No es fácil encontrar en un atlas la isla de Diego García, un atolón coralino de unos 40 km² situado en pleno océano Índico. Y eso, a pesar de las toneladas de bombas que desde ella han salido para arrasar algunos países asiáticos y haber sido testigo de una de las mayores ignominias de la […]
No es fácil encontrar en un atlas la isla de Diego García, un atolón coralino de unos 40 km² situado en pleno océano Índico. Y eso, a pesar de las toneladas de bombas que desde ella han salido para arrasar algunos países asiáticos y haber sido testigo de una de las mayores ignominias de la historia reciente: la expulsión de los pobladores autóctonos por una potencia colonial, para despejar el campo a una base militar estadounidense. Repasemos este vergonzoso episodio.
Los únicos folletos turísticos sobre esta paradisíaca isla del archipiélago de las Chagos son los editados por las Fuerzas Armadas de EEUU para el personal de la base desde la que partieron los temidos bombarderos B-1 y B-52 para atacar Iraq o Afganistán. (También sirve de prisión secreta para algunos supuestos miembros de Al Qaeda, pero esto no es del dominio público.)
Más de un millar y medio de militares constituyen la guarnición de la base; hay además un número parecido de personal civil contratado, procedente de Filipinas y del vecino archipiélago de Mauricio. El folleto habla de «increíbles posibilidades recreativas y una exquisita belleza natural», además de una «inigualable calidad de vida». Se anuncia la existencia de un club de surfistas, un club náutico, algunas de las playas menos contaminadas del mundo y amplias posibilidades de pesca deportiva y actividades subacuáticas. En fin, una isla como las que muchos sueñan cuando llegan las vacaciones de verano.
Bajo esa atractiva fachada se oculta una historia muy sucia. En 1965, la isla de Diego García pasó a integrarse en el llamado Territorio Británico del Océano Índico, tras ser segregada de Mauricio, que tres años después se convirtió en república independiente. Vivían en aquélla más de 1.500 personas, dedicadas a la pesca y a la explotación del aceite de coco (pertenece a las llamadas «islas del aceite»), su principal recurso durante casi dos siglos. Pero la Guerra Fría imponía su dura ley y EEUU pidió en 1966 al Reino Unido autorización para utilizarla militarmente. Todo empezó con una estación de comunicaciones y ahora hay allí una amplia base aeronaval que controla el Oriente Próximo y el sur de Asia. Se firmó un tratado por 50 años (que vencerá en el 2016) y Washington exigió a Londres que se deshiciera de los molestos habitantes que con sus reclamaciones podrían perturbar el pacífico bienestar de los usuarios de la base.
Y aquí entran en acción las conocidas malas artes de la vetusta potencia colonial británica. Entre 1967 y 1973 los «ilois» (como se denominan los «diegogarcianos») fueron sistemáticamente expulsados de sus hogares. El arrendador británico recurrió a todo tipo de subterfugios para deshacerse de los verdaderos pobladores de la isla, en la más pura tradición colonialista de la que los archivos londinenses conservan todavía estremecedores testimonios. Así pues, ocurría que cuando los nativos se desplazaban a la antigua metrópoli de Mauricio (una distancia parecida a la que separa Madrid de Canarias), para hacer compras o recibir atención sanitaria, se encontraban cerrado el camino de vuelta. Sencillamente, se les impedía regresar a su país.
De ese modo se logró que todos ellos acabaran residiendo a la fuerza como emigrantes en Mauricio, donde a pesar de la indemnización que recibieron constituyen hoy -cuando ya son más de 5.000- el sector más empobrecido de esta país. Un diplomático británico les había calificado de «tarzanes», mostrando así la poca importancia que tenían para la Corona. Se añadieron, pues, los diegogarcianos a la larga lista de pueblos expulsados de sus territorios en el nefasto siglo XX, como saharauis o palestinos. Cuando se recuerda con indignación cómo Stalin arrojó de su tierra a los chechenos -lo que está en la raíz de su actual conflicto con Rusia-, viene bien airear infamias similares cometidas por los dignos y democráticos gobiernos de nuestra ejemplar civilización occidental, aunque, como en este caso, sólo afecten a pocas personas.
Pero donde realmente se muestran al descubierto los colmillos asesinos del viejo colonialismo es en el proceso legal abierto por los expulsados para regresar a su tierra. A finales de 2000, en un pleito incoado por los perjudicados, el Tribunal Supremo londinense dictaminó que habían sido «vergonzosamente tratados» y tenían derecho a regresar a la isla, pero reconoció el carácter militar de ésta, que impide el asentamiento de población civil en ella. ¡Fascinante dilema! Aquí es donde se advierten los reflejos colonialistas del Foreign Office. Decidió efectuar un estudio sobre la viabilidad del regreso y las conclusiones fueron negativas, como era de esperar. Pero lo que deja estupefacto al lector son las razones aducidas. Contradiciendo la bucólica imagen turística de los militares estadounidenses, Londres aseguró que el inminente cambio climático augura terribles inundaciones en la zona, con lo que la calidad de vida de los retornados llegaría a ser inaceptable. (No se piensa lo mismo en EEUU, donde ya se habla de renovar la cesión de la base.) También se insistía en la falta de medios de vida de la población repatriada, ignorando la calidad turística de la isla y su riqueza piscícola, bien conocida por los pesqueros europeos que por allí faenan.
Al final, el Gobierno de Londres hubo de recurrir a un arcaico recurso (llamado «orden del Consejo Privado») anclado en la vieja monarquía autoritaria, para anular el auto judicial y dictaminar que «nadie tiene derecho de residencia en ese territorio». Un abogado de los isleños ha declarado: «Desde tiempos del rey Juan nadie había intentado expulsar del Reino a ciudadanos británicos mediante un real decreto».
Frente a la nostalgia de los desterrados, todo hace sospechar que la orwelliana y paranoica guerra eterna contra el terrorismo impedirá a EEUU abandonar la base índica y acceder al retorno de la población expulsada, que podría empezar a exigir indemnizaciones, subsidios y mejoras sociales, y a deteriorar el apacible ambiente tropical en el que viven los centuriones aeronavales del Imperio, consagrados a su sublime misión antiterrorista.
Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)