Una generación ecologista. Francia está plagada de pequeños pueblos habitados por jóvenes alterglobalistas, que votan por la verdadera izquierda y se preparan para la desobediencia civil
¿Meterá Nicolas Sarkozy a esta mula en la cárcel? ¿Será acusada de «terrorismo», como lo fue el intelectual Julien Coupat? La idea puede parecer descabellada, pero no lo es. Marushka, igual que todas las mulas y caballos de tiro de este pueblo de montaña del centro de Francia, es sospechosa. No lleva herraduras, porque los humanos con quienes trabaja son ecologistas libertarios y piensan que así está más sana. Y, colmo de lo insoportable: con pezuñas descalzas, Marushka y sus amigas trabajan fuera de la economía de mercado y restauran servicios públicos en uno de los pueblos de la Francia neorrural.
Casi todos los nombres de équidos, humanos o lugares de este reportaje han sido camuflados para ocultar su identidad. En una Francia en plena revolución conservadora, existe una red de pueblos y zonas rurales donde jóvenes procedentes de las grandes ciudades, en su mayoría superdiplomados y eficaces, han decidido que otra vida es posible.
Se retiran del mercado de trabajo, salen del consumismo, crean asociaciones y cooperativas que les sirven de paraguas frente a la Policía o el fisco y, así, restauran servicios por vía autogestionaria. Al hacerlo, se ganan la simpatía de los abuelos abandonados en aldeas dejadas de la mano del Estado.
Eso es lo que hicieron hace unos años Julien Coupat y sus amigos en Tarnac, aldea mesetaria del centro de Francia. Equipados con diplomas elitistas de París, compraron una granja, reabrieron una tienda de ultramarinos y empezaron a rendir servicios gratuitos a los abueletes del pueblo semivacío.
La empatía fue inmediata, hasta que el 11 de noviembre pasado una espectacular operación de la Policía antiterrorista condujo a la detención del grupo, acusado nada menos que de «terrorismo». Tras seis meses y medio en prisión, Coupat, el último detenido, fue liberado recientemente.
Terroristas sin causa
Según revelaciones de la prensa francesa, el dossier armado por la Fiscalía Antiterrorista para acusarle de una tentativa de sabotaje de líneas férreas está totalmente hueco. Así parece probarlo también el hecho de que el juez estimara que no hay riesgo alguno en sacar de la cárcel a tan peligrosos «terroristas». Los comités de apoyo en favor de los Nueve de Tarnac se van propagando por toda Francia, bajo el paraguas de un manifiesto de intelectuales: «No al Orden Nuevo».
El asunto empieza a cobrar tintes cómicos, porque la Policía antiterrorista está reincidiendo. En mayo pasado, los agentes procedieron a nuevas detenciones y una vez más golpearon en un pequeño pueblo. Esta vez le tocó el turno a la bucólica Forcalquier, en Provenza. Un grupo de cuatro editores de un nuevo «Comité de Sabotaje del Antiterrorismo» pasaron un día entero en el calabozo, para luego ser liberados sin cargos.
Desde entonces, el titular de Interior ha cambiado, y Nicolas Sarkozy, en lugar de seguir amenazando con mano dura, intenta vestirse a sí mismo de ecologista campestre y de enemigo del productivismo capitalista ultraliberal. Y es que Tarnac y Forcalquiers sólo son dos de la larga lista de pueblos de menos de 5.000 habitantes, esparcidos por toda la geografía francesa, donde impera una cultura que empieza a recibir el nombre de «neorrural», y que en realidad podría ser llamada «resistencia».
Los hay de llanura o de montaña, del norte o del cálido Mediterráneo, de casi 5.000 habitantes o con sólo 200 almas. Pero se les reconoce fácilmente. Están fuera de los grandes ejes, sólo tienen carreteras secundarias, y ni una sola de esas villas o esos inmensos barrios de casas adosadas, típicas de lo que, en Francia, la administración empieza a llamar «zona rural bajo influencia urbana».
Los de las Marushkas y los Julien Coupat son pueblos auténticos que a punto han estado de quedar abandonados. La llegada de jóvenes alter-globalistas con proyectos profesionales solidarios y con niños les han dado una nueva vida. Como en el de la mula Marushka: sólo 300 almas, una escuela que fue salvada por los pelos y ahora crece en alumnos.
Sólo 300 vecinos, pero también cuatro asociaciones culturales que crean desde óperas contemporáneas hasta libros incunables de materiales biológicos. Sólo 300 almas, pero también varias empresas de lo que se llama, en Francia, desde finales de los años noventa «el tercer sector»: sociedades formalmente privadas, pero que no buscan generar dividendos sino crear plusvalía social.
Se les reconoce también, a estos pueblos, mirando sus resultados electorales en la base de datos del Ministerio de Interior. Tarnac, Forcalquier y tantos otros votan como las barriadas populares de las grandes ciudades, y no como la Francia rural conservadora de siempre. La derecha sarkozyana toca techo con facilidad en torno al 25%. Las fuerzas de la izquierda real el NPA y el Frente y los ecologistas arrasan, y el Partido Socialista aún tiene algo de fuerza.
Según un documentado estudio del instituto IPSOS, estos neorrurales jóvenes, de entre 25 y 34 años de edad, representaban en 2003 algo más de un millón de personas; esto es, en torno al 2% de la población adulta del país. Una gota de agua numéricamente, pero una gota muy activa e inquieta. La Policía antiterrorista volvió a alarmarse en julio pasado. Detectó la presencia de activistas del movimiento de Tarnac y Forcalquiers no ya en el campo, sino en dos duras periferias del norte y el este de París. Los activistas contactaron con adolescentes de Villiers-le-Bel y de Bagnolet, suburbios del extrarradio parisino donde existe un tenso cara a cara entre jóvenes y policías, debido a la muerte de tres chavales en supuestos accidentes con coches patrulla.
Enseñanzas subversivas
Más señales de rebeldía: en uno de esos pueblos, se esconde una asamblea de hackers preparando el sistema que va a colapsar técnicamente los futuros robots anti P2P, previstos por la ley Creación e Internet de Sarkozy. En otro, 20 personas participaron en un intenso cursillo de 48 horas para aprender las técnicas de desobediencia civil y de resistencia activa, con el objetivo de saber algún día plantar cara a un capitalista, segar un campo de cultivos transgénicos o interrumpir la construcción de una autopista.
Ninguna de esas acciones responde a la tipificación penal de «terrorismo». Ninguno de estos pueblos es «terrorista». Como tampoco parece Marushka ser una «terrorista». Simplemente, tras las barriadas populares de las grandes ciudades, otra porción de Francia y de su diversidad, rural esta vez, empieza a ser vista como un peligro y una amenaza por la derecha sarkozyana.
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