«Hay que votar, y hay que votar sí…». El presidente del Gobierno vuelve una y otra vez sobre ambas consignas cada vez que se dirige a la población en estas horas previas al referéndum sobre el Tratado que establece la llamada «Constitución Europea». Lo mismo hace el máximo dirigente del PP, aunque tal vez con […]
«Hay que votar, y hay que votar sí…». El presidente del Gobierno vuelve una y otra vez sobre ambas consignas cada vez que se dirige a la población en estas horas previas al referéndum sobre el Tratado que establece la llamada «Constitución Europea». Lo mismo hace el máximo dirigente del PP, aunque tal vez con un punto de rotundidad algo menor.
Los dos saben que ambas actitudes ciudadanas -la abstención y el voto negativo- resultan igual de nocivas para su modo de hacer política en el escenario europeo.
Igual de nocivas, aunque cada una a su modo.
La abstención puede llegar por diversas vías. Puede provenir del desinterés por la política, en general. O por la política institucional, más en concreto. O por la política que se hace en la UE, aún más específicamente. También puede ser fruto de la decisión consciente de un sector del electorado, que opta por no responder a una pregunta que considera mal planteada y enmarcada en una campaña tramposa, que finge dar una gran importancia a su opinión en un asunto que, de hecho, ha sido ya decidido sin contar con él.
Si la abstención -en cualquiera de sus formas, imposibles de discernir- alcanza el domingo muy elevadas cotas, los defensores del «Sí» se sentirán desautorizados. Y con razón. ¿Les hará eso ver que se están pasando mucho en la práctica de guisarse y comerse por su cuenta el potaje comunitario? Es una posibilidad. Una posibilidad interesante, dicho sea de paso.
El voto negativo tiene en parte menos fuerza que la abstención, en la medida en que satisface la mitad del deseo de los convocantes del referéndum («Hay que votar»), pero la recupera gracias a su superior valor militante. Es menos equívoco. De registrarse una tasa importante de noes, los dos partidos que se alternan en La Moncloa, y con ellos el continente entero, tendrían que admitir que una estimable parte de la población de por aquí no se pone fácilmente en columna de a dos, marchen.
Dado que el resultado del referéndum del domingo no tiene más fuerza vinculante que la meramente moral -y ésa sólo en la medida en que los gobernantes quieran concedérsela-, huelgan por entero las amenazas catastrofistas que están manejando en estas últimas horas con la obvia intención de intimidar a la ciudadanía. Si las urnas les dan un bofetón, nada se hundirá en los abismos. Sencillamente, tendrán que encajarlo. Y deducir que ya les vale de hacer las cosas así y tomar nota de que su hábito de gobernar para el pueblo -supuestamente para el pueblo- pero sin el pueblo despierta cada vez menos simpatías.
Su problema es que hace ya demasiado tiempo que se han olvidado de que democracia significa gobierno del pueblo. Del pueblo. Esto de que sean unos pocos los que lo deciden todo y sólo se acuerdan de la ciudadanía para pedirle su aplauso final tiene otro nombre, también muy histórico: se llama oligarquía.