Cuanto más tratamos de desprendernos del humo en que se nos ofrece inmerso el texto de la Constitución Europea, cuanto más indagamos en la inextricable selva de artículos, apartados y disposiciones que la conforman, más claro vemos la necesidad de tanto tapujo y escabrosidades por parte de sus gestores. Basta desprender la cáscara retórica de […]
Cuanto más tratamos de desprendernos del humo en que se nos ofrece inmerso el texto de la Constitución Europea, cuanto más indagamos en la inextricable selva de artículos, apartados y disposiciones que la conforman, más claro vemos la necesidad de tanto tapujo y escabrosidades por parte de sus gestores. Basta desprender la cáscara retórica de sus grandes principios -por otro lado, nada que no contemplen ya las Constituciones de los respectivos Estados miembros-, para empezar a toparnos con el verdadero paisaje de la misma, para comenzar a saber a quién beneficia y a quién perjudica el modelo de Europa que con esta Carta otorgada se nos quiere colar. En cuanto se disipa un poco la humareda con que pretenden ocultarla, asoman inequívocos los cuernos de aquel contestadísimo Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI) con que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la Comisión Europea y la Organización Mundial de Comercio (OMC) pretendían dar la vuelta de tuerca definitiva a la radicalización de su modelo económico neoliberal -tradúzcase por «capitalismo salvaje»- hará casi una década.
El AMI perseguía convertir la economía mundial en una jungla sin fronteras donde prevaleciese la ley del más fuerte. Para ello, y bajo la advocación del dios Mercado, pretendía establecer una total libertad de actuación de las empresas transnacionales a la vez que duras sanciones económicas a los Estados que osaran falsear la libre competencia limitando de algún modo el pleno disfrute de las oportunidades de inversión y ganancia a los inversores extranjeros. Pues bien, basta un somero recordatorio para observar que, tanto en su proceso de elaboración, como por su contenido y finalidad, el paralelismo que ofrece el AMI con el Tratado constitucional que los españoles hemos de refrendar o rechazar el próximo 20-F alcanza proporciones notables, por no decir tremendamente significativas.
La gestación del AMI se caracterizó por el intolerable secretismo con que se llevó a cabo vulnerando los más elementales principios democráticos (Su borrador se hizo público por una filtración a Internet desde una ONG que pudo conseguirlo), mientras que la Constitución de la Unión Europea (CUE), elaborada por los tecnócratas de la Convención europea con el asesoramiento de los grupos de presión cercanos a las multinacionales, no sólo se ha saltado a la torera todo el proceso constituyente, obviando descaradamente la participación de la ciudadanía, eludiendo cualquier debate previo o la posibilidad de presentar enmiendas, sino que queda oculta al ciudadano entre la abultada maraña de artículos que la componen y la manipulación propagandista que hacen de ella los gobiernos europeistas.
El AMI otorgaba carta blanca a las empresas transnacionales a la vez que maniataba a los Estados, asignándoles el papel de convidados de piedra ante las empresas que se instalasen en su territorio; la CUE con su imperativo de alta competitividad en un mercado libre y no falseado también coloca la avaricia de las multinacionales por encima del interés nacional de los Estados miembros.
La peculiar forma de repartir derechos y deberes del AMI se encuentra plenamente reflejada en la CUE: todos los derechos para las transnacionales, todos los deberes para los Estados.
El AMI pretendía otorgar a las empresas transnacionales un estatus jurídico equivalente al de los Estados convirtiéndose en un tratado internacional que ostentara una autoridad superior a la de las legislaciones nacionales; la CUE, como tratado supranacional con ínfulas constitucionales, logra hacer dicho sueño realidad en la Europa comunitaria.
Lo mismo que el AMI prohibía a los Estados promulgar leyes que contravinieran sus disposiciones, la CUE exige a los Estados miembros abstenerse de toda medida que pudiera poner en peligro la consecución de los objetivos de la Unión -entre ellos la libre y no falseada competencia- amén de subordinar todas las instituciones nacionales existentes a las instituciones de la propia UE.
Tanto el AMI como la CUE pretenden implantar (o constitucionalizar) el imperio de la competencia y la deslocalización empresarial, profundizando en el actual proceso de globalización que tiende a desestructurar el conjunto de la sociedad y a tirar por la borda todas las conquistas sociales y democráticas que, como fruto de tantísimos años de lucha obrera, recogen las legislaciones de los Estados de la Unión.
Así como el AMI contaba con el FMI y el Banco Mundial para la vigilancia y supervisión de las economías de los Estados miembros además de utilizarlos como vehículos de dominación de los países más ricos, la CUE otorga plena autonomía al Banco Central Europeo (BCE) para hacer y deshacer lo que estime oportuno en materia de política monetaria y financiera, situándolo fuera del alcance de los Estados de la UE, a quienes se prohíbe el ejercicio del más leve control sobre el mismo, al tiempo que se compromete a sus gobiernos a no ejercer influencia alguna sobre los miembros de los órganos rectores del BCE en el desempeño de sus funciones.
Las condiciones de adhesión al AMI y a la CUE son similares por lo tremendamente leoninas. El Estado que firmara el AMI no podría salirse del acuerdo en los cinco años siguientes, por más que sus ciudadanos o el propio gobierno lo demandara, pero además establecía que una vez fuera del mismo tenía que seguir obedeciendo las reglas del AMI durante quince años más. El caso de la CUE es aún peor, puesto que, de salir aprobada, vamos a tener que cargar con ella hasta que «la muerte nos separe», ya que su reforma exigiría la unanimidad de los Estados miembros, lo que en la práctica se parece bastante a eso que el diccionario entiende por «imposible». Aquí los burócratas de la Convención han jugado fuerte sus cartas: si «cuela», cuela para siempre; si no, siempre habrá tiempo de hacerle las mínimas rebajas para volver a insistir.
Hay otros temas en los que el paralelismo entre el AMI y la CUE sigue manifestándose tesoneramente; por ejemplo, en la clamorosa complicidad de las Centrales Sindicales mayoritarias. Cuando el AMI, los movimientos sindicales representados en la OCDE lejos de cuestionar los fundamentos mismos del acuerdo, tan lesivo para los intereses de los trabajadores, se conformaron con tratar de añadir al AMI una «cláusula social» que, por descontado, fue rechazada. Ahora, en el caso de la CUE se vuelve a poner de manifiesto el amarillismo de las cúpulas de los sindicatos europeos -en España CC.OO. y UGT-, que, sin el menor pudor, aparecen formando piña con el Capital pidiendo el «Sí» para un tratado de funestas consecuencia a corto y medio plazo para las clases trabajadoras, y sólo por continuar medrando en el pesebre público donde ahora comen y se apoltronan.
En marzo de 1998, el AMI se veía reforzado con el «New Transatlantic Market» que sugería establecer una zona de librecambio para el comercio de servicios. La idea contaba como patrocinador principal a León Brittain, uno de los más radicales predicadores del neoliberalismo, por aquellas fechas vicepresidente de la Comisión Europea (CE) en la cartera de Política Comercial. Ahora, en enero del 2004, precisamente de la misma CE, surgía una propuesta con categoría de «Directiva» -una Directiva europea tiene superior rango a cualquier ley de un Estado miembro- que, abundando en el mismo sentido, podría suponer, con su amenaza de desmantelar el estado social de la Unión, el puntillazo definitivo al Estado del Bienestar europeo. La Directiva Bolkestein -así conocida por el apellido de su autor- afecta a todas las empresas de servicios, incluidas las de servicio público que requieran el pago de algún tipo de contribución o tasas, y pretende la abolición de cualquier obstáculo leg al para la libertad de establecimiento y circulación de dichas empresas entre los Estados miembros. Su conocido «principio del país de origen» pretende que cualquier empresa de servicios sujeta a la Directiva, opere en el Estado que opere, sólo tenga que obedecer a los requisitos del país donde tenga instalada su sede, real o fantasma. Puesta así a salvo de cualquier supervisión estatal -excepto la de su Estado-sede-, la empresa no se considerará afectada ni por convenios colectivos locales en materia de salarios, ni por medidas medioambientales ni por derechos del consumidor, mientras el Estado de turno deberá conformarse con verlas venir haciendo el Don Tancredo. Importa -y mucho- saber que el creador de tal maravilla, Frits Bolkestein, figuraba como comisario de la dirección general de Mercado Interior de la anterior CE, cargo que actualmente ocupa el ministro irlandés de Finanzas Charlie McCreevy, quien, al decir de los analistas, poco va a variar las grandes líneas de t rabajo de su antecesor.
Resulta altamente preocupante que estas ofensivas neoliberales se gesten en el seno de la Comisión a quien la CUE otorga el poder ejecutivo de la Unión -gobierno- y buena parte del legislativo -cualquier actuación en esta materia sólo podrá adoptarse a propuesta de la CE-, a pesar de ser la institución menos democrática de la misma. En realidad, lo que se dice elegido por el pueblo europeo sólo figura el Parlamento, mas, como acertadamente señala Carlos Taibo , su raquítico papel de comparsa queda puesto de relevancia considerándolo, más que por lo que hace, por todo lo que la CUE le impide hacer.
Pero es preciso volver de nuevo al asunto de la Comisión. Reitero la preocupación que me produce dejar el gobierno de nuestras vidas en manos de políticos como Durao Barroso, por ejemplo, presidente de la Comisión, o la conservadora Neelie Kroes, titular de la Cartera de Competencia, que tendrá que tomar decisiones sobre empresas en las que ha estado implicada, o la liberal Mariann Fischer Boel, de Agricultura, a quien se le reconoce, junto con su marido, intereses en el sector… Sinceramente, me aterra cuan horrible pesadilla vernos gobernados por una Comisión al servicio de los intereses de las multinacionales poniendo bajo su tutela a los Estados miembros con sus Directivas de destrucción masiva de empleos, de servicios públicos, de derechos, libertades, conquistas sociales y democráticas, mientras el BCE, situado por obra y gracia de la CUE más allá de cualquier control democrático, crea las condiciones idóneas para que las grandes empresas transnacionales dominen a su antojo la economía europea con la complacencia del agradecido estómago de un sindicalismo de uñas romas que cumple a la perfección su papel de bombero supernumerario del Capital. Me sobrecoge que la CUE constitucionalice la guerra preventiva, el aumento de rentabilidad de los gastos militares y su subordinación a la OTAN en tanto que partidos aparentemente antagónicos como nuestros ínclitos PP y PSOE, cuya existencia transcurre tirándose los trastos a la cabeza tanto por el asunto de la guerra de Irak como por cualquier nimiedad, aparecen ahora hombro con hombro defendiendo el Sí de la Constitución de las multinacionales, propiciadora de que cada vez los menos tengan más a costa de que los más tengan menos. Aquí muestran los dos su verdadera condición: la de ser en el fondo dos segmentos distintos del partido único del Capital.
El próximo 20-F, rizando el rizo del cinismo, nos piden que maquillemos de democracia con nuestro voto la aprobación del tratado más antidemocrático y antisocial que ha conocido Europa. Ojalá que el paralelismo con el AMI continúe ese día y lo mismo que éste tuvo que ser retirado ante la fuerte oposición pública, el NO a la Constitución de la Unión Europea abra una rendija de esperanza ante el oscuro futuro que se nos echa encima.