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La democracia en América Latina

Fuentes: Rebelión

Los sistemas políticos, todos los sistemas políticos, son el resultado y el reflejo de un modo de producción y se dan en el contexto de una formación social concreta. Por lo tanto, a la hora de juzgar la idoneidad de un modelo -concretamente el nuestro, el democrático occidental- no podemos obviar la dimensión histórica del […]

Los sistemas políticos, todos los sistemas políticos, son el resultado y el reflejo de un modo de producción y se dan en el contexto de una formación social concreta. Por lo tanto, a la hora de juzgar la idoneidad de un modelo -concretamente el nuestro, el democrático occidental- no podemos obviar la dimensión histórica del mismo y considerarlo, sin más, como el mejor de los posibles y además exportable a cualquier rincón del mundo. Conditio sine qua non para que sea viable un sistema democrático es la existencia de la igualdad, más o menos real. Motivo por el cual no son posibles las democracias en aquellos lugares donde la igualdad ni se asoma. O, al menos, no son posibles las democracias basadas casi exclusivamente en votos y sistemas de partidos, tal como se dan en lo que nos hemos acostumbrado a llamar Occidente. De manera muy simplista, pero muy gráfica, suelo explicar este hecho a mis alumnos de la ESO diciéndoles que, en aquellos lugares donde se tiene un miedo reverencial al jefe y al brujo de la tribu, se vota lo que ellos quieren, y que, donde una mujer vale cinco cabras, la pregunta es por qué la mujer vota y la cabra no, si son intercambiables. No es para nada científico, pero se enteran de la necesidad de la igualdad.

En el mundo hay muchos sistemas de participación y de toma colegiada de decisiones, no sólo el sistema democrático burgués surgido de la revolución de Cronwell, muy anterior a la francesa, y de la que ésta tomó sus ideas. De manera muy intencionada se olvida que el padre de la formulación de la soberanía nacional y de la división de poderes es Locke, y no Rousseau o Montesquieu, y la revolución norteamericana es también unos años anterior a la francesa. Pero, cosas de la vida y de la enseñanza de la Historia, el comienzo de la democracia burguesa se pone al lado de la toma de la Bastilla.

En América Latina, en los pueblos ancestrales, el sistema de propiedad de la tierra es comunal. La tierra no se posee, se trabaja y se usa, y, una vez que el campesino muere y la unidad familiar se deshace, revierte a la comunidad, que la reasigna a una nueva familia. Los trabajos que tienen un beneficio colectivo son colectivos, y gratuitos, porque son necesarios para todos. Las decisiones se toman en común y los roles están repartidos, tanto en sentido horizontal como vertical: el presidente de la comunidad es en cada momento aquella persona que es capaz de dar solución al problema planteado, y, cuando ya no responde a las necesidades, deja paso a otra persona que sí lo hace. En general, los asuntos importantes se deciden dentro de la casa, entre todos los miembros de la familia que asumen responsabilidades. Los niños, en la medida en que son capaces de contribuir a las necesidades familiares, también son escuchados, de manera que la mayoría de edad real no se alcanza cuando se cumplen unos años, sino cuando se asumen responsabilidades de adulto y se responde de ellas. El representante de la familia en la asamblea de la comunidad suele ser el padre de familia, pero no necesariamente. Y en esta asamblea, suele actuar como portavoz de la familia. Rara vez toma decisiones que no haya consultado antes.

Para los observadores occidentales, eso da una sociedad absolutamente machista donde las mujeres no tienen presencia pública. Eso es cierto en aquellos lugares donde la colonización ha sido más intensa. Allí se ha llevado la cultura española de la diferencia entendida como inferioridad, y el cristianismo, con su idea de culpa y sumisión de la mujer, ha hecho estragos. En los lugares donde pervive la cultura ancestral, andina, amazónica o de otros orígenes, existe una diferencia de roles entre hombre y mujer que no necesariamente suponen jerarquía, y una mujer puede ocupar sin problemas situaciones de jefatura. Casos como el de Micaela Bastidas son suficientemente conocidos.

Sobre estas sociedades ancestrales se superpuso una sociedad feudal con un fuerte esclavismo, que llevó a que se desarrollara, por una parte, una burguesía criolla carente de derechos -en realidad, como toda la burguesía española hasta el Estatuto Real de 1834- que se vio defraudada en sus aspiraciones al fracasar la constitución de 1812, que les prometía una cierta autonomía y la posibilidad de ocupar cargos. La colonia oficialista mantenía una casta nobiliaria con un comportamiento más parasitario que otra cosa. Los trabajos más duros eran realizados por esclavos negros, excepto en las minas de altura, donde eran llevados a cabo por la población indígena utilizando precisamente la mita, sus trabajos colectivos y gratuitos.

Este tipo de sociedad es la que alcanza la independencia, ahora hace 200 años. Es decir, nos encontramos una sociedad colonial y una ancestral que se dan la espalda, y que permanecen unidas sólo por un vínculo, el de la mita, que supone la esclavitud encubierta de los jóvenes comuneros. Para mantener la explotación agraria, las autoridades coloniales mantienen el régimen de tenencia comunal de la tierra, excepto en zonas propias para plantación de productos coloniales -café, cacao, algodón, tabaco, caña de azúcar, frutas y otros- que son trabajados mayoritariamente por mano de obra esclava. Los dueños de esclavos son los burgueses a los que se les llena la boca hablando de libertad, no se nos olvide, y que están en estrecho trato con los ingleses, sus abastecedores de mano de obra negra desde el Tratado de Utrecht en 1713.

Para mantener la agricultura de abastecimiento en marcha, y el cobro de impuestos junto con el sistema de la mita, se hace imprescindible el mantenimiento de las autoridades locales y de las asambleas comunales. El contacto de algunas de estas autoridades locales con las ideas de la Ilustración va a dar frutos como la revuelta de Túpac Amaru II, José Gabriel Condorcanqui, quien junto a su esposa Micaela Bastidas van a tratar de recuperar el imperio inca, en el último tercio del siglo XVIII, también antes de la revolución francesa. Su derrota y brutal ejecución no terminan con la organización social y política autóctona, que sigue siendo imprescindible para asegurar la explotación del imperio.

Cuando se proclama la independencia, la nueva clase dominante es la burguesía, que necesita acaparar todas las tierras disponibles, y que intenta, sin demasiado éxito, acabar con el sistema comunal. Se consigue en territorios como Venezuela, Colombia, México, y en aquellos en los que se ha exterminado la población indígena, como Argentina y Uruguay, pero en los reductos como la zona andina, la zona de raíces mayas y las regiones de las selvas amazónicas, la comunidad permanece hasta el día de hoy y sigue estando presente en el imaginario colectivo de los demás pueblos indígenas menos fuertes. El líder de este despojo es Simón Bolívar, en nombre de la libertad, la igualdad y el progreso. Conviene no olvidarlo tampoco.

También en nombre de la libertad y el progreso, se sigue manteniendo la esclavitud, que se abole por la fuerza de los hechos: es muy difícil mantener el tráfico de esclavos a la vez que la colonización de África, donde hacen falta para las explotaciones propias de la zona, y el ser humano, como la mayoría de los animales, se reproduce muy mal en cautividad. Aún así, en la muy española isla de Cuba se sigue manteniendo hasta 1888.

La etapa republicana es una sucesión de presidentes más o menos vendidos a ingleses y norteamericanos, que gobiernan para la minoría burguesa y se olvidan de las mayorías indígenas, mestizas o descendientes de esclavos, a los que niegan los derechos que reclaman para ellos mismos.

La extensión del derecho de sufragio no ha llevado consigo la extensión de la igualdad, o de las medidas de igualdad necesarias para que la democracia sea algo más que una palabra. Se ha pretendido copiar el modelo norteamericano en cuanto a sistema formal, pero no se ha tomado ni siquiera una de las medidas tendentes a lograr la igualdad a niveles parecidos a los alcanzados en Europa, que son mucho más altos que en Estados Unidos.

El resultado ha sido un rasgado general de vestiduras porque los sistemas de partidos a los que estamos tan acostumbrados en las democracias burguesas que hemos dado en llamar occidentales, como si el occidente fuera algo más que un punto cardinal, no cuajan en una sociedad que no se le parece en absoluto. Ese ruido de telas rasgadas se completa cuando surgen figuras como la de Hugo Chávez o Evo Morales, a los que se tilda de caudillos como en su día lo fueron Fidel Castro, Emiliano Zapata o el Che Guevara, o, más antiguos, Bolívar o Andrés Avelino Cáceres. Para entenderlo, convendría también conocer el valor de símbolo que tiene el caudillismo, que cae lejos de la forma de entender el liderazgo que tenemos en Europa.

Los europeos tenemos la idea de que un caudillo es una persona que se pone al frente de un pueblo para manipularlo y llevarlo a donde no quiere ir, y para ello desarrolla una política de falsedad y destrucción de libertades. El modelo que tenemos es el de los partidos fascistas y nazis de comienzos del siglo XX. En América Latina no es así. El caudillo latinoamericano es el símbolo de la idea que se persigue. Para la Venezuela de Hugo Chávez, Bolívar ha perdido su faceta de despojador de tierras comunales para quedarse en el símbolo de la unidad continental frente a los explotadores foráneos. Ciertamente, la realidad histórica se distorsiona al escogerse sólo un aspecto, que por otra parte, es real. Igual cabría decir del movimiento etnocacerista andino, que reivindica la figura de Andrés Avelino Cáceres, líder de la resistencia contra Chile, olvidando que fue uno de los responsables de la matanza de líderes comuneros y del despojo sistemático de tierras comunales en el área andina, utilizando para ello métodos dignos de una película de terror. Pero los problemas actuales son los de la falta de unidad frente a los intereses norteamericanos o europeos manifestados a través del nuevo colonialismo surgido tras la guerra fría, o el avance de las economías más fuertes en la propia región latinoamericana, y los símbolos galvanizadores de conciencias tienen que ser los que los representen.

Para las poblaciones que han sido tradicionalmente excluidas, el hecho de que personas de su etnia alcancen grandes magistraturas despierta de manera casi automática la creencia en que, por el simple hecho del color de la piel o la procedencia, puedan entender mejor sus problemas y darles soluciones. Casos como los de Lucio Gutiérrez, Alberto Fujimori o Alejandro Toledo lo desmienten de manera categórica. Pero estos personajes han sabido utilizar en beneficio propio una de las características de las sociedades ancestrales: la reciprocidad. Si tú les das, ellos deben darte algo a cambio, y algo que sea de valor para ti. Es una idea que el neocolonialismo disfrazado de ONGs y cooperación al desarrollo se esfuerza en destruir, porque transforma pueblos orgullosos en pueblos de mendigos, y, por lo tanto, dependientes y sumisos a los intereses occidentales, que son los que les llevan la ayuda. Cuando Fujimori pide el voto de los uros, que viven en islas de anea flotante en el lago Titicaca, llevándoles a cambio ordenadores que jamás podrán utilizar porque el punto de electricidad más próximo está a kilómetros de distancia y fuera del lago, sabe que lo van a votar, no porque lo crean o porque confíen en él, sino porque tienen que ser recíprocos para seguir siendo dignos. Pero el voto conseguido de esta manera tiene exactamente el mismo valor que el conseguido de manera reflexiva y que corresponde con una decisión meditada. Las acciones de castigo contra los que no son adictos, como las represalias contra los pobladores de San Nicolás de Zaña, a los que se les negó el alimento y se les quitó las mantas y los cobertizos porque le negaron el voto a Fujimori tras el fenómeno El Niño de 1998, van más allá de la miseria humana. De manera inmediata, tienen el efecto de castigo. A medio plazo, generan la aparición de líderes locales y de organizaciones de base que urge combatir con la acción de ONGs o, si se resisten, de sicarios.

El miedo que despiertan los gobiernos de Evo Morales, Hugo Chávez, Fernando Lugo o Rafael Correa, por citar a algunos, va más allá del derivado de una ideología política o del temor a que puedan derivar en dictadura. A ningún gobierno occidental y democrático le tembló el pulso para reconocer a Pinochet, Videla, Fujimori, Alan García -hay que recordar las matanzas de los penales, y las más actuales de Bagua o Apurímac- o cualquier otro. El problema es que se les escapa de las manos la posibilidad de seguir explotando unas tierras que, desde el «descubrimiento» de 1492, se han considerado como posesión de los países europeos o sus hijos americanos. Las organizaciones de base, democráticas y representativas, aunque no sean partidistas, están confluyendo por primera vez con las democracias formales, de manera impecable de acuerdo con los observadores internacionales, y se están quedando sin argumentos para atacar a «dictadores» como Chávez mientras mantienen a «demócratas» como Uribe.

El colonialismo ha dejado paso al neocolonialismo, bien en la forma más burda de las multinacionales o en la más sutil de las ONGs, sobre las que también convendría hacer un análisis y separar el grano -que lo hay, y excelente- de la paja, que, como en cualquier cosecha, es mucho más abundante y se ve muchísimo más. Contra estos sistemas están surgiendo formas más igualitarias, y, por tanto, más democráticas. Aunque no sean exactamente las formas democráticas propias de una sociedad burguesa como la europea, porque, sencillamente, en América Latina hay muy poca burguesía, ningún movimiento obrero proletario porque el proletariado es consustancial a la revolución industrial que allí no se dio, y, en pocas palabras, América no es Europa y no se pueden dar las mismas formas organizativas.

Rebelión ha publicado este artículo con permiso de los autores, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.