1. No hacían falta las palabras de Mario Draghi para entender que la crisis ya es irreversible en Europa. Crisis de «dimensiones sistémicas» había dicho Jean-Claude Trichet hace un par de meses. Ahora Draghi, su sucesor en la dirección del Banco Central Europeo (BCE), nos informa de que «la situación ha empeorado» (16 de enero). […]
1. No hacían falta las palabras de Mario Draghi para entender que la crisis ya es irreversible en Europa. Crisis de «dimensiones sistémicas» había dicho Jean-Claude Trichet hace un par de meses. Ahora Draghi, su sucesor en la dirección del Banco Central Europeo (BCE), nos informa de que «la situación ha empeorado» (16 de enero). Resulta difícil saber qué significa el empeoramiento de una crisis de «dimensiones sistémicas».
Es cierto que el escenario previsto para los próximos meses es bastante sombrío, no sólo porque hace años que estamos pagando la crisis y la medicina que la alimenta: la austeridad, o dicho de manera más sobria «el rigor». También sectores fuertes del capital y de la clase dirigente europea empiezan a verse asaltados por la duda de si, en este gigantesco proceso de reafirmación global de los equilibrios de poder, no corren el riesgo de figurar entre los perdedores. El espectro del «declive», que no ha dejado de pasearse por las metrópolis estadounidenses, ha empezado a frecuentar con mayor asiduidad las calles y las plazas europeas o al menos de regiones enteras de Europa. Y no faltan los comentarios que entrevén tras las acciones de las agencias de calificación una racionalidad militar, la primera maniobra de una «guerra mundial de la deuda» en la cual el objetivo de que sobreviva el dólar como moneda soberana a nivel mundial (con la consecuencia de que los centros directivos sigan estando situados en el mercado financiero) pudiera justificar el desgaste del euro. Como telón de fondo están las noticias llegadas del Estrecho de Ormuz, que nos recuerdan que frente a una crisis de esta profundidad y duración la guerra puede ser una posible «solución» no sólo en el terreno financiero y de la deuda «soberana».
Digámoslo claramente: la Unión Europea tal y como la hemos conocido en estos años está acabada. No es un hecho del que alegrarse. Nosotros y nosotras mismas habíamos llegado a pensar que las luchas y movimientos europeos pudieran haber encontrado en la institucionalidad europea en formación, en el terreno de la ciudadanía y de la governance, un marco de referencia más dúctil que las estructuras políticas nacionales, un espacio en el seno del cual y contra el cual construir campañas y articular plataformas reivindicativas. Pues bien, aquel espacio ya no existe. Ésta es la primera lección que extraer de la crisis en esta parte del mundo. La segunda nos parece aún más importante: en el terreno nacional, toda hipótesis de afrontamiento democrático o socialista de la crisis se está mostrando como lo que realmente es: una ilusión carente de toda eficacia y tendencialmente peligrosa. Queda demostrado por estos dos años de resistencia durísima -aun restringida al terreno nacional- a las políticas de austeridad en los países más golpeados por la crisis. Grecia resulta emblemática en este orden de cosas. Resulta difícil imaginar un despliegue más radical y copioso de luchas de resistencia que el que ya ha tomado cuerpo en ese país: desde ocupaciones de plazas hasta la huelga general de larga duración, desde intentos de asaltar el parlamento hasta el bloqueo de ciudades enteras. Y aun así, la eficacia de esta movilización permanente, si la ciframos en términos de su oposición a las políticas draconianas de recorte y desmantelamiento del estado social y de derecho, ha sido próxima a cero. No hay complacencia por parte nuestra en este comentario, esto ha de quedar claro. Se hace bien en luchar, tanto en Grecia como en cualquier otro lugar. Pero nos parece que la perspectiva de la mera resistencia (de la simple defensa de las conquistas de las últimas décadas y de las instituciones que parecían destinadas a encarnarlas) se ha topado con un límite radical. En el mismo momento en que Europa se desnuda definitivamente de sus vestimentas democráticas ante los ojos de millones de ciudadanos y ciudadanas europeas, resucitándose los fantasmas de la dictadura de la regulación monetaria y del dominio colonial ejercido por un supuesto centro contra sus periferias, se demuestra la impotencia de considerar la dimensión nacional como un dique de contención o un bastión defensivo. En estas últimas décadas, los procesos de desarticulación del estado-nación han actuado muy en profundidad, sus instituciones están demasiado comprometidas con la lógica neoliberal y financiera, demasiado ha mutado la composición del trabajo vivo, demasiada es la desproporción entre la violencia del mando financiero y la dinámica de la representación política como para poder pensar hoy en un New Deal a nivel nacional. Un programa de salida de la crisis hacia adelante no puede ser sino un programa constituyente. A los dos aspectos que por definición caracterizan todo programa constituyente -fijación de nuevos principios no negociables y construcción de una nueva institucionalidad- se debe añadir ahora la invención de un nuevo espacio, que a nuestro parecer no puede sino ser europeo. Es un reto cuya dificultad reconocemos. Aun así, la aparición de una lucha de clases y de una «izquierda» consistentes a nivel europeo dependen de la capacidad que tengamos, en el futuro inmediato, de estar a la altura del reto.
2. La radicalidad y la profundidad de la crisis, tanto en el plano global como en el europeo, son ya reconocidas incluso por muchos analistas del mainstream que hablan abiertamente de un horizonte recesivo a medio plazo. En lo que respecta a Europa, si no interviene en los próximos años una solución radical de continuidad, esto significa que nos encontraremos con la consiguiente descomposición de un espacio (político, social y cultural, además de económico) ya de por sí profundamente heterogéneo. Las instituciones europeas presentaban esta heterogeneidad como uno de los puntos de fuerza de la Unión Europea (UE). El alcance de la crisis ha barrido esta retórica. Ya ni se trata de una Europa de dos o más velocidades. Cuanto acaece hoy en torno a Gran Bretaña no es menos significativo que la precipitación de Grecia hacia la suspensión de pagos: la City de Londres se postula como un polo de atracción del capital en el interior de Europa, distribuyéndolo por las sedes financieras globales y contribuyendo así a profundizar las dinámicas de ruptura de la unidad económica incluso de los países «fuertes», empezando por Alemania. Hasta la hipótesis de una ruptura de la unidad monetaria europea mediante la secesión alemana y la formación de nuevo bloque en torno al marco -como con frecuencia ha analizado Christian Marazzi- da por descontado el debilitamiento de la demanda global de productos manufacturados de exportación y la fractura de la estabilidad social, elementos de los que depende el modelo alemán. El downgrading de Francia hace saltar definitivamente el eje París-Berlín que era candidato a jugar el papel directivo de la Europa en crisis, abriendo otra fractura en el espacio institucional de la UE. Al este, la revuelta social de estos días en Rumanía abre otro frente de radical inestabilidad, mientras que Bruselas reacciona demagógicamente a la deriva fascista del gobierno húngaro -afortunadamente contrarrestada por un movimiento que crece fuerte- sólo cuando afecta a la autonomía del BCE.
Son estos procesos de descomposición del espacio europeo los que nos hacen afirmar que la UE, tal y como la conocíamos en estos años, está acabada. Quede claro que esto no significa que las instituciones europeas estén destinadas a desaparecer o que no se esté diseñando su «reforma». Hay quienes han hablado más adecuadamente -es el caso de Étienne Balibar- de una verdadera «revolución desde arriba», es decir, un intento de reforma comprehensiva de la estructura institucional de la UE en torno al BCE, que tiene como resultado una profunda modificación de la constitución material y formal tanto en el plano europeo como en el plano nacional (resulta obvio referirse aquí a las políticas de equilibrio presupuestario). El «paquete fiscal» que se ratificará en marzo culmina este verdadero intento de gestionar la crisis bajo el mando alemán, de cuyos límites son conscientes sus propios promotores y que sólo tendrá alguna oportunidad de éxito en la medida en que nos encontremos frente a la presencia de una recesión de alguna manera «controlada» y un aminoramiento de los ataques a la «deuda soberana». Para Alemania, y no solo para ella, como ya hemos dicho, la alternativa es la secesión del euro, con efectos difícilmente predecibles tanto en Europa como a nivel global.
No queremos detenernos en este segundo escenario. Es más importante subrayar que la «revolución desde arriba» que ya acontece vacía de toda sustancia democrática las instituciones europeas y plantea en este aspecto la absoluta urgencia de un programa constituyente. La que se configura es una Europa «gótica», dispersa y jerárquica, una Europa-mercado sin mediación democrática interna eficaz, la cual, aunque eventualmente se recomponga según geometrías y geografías variables, estará dotada de un nuevo mando soberano en las manos no sólo del BCE sino también de «los mercados», un mando que desciende desde lo alto y se distribuye de manera difusa. Concluye así brutalmente un proceso de medio siglo de construcción europea basado en una governance que equilibraba la asimetrías e impedía la aparición de eventuales convulsiones de las jerarquías estatales tradicionales. La perspectiva de este laberinto gótico, con sus arquitecturas deformes sometidas a las exigencias de los bancos y del «mercado», estará dominada por una «planificación» desde arriba, una planificación cuasi soviética, pero no para producir mercancías sino débito, aplicándose de inmediato sanciones a cualquier desviación. Es fácil predecir que, contrariamente al sueño federalista y al proyecto funcionalista de un atenuamiento de la soberanía nacional en el proceso de integración, en torno a esta nueva estructura proliferarán los soberanismos y los nacionalismos. Por un lado en los países «fuertes», para proteger sus posiciones que el discurso dominante presenta ya como amenazadas por la débil disciplina fiscal de las «periferias»; por otro lado en el interior de estas últimas, donde la reacción antieuropea empieza a asumir la forma de una reacción antialemana. En uno y otro caso nos encontramos frente a fenómenos extremadamente peligrosos que amenazan con serlo cada día más.
3. Estos soberanismos y nacionalismos son hoy la otra cara de la hipótesis de una Europa gótica o de una estabilización «posneoliberal» de la gestión de la crisis. Hablamos de una estabilización posneoliberal en un sentido preciso, en el convencimiento de que en el interior de este escenario que se va configurando mediante la aprobación del «paquete fiscal» asistiremos a la reafirmación de algunos de los dogmas esenciales del neoliberalismo pero sin la perspectiva de una efectiva salida de la crisis. No existen en este escenario márgenes reales de negociación, ni en lo que respecta a una posible modificación de las políticas del BCE, ni en lo que se refiere a la evolución de los fondos de rescate o la reestructuración de la deuda soberana y la recapitalización de los bancos. Sobre esta base, nos parece una pura ilusión la idea de un área europea de inversión para el empleo y la perspectiva de una redistribución más o menos igualitaria de los impuestos, y por tanto de las rentas del trabajo y de la riqueza. La Europa de la «revolución desde arriba» está construida para afianzar la renta financiera y tiene sobre todo la ambición de garantizar un compromiso entre ésta y fracciones concretas del capital industrial. Sus propios arquitectos son conscientes del hecho de que las actuales estructuras globales del capitalismo, con un sistema financiero ocho veces más grande que la «economía real», no son sostenibles, y las actuales políticas monetarias -que no hacen sino ayudar a la especulación- son difíciles de aguantar. La estabilización posneoliberal en Europa es un proyecto botado para naufragar a largo plazo. Pero ya sabemos que a largo plazo estaremos todos muertos.
Una cosa es cierta: si en la Europa gótica hay quienes piensan en organizar los intereses de las diferentes fracciones del capital, no hay quien reconozca el trabajo. En todo caso, donde este reconocimiento sí se da, como en el caso de Alemania, sólo tiene espacio en el seno de las estructuras de concertación nacional. Pero estas estructuras siempre excluyen cuantitativa y cualitativamente a los trabajadores y trabajadoras definitivamente precarizadas, mientras que la posición misma del trabajo «garantizado» empieza a estar amenazada por una crisis de la que no se salva nadie. Por otra parte, en la gran mayoría de los países europeos el ataque a las condiciones del trabajo (tanto el trabajo cognitivo como el fabril, el migrante como el autóctono, el dependiente como el formalmente autónomo) no parece tener límites. Las «deudas soberanas» se cargan sobre las espaldas de mujeres y hombres cada vez más debilitados «en privado», el ataque a los salarios se combina con aquel otro a los servicios, el paro con la erosión del ahorro familiar, y así se va extendiendo la pobreza. Un aumento vertiginoso de las desigualdades sociales, que ya habían crecido desmesuradamente con los procesos de financiarización capitalistas, es la primera consecuencia de todo esto.
Volvemos a repetir lo que habíamos dicho al inicio: no se discute la necesidad de una resistencia indispensable frente a estos verdaderos procesos de desposesión. Es sólo en el seno de una resistencia en desarrollo que podrán tomar forma nuevas modalidades de cooperación y una nueva plataforma reivindicativa que acoja sujetos sociales diversos con el horizonte de una lucha común. Esta lucha, siguiendo las indicaciones de Plaza Tahrir, relanzada por los indignados e indignadas españoles y por el movimiento occupy de Estados Unidos, debe conquistar sus propios espacios en las ciudades europeas sacudidas por la crisis. Pero, a fin de que la lucha se vuelva constituyente y abra definitivamente la perspectiva de una superación de la crisis hacia adelante, no basta con que converjan las diversas formas de resistencia sobre el terreno metropolitano. Un nuevo programa para la conquista del común, entendido como la base material para construir una nueva modalidad de convivencia, cooperación y producción entre libres e iguales, sólo podrá escribirse sobre un espacio más amplio, que no podemos sino definir como espacio europeo.
Esta conciencia está bien extendida en el interior del movimiento español de los indignados e indignadas, y puede encontrar un momento de consolidación importante en la propuesta de una movilización europea para asediar el BCE en Fránkfurt el próximo mes de mayo, aniversario del 15M. «Retomemos Europa» debe convertirse en el lema movilizador. Si la crisis amenaza con marcar nuestras vidas en los próximos años, debemos equiparnos para afrontar este periodo. No partimos de cero: las luchas han sedimentado un extraordinario patrimonio de experiencias en muchos países europeos, mientras que las revueltas del Magreb y del Mashreq han entrado ya en el imaginario y el lenguaje de los movimientos europeos. Una gran campaña transnacional para liberar la deuda (y para liberar la imaginación política del chantaje de la suspensión de pagos) puede marcar hoy la apertura de un espacio de movimiento a nivel europeo. Mientras se multiplican en el plano molecular las acciones de resistencia a la deuda, se trata de construir una vía europea para las luchas, con la perspectiva de edificar programas y contrapoderes. Sin nostalgia alguna por los estados nacionales, sin compromiso alguno con la Europa gótica.
Traducción de la Universidad Nómada