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Europa: los nuevos bárbaros

Fuentes: La Jornada

El 13 de septiembre el señor Liangbo Pan, chino, residente en Francia desde 1999, tiene el triste privilegio de ser el número 12 mil 850 en la lista de extranjeros expulsados desde enero de 2005, gracias a la diligencia de los servicios del Ministerio del Interior. En su retorno forzado a Shanghai -donde fue encarcelado […]

El 13 de septiembre el señor Liangbo Pan, chino, residente en Francia desde 1999, tiene el triste privilegio de ser el número 12 mil 850 en la lista de extranjeros expulsados desde enero de 2005, gracias a la diligencia de los servicios del Ministerio del Interior. En su retorno forzado a Shanghai -donde fue encarcelado 15 días por las autoridades chinas al haber salido ilegalmente del país- deja atrás una esposa, que no habla francés, y dos hijos escolarizados en escuelas parisienses. La menor, de cinco años, nacida en Francia, goza de la nacionalidad francesa en virtud del derecho de suelo.

El 18 de septiembre, Firdaous y Waël Mekhelleche, de siete y tres años de edad, de forma respectiva, han sido brutalmente separados de sus padres de origen argelino. Su madre fue detenida cuando se presentó en uno de los numerosos centros de retención donde los extranjeros sin papeles esperan ser deportados del país, para llevar el pasaporte de su marido, arrestado el día anterior en una redada policiaca.

Desde el 9 de agosto, día en que se enteraron de que sus dos hermanas menores de 10 y 12 años habían sido arrestadas en el centro donde disfrutaban sus vacaciones, Rachel y Jonathan, de 15 y 14 años, respectivamente, originarios de la República Democrática del Congo, se encuentran en fuga. Tomaron esta decisión para retrasar la deportación de su madre, cuya petición de asilo fue rechazada por la Oficina de Protección de Refugiados y Apátridas. Escondidos y protegidos por personas solidarias, han escapado de las garras de la policía hasta la fecha.

A finales de agosto, Guy Effeye, alumno colegial de 19 años, originario de Camerún, recibió su orden de expulsión. Tras 32 días de detención, fue conducido al avión. En el aeropuerto, sus amigos, profesores y vecinos se manifestaban para impedir su salida, pero fueron repelidos por la policía con gases lacrimógenos. La movilización de algunos pasajeros, que se negaron a sentarse y a viajar con un hombre esposado, impidió al final la salida del avión. Al día siguiente, Guy fue juzgado por insubordinación. Sin embargo, la magnitud de la protesta llevó al juez a prorrogar el derecho de estancia en territorio francés hasta el final del año escolar, dándole, según sus propias palabras, «una segunda oportunidad». Cabe preguntarse cuál habrá sido la «primera oportunidad» que Guy no supo aprovechar.

Los ejemplos aquí relatados son tan sólo los más emblemáticos de una situación que si bien no es novedosa, conoce desde hace dos meses una fulgurante aceleración. Pero además la ofensiva contra los extranjeros residentes en Francia se manifiesta mediante expulsiones y redadas, cuyas características traen recuerdos de uno de los periodos más siniestros de la historia.

Así, en el transcurso del verano, una serie de incendios provocó la muerte de no menos de 54 personas. Las víctimas eran en su mayoría residentes africanos cuyas condiciones de alojamiento provisorio se habían hecho relativamente duraderas. Los que esperaban de las autoridades una respuesta a la altura de la desesperación de los sobrevivientes se llevaron tamaña sorpresa. La reacción, en efecto, brindó la oportunidad de legitimar la ejecución de un plan limpieza de gran magnitud en inmuebles que hasta ese momento habían escapado a la especulación que caracteriza el mercado de la vivienda en París y sus alrededores. Irónicamente, uno de los primeros operativos se dio en la calle de la Fraternidad, una de las palabras que junto a la de «Libertad» e «Igualdad» adorna la fachada de todos los edificios de la República. Fue el día de inicio del año escolar que, bajo la mirada de los vecinos estupefactos, un grupo de enardecidos policías llegó a derribar puertas y a sacar a patadas hombres, mujeres, ancianos… y niños que se alistaban para su primer día de clases.

Desde entonces se repite casi a diario el mismo escenario. Con lujo de violencia se expulsa a quienes «hay que salvar del peligro», repentinamente considerado como inminente, «de arder en llamas en inmuebles insalubres». De beneficiarias de un techo precario, por el cual en no pocos casos los habitantes pagaban alquileres elevados, decenas de familias pasaron al estatus de «asistidos», atendidos bajo carpas tendidas de emergencia en los parques de la capital.

Tal presentación de los acontecimientos no se puede considerar mera demostración de cinismo. De alguna manera se trata de hacer comprender a la población «normal» el carácter marginal de la población migrante. No son trabajadores que pagan impuestos e inclusive rentas para ser mal alojados; no son, en fin, sujetos de derecho, sino «parias» problemáticos e irresponsables que hay que proteger de sí mismos.

Mientras tanto, Europa extiende sus fronteras hacia el norte de Africa. Ciudades marroquíes se ven transformadas en centros turísticos en los cuales la buena sociedad francesa viene a despilfarrar recursos tan vitales como el agua para llenar sus piscinas o regar sus campos de golf. Hasta los paisajes están siendo privatizados. De la esplendida palmera de Marrakech apenas unas palmas peladas sobreviven entre los altos muros de las lujosas mansiones donde la elite llega a veranear.

Invadida por un rancio perfume colonialista, la sociedad político-mediática se justifica llamando a los que emigran del Norte al Sur «pioneros», «inversionistas» o «actores del desarrollo», mientras que los que vienen en sentido contrario no merecen otro calificativo que el de «flujo» de invasores.

Recurrir a esa imagen no es casual. Revivir el temor al «foráneo que viene a despojarnos de lo nuestro» se revela un método eficaz, harto probado, en un periodo de crisis en que el desempleo asedia a un número creciente de europeos. Señalar al migrante como culpable sirve para desviar la atención de los verdaderos responsables de las políticas liberales que provocan recortes masivos de empleos y una sensible degradación de las condiciones de trabajo.

En esa misma lógica que consiste en estigmatizar al «otro», «el choque de civilizaciones» teorizado por Samuel P. Hungtington se escenifica en la televisión y en horario estelar. En alguna ocasión es el propio ministro del Interior quien se encarga de presentar el show en el cual cuerpos de elite de la policía desenmascaran presuntos «grupos islamitas» escondidos en los suburbios, calificados de «difíciles» en las grandes urbes. En estos tiempos en que la sociedad requiere ser protegida a cualquier costo del asedio a que es sometida, basta sospechar de la «intención de delinquir» para accionar la maquinaria represiva sin necesidad de comprobar que tal hecho está efectivamente por darse.

En esta coyuntura no puede pasar desapercibido que la llamada «cooperación internacional entre policías» tiende siempre más a derivar hacia una política de localización -ahora de la tortura y la represión- que las autollamadas democracias ya ensayaron en los ámbitos comercial y económico.

Así como Estados Unidos maquila interrogatorios a probados verdugos en Egipto o Jordania, Libia negocia favores de la Unión Europea prestando sus cárceles para detención de miles de africanos candidatos al exilio. Y finalmente el drama que se juega hoy en el Sahara marroquí no es más que una manera de encargar a terceros la tarea de evacuar indeseables y así evitar el desagradable espectáculo de trapos ensangrentados flotando en los alambres de púas que coronan los muros de la fortaleza europea.

En este contexto, que se puede calificar de guerra desatada contra una categoría específica de personas (migrantes y pobres), el hecho de que las instancias judiciales españolas se declaren competentes para instruir asuntos relacionados con los crímenes contra la humanidad en cualquier parte del mundo no debería ser más que motivo de risa si no tuviera un trasfondo tan trágico. Pero ya las apariencias no engañan y los signos que estamos advirtiendo no dejan lugar a duda acerca de la verdadera cara de regímenes que en aras de la «necesidad de proteger la democracia» se deslizan hacia el restablecimiento de un orden fascista.

Sí, los bárbaros son aquellos que promueven políticas colonialistas, saquean países y economías para luego tener la osadía de afirmar que la desgracia de los migrantes -sobrevivientes de tal devastación- es imputable solamente a los traficantes que lucran con ellos, o que la pobreza de los países del sur se debe principalmente a la corrupción de sus dirigentes. Bárbaros son los que quieren que miremos sin parpadear los cadáveres de migrantes flotando en las cercanías de las costas de Italia, Grecia o Canarias, que consideremos una fatalidad el espectáculo de los cuerpos asfixiados, amontonados en camiones blindados para cruzar fronteras… ¿Cuánto falta para que nos pidan que enseñemos a nuestros niños a volver la mirada cuando compañeros de otro color sean sacados maniatados de las escuelas?

Ante la amenaza perceptible de alcanzar el punto de no retorno en que lo insoportable se vuelve normalidad, están reanudándose mecanismos activos de resistencia y redes de solidaridad que incluyen ya no solamente a luchadores experimentados u organizaciones comprometidas con la solidaridad, sino también a ciudadanos recién sensibilizados, porque hoy son sus vecinos o los amigos de sus hijos las víctimas de una injusticia que nunca creyeron que pudiera ocurrir en un sistema que se enorgullece de ser guardián de los valores éticos y democráticos. No nos dejen solos frente a la inmensa tarea de derribar los muros de la cárcel Europa, donde los aparatos represivos intentan mantener encerrados nuestros cuerpos y calladas nuestras conciencias.

* Periodista francesa. Ha trabajado en Nicaragua, Alemania y Francia. Integrante del Comité de Solidaridad con Chiapas