Merece una glosa el sesgo con que muchos de nuestros medios de comunicación han decidido encarar el referéndum francés sobre la mal llamada Constitución de la UE. Parece como si a los ojos de casi todos Francia se viese sacudida por un seísmo que no puede por menos que levantar incomprensión, primero, y repulsa, después. […]
Merece una glosa el sesgo con que muchos de nuestros medios de comunicación han decidido encarar el referéndum francés sobre la mal llamada Constitución de la UE. Parece como si a los ojos de casi todos Francia se viese sacudida por un seísmo que no puede por menos que levantar incomprensión, primero, y repulsa, después. La inquietud de estas horas se antoja en buena medida una secuela, claro, de lo que no hicimos entre nosotros en febrero pasado: discutir crítica, franca y abiertamente sobre el tratado constitucional. Lo que se impuso entonces fue un espasmo de europeísmo papanata adobado de desidia general –facilitó que los mensajes simplones colasen o, al menos, no fuesen contestados– y, a menudo, de un pragmatismo rayano en la frivolidad.
Pero volvamos a Francia y hagamos un esfuerzo para dejar de lado las admoniciones que tantos de nuestros medios lanzan contra una derecha ultramontana y una izquierda radical, empeñadas en hurgar –se nos dice– en falsos y arcanos debates como los relativos a la soberanía nacional, la globalización o la ampliación de la UE. Ocupémonos, porque a la postre la cosa tiene más miga, del relato que muchos de esos medios han decidido asumir a la hora de dar cuenta de lo que ocurre en el Partido Socialista francés. El discurso al uso se deja llevar, con formidable desparpajo, por valoraciones que determinan un canon de perfección –el que corresponde a los defensores del tratado– y una enloquecida herejía fuera del mundo –la abrazada por los detractores de aquél– dentro del propio Partido Socialista galo. Varios son los sambenitos que se cuelgan sobre quienes han tenido la mala idea de rechazar el texto en cuestión. Se nos habla, así, de la vieja guardia estatalista, incapaz de deshacerse de los dogmas marxistas, reacia a cualquier suerte de «aggiornamento» –Bad Godesberg no va con ellos– e impregnada de mezquino oportunismo; segmentos notorios del Partido Socialista habrían sucumbido, por añadidura, al chauvinismo más deleznable, y ello cuando no se habrían dejado seducir por dirigentes cuyo liviano currículo de contestación del neoliberalismo –Fabius– invitaría como poco a la duda. Frente a ese retoño local del eje del mal se hallaría, entre tanto, la socialdemocracia europeísta, honesta defensora de un tratado que, lleno de virtudes, aparecería dramáticamente deformado en los labios de sus detractores.
Me resisto a creer que entre nosotros, y vuelvo a la carga, el recurso a tan abruptas simplificaciones nada tiene que ver con lo que ocurrió en febrero, al calor de un referéndum malhadado. Porque entonces el oportunismo más prosaico y el designio de desfigurar el contenido del texto que se sometía a consulta no faltaron entre quienes se inclinaron por defender el tratado. Lo diré con contundencia: doy por seguro que si el Partido Socialista Obrero Español hubiese perdido las elecciones de marzo de 2004, en sus filas se habría registrado, en lo que al tratado de marras respecta, una discusión tan agria como la que impregna ahora a su casi homólogo francés. Esto es lo que invita a concluir, sin ir más lejos, un hecho llamativo: en febrero fueron muchos los cuadros del PSOE que lejos de los micrófonos confesaron su descontento con un texto que bien se cuidaban de contestar, eso sí, en público. Para explicar semejante conducta no había que ir muy lejos: lo que había cobrado cuerpo era un disciplinado cierre de filas cuyo propósito principal, comprensible, era no enturbiar con disputas internas la posición, relativamente cómoda, de la que disfrutaba el Gobierno español.
Si el tratado constitucional se hace realidad, el silencio que despuntó en febrero –pan para hoy, hambre para mañana– bien puede ser un flaco favor para la causa, que cabe suponer viva, de la socialdemocracia consecuente. Conviene argumentar, claro, por qué. Desde posiciones críticas con el texto a menudo se ha aseverado que los problemas de éste no residen en sus dos primeras partes sino, antes bien, en la tercera. No es exactamente así. Digamos, por lo pronto, que en las partes primera y segunda hay artículos lamentables, en tanto en la tercera –la que describe las políticas concretas– los hay muy respetables. El problema llega de otro lado: el perfil de cada uno de esos grandes agregados es distinto cuando se consideran por separado y cuando se encaran, por el contrario, de manera conjunta. Y lo es porque la parte tercera determina el significado preciso de las dos anteriores, de tal suerte que principios y derechos a primera vista saludables dejan, entonces, de serlo. El lenguaje empleado en las dos partes iniciales es llamativamente distinto, por lo demás, del utilizado en la tercera. Si en aquéllas se habla de «desarrollo duradero», «pleno empleo» y «economía social de mercado», en ésta la apuesta lo es en provecho de precios estables, finanzas saneadas y «economía de mercado abierta con competencia libre». El efecto final resulta iluminador: mientras el tratado recurre en 78 ocasiones a la palabra «mercado» y reclama en 27 oportunidades la «libre competencia», hay que buscar con lupa, en cambio, las citadas expresiones de «pleno empleo» y «economía social de mercado», perdidas en la fanfarria retórica de la parte inicial.
Así las cosas, los derechos sociales salen inequívocamente mal parados. Si, por un lado, los que se enuncian no se ven acompañados de garantías, por el otro lo acordado se halla visiblemente por detrás de lo aceptado por los miembros de la CEE en 1966, de la mano del Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Apenas sorprenderá que con estos mimbres los socialdemócratas escandinavos –y muchos de los franceses– se muestren renuentes a acatar un texto que puede servir de catapulta para una nueva ofensiva neoliberal. Por si poco fuera, nada se prevé en materia de armonización social y fiscal, y otro tanto sucede, en los hechos, con la protección de los consumidores y la lucha contra el fraude. Merced a la presión ejercida por conservadores y liberales, el tratado rehuye hablar, en suma, de servicios públicos, y postula sin más «servicios económicos de interés general», sometidos, naturalmente, a la libre competencia, residuales, hipercontrolados y sin atención global alguna dentro de la UE. Por cierto que –se diga lo que se diga– la ya célebre «directiva Bolkestein» encaja a la perfección en la trama desreguladora de la que bebe el tratado constitucional.
Con el mercado y la libre competencia emplazados obscenamente por encima de los derechos sociales, del medio ambiente, de la calidad de los servicios y de la propia seguridad de usuarios y consumidores, lo más relevante no es que el tratado cierre el camino –era de esperar– a transformaciones revolucionarias. Más llamativo resulta, como antes sugerimos, que imponga obstáculos, acaso insalvables, para el proyecto que comúnmente se atribuye a la socialdemocracia consecuente: el de un Estado entregado a la intervención activa en la economía y a la defensa de los más débiles. Y que nadie busque acomodo en la superstición de que los hechos discurren por otros cauces: conservadores y liberales –los promotores, junto con buena parte de la familia socialista, del tratado– son estrictos en su credo. Durão Barroso, el presidente de la Comisión, no ha dudado en aseverar que la pelea por la competitividad obliga a dejar en segundo plano los derechos sociales y el medio ambiente. El más necio sabe, claro, que los progresos en competitividad, sobre el papel tan halagüeños, se han saldado para muchos en derechos en retroceso, salarios cada vez más bajos, jornadas laborales más prolongadas y, en suma, precariedad por todas partes. Quiere uno creer que es esto, y no alguna esotérica cuestión, lo que conduce a muchos ciudadanos franceses a tomar partido contra el tratado constitucional. Y a discutir sobre él, que falta hace.