Fue de tal magnitud el resentimiento engendrado por los atropellos y crímenes de las tropas del nazi fascismo que muy pocos han reflexionado sobre el purgatorio sufrido por los propios alemanes tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. El odio anti alemán estaba basado en las atrocidades del Holocausto, en el comportamiento despótico de […]
Fue de tal magnitud el resentimiento engendrado por los atropellos y crímenes de las tropas del nazi fascismo que muy pocos han reflexionado sobre el purgatorio sufrido por los propios alemanes tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial.
El odio anti alemán estaba basado en las atrocidades del Holocausto, en el comportamiento despótico de las tropas de ocupación en los países europeos invadidos, en los crímenes cometidos en los campos de concentración. Nombres como Dachau, Auschwitz, Bergen-Belsen, Majdanek, Treblinka y Buchenwald se convirtieron en sinónimos de la ignominia.
Los bombardeos aliados destruyeron 131 ciudades y poblados alemanes y aniquilaron a medio millón de civiles inocentes. Cuando los soldados rusos ocuparon Berlín y terminó la guerra un millón de mujeres fueron violadas en toda Alemania. El lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki ha sido cuestionado moralmente por múltiples analistas, pero muy pocos se han planteado éticamente si era necesario destruir la ciudad de Dresde, centro del arte germánico.
La Segunda Guerra Mundial fue muy costosa para todos. El conteo de víctimas difiere en los diversos estimados pero es horripilante. La Batalla de Inglaterra, como se le llamó al período de bombardeos intensivos de los nazis contra Londres y Coventry causó la muerte a 56 mil militares del cuerpo de aviación y 93 mil civiles británicos. Los bombardeos nocturnos que los Aliados emprendieron contra Alemania, destacándose los brutales asaltos contra Hamburgo y Dresde, dejaron medio millón de víctimas civiles. La masacre que los japoneses cometieron en Nankín, al invadir China, en los prolegómenos de la guerra, dejó 100 mil víctimas. Los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki provocaron la desaparición de 200 mil personas. El sitio de Leningrado causó la aniquilación de 600 mil seres humanos. En Yugoslavia murieron 1.2 millones de civiles en represiones nazis y combates guerrilleros. La ocupación japonesa costó a China 4 millones 300 mil muertes. Japón perdió dos millones 300 mil seres humanos. Alemania, 4 millones 280 mil. Polonia sufrió la desaparición de casi 6 millones de sus hijos. En Rusia el estimado más prudente cifra en 20 millones los muertos pero hay analistas que llegan hasta 26 millones. De ellos 8 millones eran soldados y el resto, víctimas civiles. Fue el pueblo que más sufrió. Estados Unidos perdió 400 mil soldados. A esto hay que añadir las pérdidas que el Holocausto causó en el pueblo judío: seis millones de cremados en los hornos del exterminio, muertos de tifus en los campos de concentración, gaseados. A ellos se suman los tres millones de gitanos y homosexuales que, frecuentemente se omiten en el conteo, víctimas también de la vesania nazi. Son las cifras de la demencia política de un caudillo, de la aberración mortífera a donde condujo la ambición de poder territorial, de la lucha por los mercados. El estimado total de muertes en toda aquella Guerra oscila entre 48 y 60 millones.
Sin embargo, el pueblo alemán, que apoyó masivamente a Hitler, sufrió la humillación de la derrota y múltiples afrentas, calamidades y amarguras tras la capitulación de sus ejércitos. Esa etapa sombría, tras un largo período de silencio, está comenzando a emerger ahora.
La nueva generación de alemanes que surgió tras la guerra se vio enfrentada al silencio de sus mayores, todos parecían interesados en ocultar su parte de complicidad en aquél genocidio. Hablar del sufrimiento propio era mal visto, como si fuera necesario un sigiloso lapso de expiación de los excesos cometidos. En los últimos tiempos una serie de libros y ensayos han emprendido la tarea de examinar las congojas del pueblo alemán durante la guerra y tras su derrota, y son los representantes ideológicos de la nueva izquierda quienes más se han distinguido en el escrutinio de aquella época. La madurez de las nuevas generaciones ha permitido el distanciamiento y la objetividad necesarios para emprender esta tarea. En un artículo de Mark Anderson, titulado «Crimen y castigo», publicado en la revista norteamericana The Nation, se realiza un examen detallado de esta nueva realidad en Alemania.
El libro de W.G. Sebald titulado «Historia natural de la destrucción» narra la experiencia del autor, cuyo padre fue oficial de la Wehrmacht y tras la guerra nunca habló del episodio bélico en el cual participó lo cual el escritor califica de «una conspiración del silencio en todos los hogares alemanes». Sebald se extraña de las pocas referencias existentes en la literatura alemana de la posguerra a lo sucedido dentro de su país. En su obra Sebald enfatiza la destrucción con bombas incendiarias de las ciudades alemanas y la masacre, el dolor y los traumatismos causados en la población civil. Denuncia la complicidad de sus padres y la restricción de la remembranza de los crímenes hitlerianos. El libro de Sebald fue objeto de una polémica pública y despertó gran atención en el país.
Otro libro de importancia es de Jörg Friedrich y se titula «El fuego; Alemania en la guerra del aire 1940-1945». Escrito en un estilo documental Friedrich lleva al lector por un infierno de moradas ardientes, de edificios desplomándose, de tormentas incendiarias, acompañando las descripciones de una abundante documentación fotográfica: cuerpos chamuscados, rígidos cadáveres incinerados, restos humanos contraídos, que son como una contrapartida de las fotos que conocemos del Holocausto. Denuncia la estrategia británico-americana de bombardear el centro de las inflamables ciudades medievales y la destrucción sistemática de su población civil, no sólo los centros ferrocarrileros, los depósitos petroleros o las fábricas de municiones de las periferias. Cita como ejemplo la aniquilación de Pforzheim una pequeña población del medioevo, sin ninguna importancia militar ni estratégica, en la cual murieron veinte mil personas en pocas horas.
El autor se pregunta ¿qué sostén ético pudieron tener los estrategas aliados para convertir centros urbanos en hogueras rugientes que calcinaron a civiles inocentes, entre ellos muchos niños y ancianos ajenos a los crímenes del nazismo? La destrucción de Dresde –en febrero de 1945, cuando ya la derrota nazi era inminente–, con su maravillosa arquitectura barroca y sus ricas pinacotecas, sin interés militar alguno, sigue siendo la incógnita mayor.
Otro de los libros que tratan el problema es «El final» de Hans Erich Nossack, donde se describe la devastación de Hamburgo en julio de 1943. El autor salvó su vida por haberse retirado días antes del exterminador bombardeo a una cabaña en el campo. Desde allí vio pasar las fortalezas volantes y distinguió los incendios en el horizonte. Al siguiente día entró en la ciudad y como un Dante de nuevo cuño descendió al averno y entrevistó a decenas de sobrevivientes que estaban tan traumatizados que apenas podían balbucear sus experiencias ni expresar emociones. La gente deambulaba erráticamente tratando de solucionar sus necesidades elementales, cocinando a la intemperie lo que podían obtener de una precaria depredación de despojos.
Un novelista, Gert Ledig, describe la guerra de una manera aterradora y sórdida en dos de sus novelas «El frente de Stalin» y «Cheque de pago». A los siete años mis manos cortaban cebollas, a los veinte años acariciaban la piel de una joven muchacha, a los veintitrés mis manos cortaron las piernas de un cadáver congelado para hervirlas y arrancar de ellas un par de botas, declara en uno de sus párrafos. La crítica lo sitúa entre Celine y Robbe-Grillet en su estilo crudo y lúgubremente descriptivo que incluye la violación de una niña en un refugio contra bombardeos y el linchamiento de un piloto americano, destrozado por una turba tras haber sido capturado vivo.
Otro libro de gran impacto ha sido «Mujer en Berlín», un diario de autora anónima que comenzó a circular en fotocopias en los años setenta entre los feministas y militantes de la nueva izquierda. Ya antes había sido publicado en Estados Unidos pero la crítica le reprochó su inmoralidad y acritud. El diario cubre el período de abril a junio de 1945 en Berlín, las últimas semanas de la guerra y los primeros meses tras la rendición. La ciudad estaba pulverizada, escombros por todas partes, sin agua ni electricidad, las calles repletas de cadáveres insepultos y vehículos calcinados. Los soldados rusos se lanzaron a un desbordamiento sexual violando unas cien mil mujeres en los primeros tiempos. La autora confiesa que fue violada repetidas veces y constituyó el sustento de la satisfacción erótica de distintos grupos de combatientes hasta que decidió que la mejor manera de protegerse contra estos repetidos asaltos era acogerse a la protección de un oficial que actuara como su valedor. Se convirtió en la amante de un solo hombre y dejó de ser botín de la soldadesca. El mayor que la resguardaba también le suministraba chocolate, azúcar, café, alimentos enlatados y ella se preguntaba si aquella relación era una forma de prostitución hasta que se convenció que amaba a aquél oficial. Cuando su novio regresó del frente, con la humillación de la derrota, también se entregó a él pero descubrió que era una relación fría que había perdido todo el lirismo de sus inicios. El libro narra muchas historias de otras mujeres que sufrieron experiencias parecidas. Los hombres parecían incapaces de hacer nada al respecto porque estaban avergonzados, confusos, deprimidos por su fracaso bélico y no parecían capacitados para defender a sus esposas e hijas, que se convertían en parte del saqueo de los vencedores.
Toda esta nueva literatura alemana da fe de un período aciago en la cual la arrogancia del pueblo alemán, que apoyó masivamente a Hitler, se tornó en infortunios y pesadumbres. La triste humillación que fue silenciada durante muchos años comienza a ver la luz ahora gracias a un nuevo lenguaje explícito de los escritores que han sucedido a la generación de Günther Grass y Heinrich Boll.