Paye denuncia la dependencia estructual que mantiene Europa respecto al imperialismo yanqui. Así, la construcción europea tal y como está formulada «no instala una nueva forma de soberanía. No establece la relación entre los ciudadanos y las autoridades constituidas, ni sirve de guía a la organización de estas últimas».
El no irlandés al proyecto «constitucional» tiene el interés de relanzar el debate sobre la construcción europea. Sin embargo, el debate no puede sino ser limitado, ya que el texto no tiene nada de constituyente. No instala una nueva forma de soberanía. No establece la relación entre los ciudadanos y las autoridades constituidas, ni sirve de guía a la organización de estas últimas. El rechazo de diferentes ciudadanías, cuando son consultadas, demuestra que este proceso no forma parte del imaginario de los pueblos europeos.
Esta «Constitución» no tiene el objetivo de unificar a la diversidad de pueblos del viejo continente, sino el de poner una pantalla a la realidad: de ocultar el hecho de que Europa no existe sino por su inserción en una estructura política globalizada, situada directamente bajo soberanía estadounidense. Es lo que nos demuestran el conjunto de acuerdos firmados entre Estados Unidos y la Unión Europea.
Esa realidad, que estructura nuestra vida y suprime nuestras libertades fundamentales, está ausente de los actuales debates sobre ese «proyecto constitucional». Limitar el debate a la cuestión del Tratado de Lisboa sólo lleva a reproducir esa ocultación de la realidad.
El último acuerdo, firmado en junio de 2007, y concerniente al control de las transacciones financieras así como el relativo a los pasajeros aéreos (leer «Pasajeros europeos bajo el control de EEUU», GARA, 17-10-2007), consagran un nuevo modelo de existencia para el derecho internacional. De hecho, más que hablar de derecho internacional habría que hablar de un derecho nacional estadounidense aplicado directamente en territorio de la Unión Europea. El estilo de redacción que consagra la primacía del derecho estadounidense es la misma para los dos casos. No se trata de acuerdos entre dos potencias estatales situadas formalmente al mismo nivel, sino de un compromiso unilateral de parte de Estados Unidos que le consagra como potencia imperial que ejerce una soberanía directa sobre ciudadanos europeos. A fin de satisfacer las exigencias estadounidenses, la UE abandona su propia legalidad y transforma su ordenamiento jurídico. Se trata de legalizar una situación de facto, engendrada a partir de la decisión de las autoridades estadounidenses de hacerse con datos personales de súbditos europeos.
El 23 de junio de 2006, el «New York Times» revelaba la instalación, por la CIA, de un programa de vigilancia de las transacciones financieras internacionales. El periódico resaltaba el hecho de que la sociedad belga Swift transmitió, a partir de los atentados del 11-S, al Departamento del Tesoro de Estados Unidos, decenas de miles de datos confidenciales concernientes a operaciones de sus clientes. Swift gestiona los intercambios internacionales de unas 8.000 instituciones financieras establecidas en 208 países. Asegura la transferencia de datos relativos a pagos o títulos, incluidas las transacciones internacionales en divisas, aunque no se dedica a transferir dinero. El conjunto de sus documentos son almacenados en dos servidores. Uno de ellos situado en Europa y el otro en Estados Unidos. Los mensajes interbancarios, que circulan a través de la red Swift, contienen datos de carácter personal, protegidos tanto por el derecho belga como por el europeo.
Esta sociedad está sometida igualmente al derecho estadounidense, al estar su segundo servidor alojado en dicho país. La sociedad a violado, por tanto, el derecho europeo a fin de cumplir las órdenes del ejecutivo estadounidense.
Desde 2002, la sociedad Swift informaba a sus autoridades financieras de tutela, belgas y europeas, es decir, al Banco Nacional de Bélgica y al Banco Central Europeo. En la práctica el conjunto de los bancos centrales del G-10 (Canadá, Alemania, Francia, Italia, Japón, Holanda, Suecia, Suiza, Gran Bretaña, EEUU) y de los países aliados de EEUU en la «guerra contra el terrorismo», estaban al corriente de esa transmisión de informaciones financieras. El Banco Nacional Belga no consideró útil informar de ello a su Gobierno. El BCE adoptó igual actitud con respecto a la Comisión y al Consejo Europeo. Su director justificó su silencio en que, como los exhortos hechos llegar a Swift se realizaban en nombre de la «lucha antiterrorista», esta información no podía no ser compartida con terceros ni hacerse pública.
En este caso, una firma privada y las autoridades financieras europeas se presentan como instituciones comprometidas en la «lucha antiterrorista» internacional y se colocan directamente bajo soberanía estadounidense. Ello justifica, a sus ojos, tanto el incumplimiento de sus obligaciones con respecto a sus autoridades de tutela como la violación del derecho nacional belga y del derecho comunitario. A pesar de probarse tales hechos, las autoridades belgas y europeas se negaron a perseguir judicialmente a la sociedad Swift y a adoptar sanciones hacia los bancos centrales.
Recordemos que el sistema Echelon y el programa de vigilancia de la NSA permiten proveerse de informaciones digitales, entre ellos los datos Swift, en tiempo real. Su lectura es tanto más fácil en cuanto que los sistemas de encriptado (DES, 3DES y AES), de los datos relativos a las transacciones mundiales entre bancos, son estándares estadounidenses patentados en EEUU. El Gobierno de Estados Unidos se asegura de que se le faciliten datos que o bien ya están en sus manos o puede obtener fácilmente. Y es que no se trata sólo de establecer un sistema de control de las transacciones financieras internacionales, sino sobretodo de legitimarlo.
Nunca se ha planteado que cesen estas transferencias de datos hacia las aduanas estadounidenses. Ese intercambio no ha cesado, de hecho, desde que se revelara el escándalo.
En lo que se refiere al «acuerdo» de 2007, que autoriza la obtención de datos personales de europeos por parte de los Estados Unidos, éste conduce a un compromiso unilateral estadounidense. No se trata de un acuerdo bilateral, como quería el Parlamento Europeo, sino de un texto cuyo contenido no precisa del consentimiento de las dos partes para poder ser modificado. En dicho documento, el Departamento del Tesoro da meras garantías formales en cuanto al uso de los datos. Se compromete a utilizarlos «exclusivamente para la lucha contra el terrorismo». Sin embargo, la definición de «terrorismo» es tan extensa que puede aplicarse a toda persona u organización que esté en el punto de mira de la Administración.
Con el objeto de que los datos inter-europeos no sigan siendo transferidos a EEUU, sino a un segundo servidor europeo, representantes de la sociedad Swift dejaron entrever en abril de este año que ese cerebro se situaría en la región de Zurich y estaría operativo a finales de 2009. El «acuerdo» debería ser adaptado a tal efecto. Y ese cambio sería en todo caso evolutivo. El «acuerdo» se ha construido para que pueda responder a nuevas exigencias estadounidenses y para que pueda seguir abasteciendo de los datos financieros europeos a las autoridades estadounidenses. De no existir el pretexto del servidor estadounidense, ello podría llevar a un reforzamiento aún mayor de la soberanía de ese país en suelo europeo.
Este «acuerdo», como el relativo a los pasajeros aéreos, revela la existencia de una estructura política imperial en la que el Ejecutivo de los EEUU ocupa el puesto de emisor de órdenes y las instituciones europeas tienen una función legitimadora con respecto a sus ciudadanos. No existen dos potencias soberanas. Sólo hay una parte que reafirma su derecho a disponer de informaciones personales de los europeos. En ese proceso unilateral, concede «garantías» formales que puede modificar o suprimir unilateralmente. El Gobierno estadounidense ejerce de este modo su soberanía directa sobre los pueblos europeos.