Siempre he pensado que no hay país en que sea más fácil desarrollar una revolución que Costa Rica: no hay ejército, la mayoría de los miembros de la «fuerza pública» lucen sus barrigas e ineptitud para la labor, con unas cuantas carreteras principales. Tan fácil como pararse en el lugar indicado, cerca de aeropuertos y […]
Siempre he pensado que no hay país en que sea más fácil desarrollar una revolución que Costa Rica: no hay ejército, la mayoría de los miembros de la «fuerza pública» lucen sus barrigas e ineptitud para la labor, con unas cuantas carreteras principales. Tan fácil como pararse en el lugar indicado, cerca de aeropuertos y de entrada a las zonas francas, ahí justamente detenemos a este país y nos hacemos escuchar, llegando al corazón de los intereses políticos.
Siempre he pensado, además, que no hay pueblo más fácil de domesticar: un poco de cantando por un sueño, de fútbol, la llegada de un mega-supermercado gringo, la «mami» de La teja nos hace olvidar sin problemas fraudes del primero de mayo o presidentes corruptos que por arte de magia se deshacen de su condena. Bien dijo José Figueres (alimaña política también) que en Costa Rica no había escándalo que durara tres días como si fuera obra de un insomnio macondiano que nos sumergiera cada vez más en una amnesia cíclica.
El mundo se está moviendo más que nunca, primero la revolución de los Jazmines que sacudió a los países del Medio Oriente, luego las protestas en Chile y de unos días para acá algo llamado «Democracia real ya» en España. Todo esto, más allá de la derecha o la izquierda (porqué cualquier persona cuerda sabe que un pleito por alguno de esos extremos es una idea vetusta) es una lucha que se queda más en la búsqueda de soluciones verdaderas, de inclusión social y oportunidades. Algo así como sí exigiéramos la formación de un proyecto país ordenado para Costa Rica, castigo legal a quien lo merece, el aprovechamiento del recurso humano y no solamente la construcción de un país-maquila.
Sin embargo, ya con mis pocos años yo le he perdido fe a este país. Le he tomado desprecio a sus líderes y más aún su gente por que me doy cuenta que no sólo es cuestión de quien está arriba, sino de quienes los eligen y forman «el colchón» de todos ellos. Cada vez que veo a alguien tirando basura en la calle o corriendo a comprar a Wallmart comprendo que la «revolución» acá no es más que un sueño. La clase callcentera aquella que podría hacer algo está muy ocupada con sus distracciones. Pero sería hermoso, a más no poder, que sucediera.