Hace pocos días la Reina de Gran Bretaña, Isabel II cumplió ochenta años de edad y cincuenta y tres de reinado. Es asombroso que una institución tan caduca y poco útil como la monarquía británica haya atravesado el período de descolonización y democratización que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Pero hay síntomas evidentes de que el pueblo británico siente que los días de la institución monárquica están contados y cada vez son menos quienes están dispuestos a sufragar el alto costo de una institución que tan poco provecho rinde.
En 1977, al cumplirse los primeros veinticinco años de su reinado, se decretó un Jubileo de Plata que contó con un respaldo popular. Solamente en Londres las comunidades municipales organizaron cuatro mil actividades conmemorativas. Pero en 2002, al celebrarse el 50º aniversario, se intentó un Jubileo de Oro que apenas tuvo respuesta. El presidente del comité organizador, Sir Meter Levine, renunció a su cargo debido a que era poco lo que debía supervisar. Cada día se advierte un mayor distanciamiento entre la reina y los británicos, al extremo que el Daily Telegraph ha llegado a afirmar que la señora es más apta para tratar con caballos que con personas, aludiendo a su conocida equinofilia.
El elector promedio en aquél país se pregunta por qué su Jefe de Estado debe acceder a esa posición por un accidente de nacimiento. Cada día las raíces de la meritocracia se profundizan y los galardones, estímulos y posiciones de poder se otorgan más por lo que se ha hecho ahora y no por la descendencia de hipotéticos antepasados. El himno nacional británico es un cántico de alabanza a la Reina donde apenas se habla de la nación. La familia real británica cultiva un altanero distanciamiento de sus súbditos. Los británicos no son considerados ciudadanos, sino súbditos, en un estiramiento ilógico de una condición medieval. El desdén de la Reina hacia el demostrado dolor de los británicos por la muerte de Diana, la demostrada necedad del heredero Carlos, el despilfarro del dinero de los contribuyentes del fisco en un ostentoso aparato ceremonial, las nulas funciones políticas del monarca han contribuido a este debilitamiento.
El periódico The Guardian calcula el capital privado de la familia real en 4,450 millones de libras, o sea, más de siete mil millones de dólares. La Reina Isabel II tiene 115 millones de dólares en joyas, 132 millones de dólares en propiedades inmobiliarias en el centro de Londres, más las tierras del Ducado de Lancaster que están evaluadas en 330 millones de dólares.
Pese a su notoria impopularidad Carlos, el hijo mayor, recibe las ganancias de ocho millones de dólares anuales que le proporciona el Ducado de Cornuailles, más las utilidades de su finca de Highgrove que produce mermeladas, tocino y chocolate. Los primos de la Reina, el Príncipe de Kent y el Duque de Gloucester participan en los consejos de administración de numerosas compañías y la Princesa de Kent cobra honorarios, desvergonzadamente, por su presencia en actos sociales. Los hijos de la fallecida Princesa Margarita también explotan su condición social. Linley fabrica muebles que vende a los edificios reales. La hija de la Princesa de Kent representa al modisto Armani.
Que la familia Windsor es excesivamente grande y consume mucho dinero es el criterio del 75% de los británicos y un 37% cree que la imagen de la realeza está deteriorada, 55% piensan que son unos derrochadores y un 75% no cree que la monarquía continuará por otros cincuenta años. 39% opina que Isabel no ha sido una buena madre. 57% cree que la reina no está en sintonía con los tiempos modernos y un 63% estima que no comparte las preocupaciones de su pueblo.
Pese a tener tan endebles cabezas los Windsor no cuidan su imagen como debieran. Son derrochadores, exhibicionistas y ostentosos. Se conmemoró un cumpleaños de William, heredero del trono británico, con un baile de máscaras en Windsor. El costo del sarao fue estimado por el Daily Mirror en medio millón de libras esterlinas, o sea casi un millón de dólares gastados en champán, whisky, vinos, salmón, caviar y crema de Chantilly. La familia real explota a los contribuyentes británicos. Edward, el hijo menor de la reina, tiene un sueldo de 65,000 libras anuales, a lo cual se añaden 141,000 por gastos de representación. La Reina le ha asignado como residencia el castillo de Bagshot, con cincuenta habitaciones.
Una importante revista como «The Economist», que representa a los más importantes intereses financieros e instituciones sociales de Gran Bretaña, ha llegado a afirmar en un editorial que el tiempo de la monarquía ha pasado y que la única razón por la cual se mantiene es que sería muy embarazoso y molesto deshacerse de ella.