema político fundamental de la Unión Europea, cuando se aborda el tema de la democracia, no es, por lo tanto, cuestión de un «déficit democrático», como si se tratara de un mal reparto de los poderes atribuidos entre el Parlamento, la Comisión y el Consejo, sino de la producción de una filosofía política fóbicamente antidemocrática: se trata de una operación de restauración (en el sentido decimonónico) de los ricos.
Así, uno de los principales objetivos de las diversas reformas propuestas por la Unión Europea, y a continuación los Estados, es la desaparición de una línea clara de separación entre lo relacionado con el interés público y lo que concierne al interés privado. Ambas esferas se encuentran cada vez más mezcladas y entonces pierden su significado: ya no hay más que una sociedad reunificada compuesta de actores diferenciados pero unidos alrededor de valores comunes. Se trata de una sociedad de partenaires (se habla cada vez más de cuatripartición: poder político, patronal, sindicatos y onG). Este concepto supone que la dinámica prioritaria del poder político es la producción de consenso. Esto se inscribe en un trabajo ideológico de naturalización del capitalismo. Una vez que éste, con el refuerzo de intervenciones mediáticas, es considerado como la única vía posible y deseable de desarrollo para la humanidad, el poder político puede entonces negociar nuevas alianzas y establecer ciertos arreglos para que el capitalismo parezca un poco más «humano». Entonces ya no será cuestión de suprimir la desigualdad, la miseria y la explotación sino de abolir las formas extremas, las que sean demasiado visibles y molestas para la imagen comercial de las empresas privadas. El poder europeo no hará entonces más que asociar cada vez más íntimamente las grandes firmas transnacionales al proceso de toma de decisiones -por medio del juego de la consulta a los expertos antes de cualquier elaboración de orientación política-; también participa en la transferencia de la iniciativa política al sector privado. Consideramos que se trata de un proceso de privatización del poder político: «la gobernanza».
Gobernanza y sociedad civil: el retorno del poder de los notables
No nos engañemos, cuando la Unión Europea, después de muchos años de trabajo y de preparación en el terreno sociopolítico, lanzó su iniciativa de «mejor gobernanza», pretendiendo que ésta actúa produciendo una mejora democrática al asociar ampliamente a la llamada «sociedad civil» en la elaboración y ejecución de sus políticas, el principal objetivo era promover las multinacionales al rango de actores políticos privilegiados. Después, proseguir esta maniobra de confusión entre interés privado e interés público relegitimando la intervención de las Iglesias y de los movimientos religiosos en la esfera de las actividades políticas y sociales.
Consideremos este extracto del Libro blanco sobre la gobernanza europea preparado por Romano Prodi: «La sociedad civil desempeña un importante papel al permitir a los ciudadanos expresar sus preocupaciones y prestar servicios que respondan a las necesidades de la población. Las Iglesias y las comunidades religiosas pueden aportar una contribución específica. Las organizaciones que integran la sociedad civil movilizan a los ciudadanos y prestan su apoyo, por ejemplo, a las personas víctimas de exclusiones o discriminaciones.»[4]
¡Es como si regresáramos al siglo XIX! Este extracto desborda visión paternalista y reaccionaria de la organización social. De entrada, el principio de soberanía del pueblo como fundamento del ejercicio de la política desaparece: el pueblo no es más que una masa de gente con problemas que las organizaciones deben ayudar y encuadrar, y son estas organizaciones las que se convierten en los actores políticos partícipes del poder político. Por otra parte, los servicios públicos parecen ser inexistentes en este modelo: sólo se trata de prestaciones de servicios privados, por ello la importancia del acento puesto sobre las organizaciones religiosas. Además, parecería que no es tanto el sufrimiento derivado de la desigualdad lo importante sino la organización de este sufrimiento.
La larga y conflictiva elaboración de un poder político democrático a escala nacional, en el siglo pasado, se había concentrado en la emergencia de un imaginario político en el que el poder se sentía investido de un papel de garante de los intereses colectivos, a fin de limitar la dominación de la sociedad por los intereses privados. Sin una autonomía cada vez mayor de una autoridad pública democrática (sometida a control y sancionada directamente por el pueblo o indirectamente por sus representantes) frente a cualquier tipo de poder privado (mercantil, religioso o mafioso), ninguna democracia es posible, sobre todo si se inserta en un modo de capitalista intrínsecamente desigualitario. Esta garantía pública nunca fue perfecta, por cierto, a nivel nacional, capitalismo obliga, pero ella y sólo ella permite que pueda haber un debate político conflictual y que se pueda plantear sin cesar la cuestión del contenido político definido por el poder político.
La ilusión de una democracia que aúna el fin del Estado y un capitalismo humanizado
Bautizando como «democrático su nuevo orden político, el actual poder europeo pretende jugar con una serie de ilusiones para que una amplia mayoría de la población se lo trague. Apuesta por la idea de que la organización de una sociedad de más de 370 millones de habitantes (sin contar con la ampliación a los países del este europeo) se puede concebir con un Estado reducido a unas pocas tareas (o aun, a la larga, sin Estado), gracias a la aceleración de la «autoorganización» social, basada en la iniciativa privada mercantil o caritativa, corregida con ligeros retoques sociales y ecológicos. Y una parte de las organizaciones sociales (ONG y otras) pueden servirle objetivamente de aliados en este juego, dado que aseguran así su financiación, su estabilidad y su poder institucional, pensando en mejorar la democracia mediante los servicios prestados a la población.
Pero este modelo político de la gobernanza (organización en red de una multitud de instituciones privadas y públicas, investidas de una función parcial en la elaboración o ejecución de las políticas decretadas por un poder) conduce de hecho a la dilución de las cuestiones fundamentales de la legitimidad de intervención y de la responsabilidad política del poder. Si bien el control democrático ejercido sobre las instituciones del Estado nacional no está demasiado desarrollado, al menos existe y permite la aplicación de sanciones. Debido a la relación creada entre el pueblo y el mandato electoral, las autoridades públicas están investidas de una responsabilidad política de sus actos y por lo tanto han de rendir cuentas de los mismos.
En el modelo de la gobernanza se considera que el poder político no tiene ya el monopolio de la responsabilidad política, sino que está repartido a través de la cadena de las instituciones partícipes. Por consiguiente, les confía una parte de sus antiguas misiones públicas y políticas, entre ellas, lo que es particularmente grave, la elaboración de las reglas públicas colectivas (por ejemplo, los códigos de buena conducta, la transferencia de la iniciativa la regla por el poder europeo mediante los «contratos de corregulación»).
Pero ¿en qué legitimidad se basa el trabajo de «poder político» realizado por organizaciones privadas? ¿Quién puede sancionarlas por las orientaciones tomadas? ¿Dónde se lleva acabo el debate colectivo de elaboración de las reglas colectivas? ¿Quién representa a quién? ¿Quién controla qué?
La ilusión de la sanción por el mercado: una individualización radical de la sociedad
El actual estado de postración de las corrientes de pensamiento político portadoras del conflicto anticapitalista (anarquismos, comunismos, socialismos) ha dejado un amplio espacio para el desarrollo de múltiples ideologías [5] que toman como punto de partida de la organización y del funcionamiento de la sociedad al individuo y a la llamada libre elección, que se expresaría principalmente por su intervención en el «mercado». El de consumidor resulta ser el estado normal (¿el único?) de quien se mueve en la sociedad: ¡ni siquiera se osa hablar de «ciudadano consumidor»! Esta moda se concentra en las propuestas políticas de la Unión Europea. Así, a través de la consigna de la «responsabilidad civil de las empresas» [6], no sólo pretende confiar una parte del trabajo de codificación de las reglas democráticas colectivas a la empresas (que establecerán unos códigos de buena conducta en materia social y ambiental que han de ser respetadas por todos los que intervienen en su cadena productiva), sino también relega la responsabilidad política de la sanción en caso de no respeto de dichas regla al «consumidor ciudadano» soberano, quien, dubitativo, entre los yogures y las verduras, decide si comprará hoy o mañana los productos socialmente puros y en qué cantidad; «sanción política» de geometría variable (según el presupuesto familiar, el humor del momento o el tiempo dedicado a las compras, etc.) replanteada en cada acto individual de consumo, día tras día. Si después de esto el poder político no se ha privatizado…
No hay Europa social sin Europa democrática
Esta dilución de la responsabilidad política hace que sea imposible saber con exactitud quién toma las decisiones políticas in fine y dónde. Así, ¿cómo ejercer un control? Además, la obsesión actual del consenso manifestada por el poder europeo («Todos somos copartícipes responsables») emana de la voluntad de negar el conflicto sociopolítico entre las clases sociales. Cada institución participante es presentada como un eslabón de la cadena ejecutiva del poder, lo que permite devaluar toda institución como órgano de contra-poder: ¿cómo asegurar un trabajo de control del funcionamiento del poder político cuando uno mismo es uno de sus eslabones?
Toda la historia social de los dos últimos siglos nos muestra que la obtención de auténticos derechos sociales tendiente al desarrollo de una democracia social no se puede hacer sin un combate paralelo para constituir un poder democrático y disponer de los medios para su control: no hay democracia sin democracia social y política; no habría habido una ley sobre las «ocho horas» sin haber logrado antes el sufragio universal.
Lo que exige en el plano del sistema político europeo una refundición completa de las instituciones y una batalla política permanente para deslegitimar la ideología neoliberal como ideología de gobierno.
El neoliberalismo es, en efecto, un proyecto político societicida. Porque se basa en falsos supuestos: una sociedad reducida a un agregado de individuos, el individuo reducido a una calculadora de operación única (cálculo de coste/beneficio), individuos iguales operando en un mercado desmaterializado, una competencia espontánea armoniosa que impide las concentraciones, etc. Y, sobre todo, el neoliberalismo se nutre del fantasma de una sociedad enteramente regida por actos mercantiles individuales y no concertados (el mercado autorregulado). Al negar o devaluar los lazos de interdependencia colectiva y las necesidades colectivas (como, por ejemplo, en el ámbito de la salud pública, los virus atraviesan las fronteras entre clases sociales), es el propio principio de «sociedad lo que está amenazado.
Por consiguiente, en el plano de la reivindicación política y social, no es posible contentarse con reformas secundarias, pues éstas serán rápidamente absorbidas por la lógica neoliberal dominante. Así, los eslóganes vagos del tipo «más empleo» o «más Europa social» son asumidos por el poder europeo de modo tal que los convierten en políticas de crecimiento de la flexibilidad y de la precariedad de las condiciones laborales. Se ocupa del tema social, ¿no?
La cuestión central en el núcleo de cualquier dinámica democrática es siempre el reparto de la riqueza producida colectivamente. La crisis del régimen político que conocimos durante veinte años en Europa occidental (a partir de 1975) y, finalmente, el actual cambio de régimen tienen como objetivo principal repartir la riqueza del modo más favorable a los que detentan el capital (es el punto de partida de una producción de desigualdad generalizada). La evolución del reparto del valor producido (PIB) entre ingresos del trabajo e ingresos del capital lo demuestra fehacientemente. Actualmente, en la Europa de los quince, el nivel de la masa salarial (del PIB) ha descendido a un valor mucho más bajo que el de 1960 y es proporcionalmente inferior al de la masa salarial de Estados Unidos, mientras que, a moneda constante, el nivel de la riqueza producida en la Unión Europea se ha duplicado entre 1970 y nuestros días. Las sociedades europeas son cada vez más ricas mientras que la diferencia entre salarios y beneficios del capital no deja de profundizarse, en detrimento del salario. Tendría que ser entonces dos veces más fácil redistribuir la riqueza de un modo más igualitario hoy que en 1970… ¡Nada más lejos de la realidad!
Una gran parte del movimiento sindical había comprendido muy bien el significado del pulso que se inició a mediado de los años setenta entre la patronal y los asalariados: ante la estrategia patronal de automatización de la producción, éstos respondieron reivindicando la reducción colectiva de la jornada laboral: las 36 horas semanales (sin pérdida de salario, evidentemente; en ese entonces, los dos términos de la proposición eran antinómicos, pues la pues la reducción del tiempo de trabajo era aún percibida como uno de los mejores medios para forzar una redistribución colectiva de las riquezas), Para romper la unidad sindical que se formaba alrededor de esta reivindicación, gobiernos y patronales de Europa desplegaron una energía considerable para arrastrar al mundo sindical y asalariado a la vía del «reparto del trabajo» en vez de la «repartición más igualitaria de la riqueza». Una engañifa: hoy lo comprendemos muy bien, cuando cada vez que se reivindica «el empleo», esto se traduce en el desarrollo del trabajo precario, subrremunerado, descualificado y una parte del mismo comienza a convertirse en trabajo forzado. Repartir el empleo no es sinónimo de repartir la riqueza de un modo más igualitario; en cambio, aumentar globalmente los salarios, ¡siempre!
Reivindicaciones sociales y políticas urgentes
Estando la reflexión desarrollada en el marco de este artículo vinculada a un evento preciso (un congreso alternativo paralelo a la reunión de los ministros de Economía y Finanzas de los quince en Lieja), concluiré esta exposición con un repaso de algunas grandes reivindicaciones políticas y sociales, extremadamente urgentes, a desarrollar y difundir en el contexto de la presidencia belga del Consejo de la Unión Europea, y luego más allá. En parte, éstas ya son planteadas por movimientos y organizaciones sociales y sindicales tales como las Marchas europeas por el empleo, o la Federación europea de retirados y personas ancianas (FERPA).
La «democracia participativa» que la Unión Europea (y con ella varios gobiernos de los quince) trata de vender, de democracia no tiene más que el nombre; lo que hay que hacer esuna refundición del sistema político europeo. Al estar lo simbólico y lo político estrechamente relacionados, la Unión Europea debe abandonar los procedimientos de toma de decisiones que pertenecen casi exclusivamente a la esfera diplomática o intergubernamental, procedimientos que no están sometidos a ningún control parlamentario directo: el acta de re-nacimiento de la Unión Europea, una Constitución, sólo puede ser elaborado en el seno de un Parlamento europeo electo específicamente y con mandato por sufragio universal para que se transforme en constituyente.
La refundición de las instituciones del poder político debe conducir a una reorganización de la actividad legislativa parlamentaria (es decir, de todos los parlamentos de Europa) y a una reagrupación del acto de producción de la norma sobre la norma legislativa (el Libro blanco sobre la gobernanza no cesa de predicar una reducción de la producción de leyes). Una separación estricta entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial debe ser restaurado con un aumento del poder sancionador y de control del Parlamento, que debe ser en fin EL poder legislativo con posesión del derecho de iniciativa legislativa. Podríamos imaginar un sistema bicameral, con el actual Consejo y el Comité de las Regiones fusionados en una segunda cámara, que represente los intereses nacionales y regionales frente a una cámara federal.
Así como la democracia social y la democracia política son inseparables, la una permitiendo la existencia y el desarrollo de la otra y viceversa, las reivindicaciones sociales son también extremadamente importantes y deben tender a forzar una redistribución más igualitaria de la riqueza colectiva, de la cual nosotros somos los productores (se trata de derechos y no de limosnas, pues es toda la población adulta la que produce la riqueza y el sentido de una sociedad). Negar la existencia del conflicto entre asalariados y propietarios del capital conduce también a camuflar esta «ley social».
En la perspectiva de la ampliación y de la puesta en competencia directa de los ingresos salariales, cuyas diferencias pueden ser de 1 a 9 (relación, por ejemplo, entre el salario mensual medio húngaro y el alemán, 1998), la reivindicación de la instauración, por ley europea, de ingresos mínimos, que permitan vivir de modo autónomo y no dependiente de «ayudas sociales», es algo esencial (salario, jubilación, salario mínimo, subsidio de desempleo). Las propuestas de la FERPA o de las Marchas europeas muestran que esta reivindicación es perfectamente realizable (mínimos calculados sobre un porcentaje idéntico al conjunto de los países europeos del PNB por habitante).
La batalla para la reforma de la Carta de los derechos fundamentales es también muy importante y paralela a la reivindicación precedente, pues no hay ninguna razón para aceptar que se degraden las garantías democráticas, por ejemplo, con la supresión de derechos colectivos a prestaciones (garantía de jubilación, de salario mínimo, de subsidio de desempleo, etc.) o el olvido de mencionar ciertos derechos que se encuentran en la declaración universal de los derechos del hombre, tales como la prohibición del arresto y detención arbitrarios.
Estas luchas encuentran naturalmente su prolongación en la defensa de los regímenes públicos de protección social. Los análisis de Bernard Friot muestran que la financiación de dichos regímenes por medio del salario (la cotización social) había permitido una autonomización colectiva del salariado en el refuerzo de los derechos sociales colectivos y sustraía al control del capital una parte considerable del valor producido. Si los gobiernos y la Unión Europea proponen actualmente una revisión a la baja de la protección social, es a la vez para que ésta sea privatizada, y somete así a la apropiación mercantil este valor socializado, y también para aumentar el control de los ricos sobre el resto de la población.
Por otra parte, las autoridades públicas deben ser obligadas a recordar que su principal misión es defender el interés colectivo frente al interés mercantil privado: a tal efecto, la instauración de un impuesto tipo Tobin es importante simbólicamente, así como las medidas de control público sobre los despidos colectivos que acaben en sanciones y prohibiciones. Una ofensiva para forzar una refinanciación general de los verdaderos servicios públicos es igualmente necesaria; se puede imaginar, cuando sea esto sea posible, como en el ámbito del transporte colectivo, por ejemplo, unas estructuras públicas administrativas transnacionales.
Europa tiene un número demasiado bajo de funcionarios, pero demasiado bien pagados (con relación a los salarios nacionales medios), y esto deriva directamente de la voluntad de construir un orden tecnocrático elitista no democrático. Construir un Estado federal democrático a escala europea, única manera de imponer una autoridad política que limite el poder de los intereses privados, significa también el desarrollo de una amplia función pública europea unificada. La relación de fuerzas a favor del mundo del trabajo no cae del cielo, ni aparece y desaparece como las golondrinas en cada cambio de estación. Se construye cotidianamente y comienza a gestarse en las mentes, pues actualmente es evidente que con el nivel actual de productividad y de técnicas de producción, en sentido amplio, un mundo igualitario de desarrollo individual y colectivo es posible.
Corinne Gobin es investigadora del FNRS, politóloga en la Universidad libre de Bruselas, autora de ‘L’Europe syndicale’.
Notas
1 – La Unión Europea es a este título uno de los agentes de la globalización, que actúa concertadamente con los impulsos dados por la OCDE y la OMC en la reconfiguración de las orientaciones en política económica.
2 – Utilizamos el concepto de Estado para calificar el poder político construido a escala europea por una parte, porque tenemos que vérnosla con un poder político que dispone de un territorio delimitado, con una población específica, que acuña moneda, que cobra impuestos (un porcentaje de IVA recaudado por el «tesoro» de los Estados) y está en vías de formar un ejército y una policía propios, y por otra parte porque nos encontramos inmersos en una «guerra total» entre dos concepciones del Estado, la forma de Estado mínimo regalista que se desarrolla actualmente desplazando el modelo de Estado democrático y social que se había constituido a escala nacional en la mayor parte de los países de Europa occidental después de la segunda guerra mundial.
3 – Para un desarrollo de este punto, ver: C.Gobin, L’Europe syndicale, Labor, 1997.
4 – Comisión Europea, Libro blanco sobre la gobernanza europea, COM (2001) 428, Bruselas, 25/07/01, p.17.
5 – Influenciados por el liberalismo, como la línea dominante actual de los partidos ecologistas y de los partidos socialdemócratas.
6 – Cf. Libro verde de la Comisión Europea. Promover un marco europeo para la responsabilidad social de las empresas, julio 2001.