«Si morimos en silencio, como nuestros enemigos desean, el mundo no sabrá lo que el hombre ha sido capaz de hacer y lo que todavía puede hacer: el mundo no se conocerá a sí mismo» (Primo Levi, 1986, meses antes de suicidarse) De la vergüenza y otras culpas del pasado A medida que el neoliberalismo […]
De la vergüenza y otras culpas del pasado
A medida que el neoliberalismo se ha ido instalado en todos los ámbitos de la sociedad guatemalteca, la política de repartir las responsabilidades y/o del «borrón y cuenta» nueva del pasado, se ha ido adueñando de los imaginarios sociales y forjando nuevas adhesiones. Frente a esta tendencia muchas memorias colectivas expresan el esfuerzo por superar el pesimismo y la tristeza de posguerra transformando este impacto psicosocial en esperanza de lucha.
Lo paradójico del silencio sobre el pasado en las transiciones de posguerra, es que por un lado se evita hablar de lo sucedido porque avergüenza a la ciudadanía que por miedo o ignorancia permaneció ajena o pasiva ante lo que estaba sucediendo, por otro lado está la desvergüenza de quienes sí participaron o consintieron deliberadamente que niegan los hechos para exonerar las responsabilidades institucionales, y además están las víctimas que sienten la vergüenza de admitir las degradaciones que llegaron a sufrir y que necesitan hablar de esa experiencia para validarla y hacerla creíble, porque el silencio y la negación de este tipo de experiencias hace que se presenten como una fantasía inventada o mentirosa.
Mientras la vergüenza es un sentimiento escondido, la culpa señala responsabilidades morales e históricas constituyendo una deuda social, que éticamente se convierte en deber ser reparador hacia las victimas y de exigencias transformadoras de la sociedad a través de las garantías de no repetición.
La literatura reciente sobre justicia transicional sugiere que para entender estas vivencias complejas debemos distinguir los niveles de responsabilidad que competen a los colaboracionistas, la cadena de complicidades sistémicas y la ciudadanía indiferente y ajena que existe en cualquier Sociedad dividida. Estamos divididos por la pluralidad humana y el antagonismo ideológico que está presente en toda sociedad moderna. Consideremos también la levedad del ser y la banalidad del mal que tanto Hanna Arendt (2000) como Browning (2002) diagnosticaron de aquellos exterminadores sin conciencia de tales, cuyos actos se revelaron como resultado de una planificación racional de la crueldad extrema y el horror.
Otra paradoja entre la desolación de recordar el pasado o silenciarlo es que la desesperanza ha perseguido más a las víctimas que a los responsables. Los culpables gozan de la irresponsabilidad por no rendir cuentas de sus actos, mientras que las victimas se ven en la necesidad de justificar que sobrevivieron sufriendo la culpa de haber sobrevivido. Fue la desesperanza y la rabia por la indiferencia y la incapacidad ciudadana de entender el horror de los campos de concentración, lo que llevo a Primo Levi al suicidio como elección meditada (Anissimov, 2001).
En el plano psicosocial, la vergüenza nace del señalamiento y la desaprobación y puede o no combinarse con la culpa, de la que se diferencia, porque ésta constituye un auto reproche; la vergüenza siempre revela un enojo oculto. Este complejo sentimiento pero con distinto alcance, es compartido por las victimas y por la ciudadanía que se siente avergonzada más no responsable de la historia vivida.
Debería alcanzar incluso a los responsables sí se hiciera justicia en el país y entonces nos atreveríamos a reinterpretar que el miedo y la negación de quienes propiciaron el genocidio, podría expresar una vergüenza oculta.
Trataremos de desentrañar el sustrato de culpa y vergüenza que existe detrás de los significados del silencio social, del cinismo que oculta la indiferencia y de la desesperanza como suicidio de futuro.
Dos ramas entrelazadas guiaron la desesperanza hasta el suicidio en Primo Levi; una paradójica sensación de vergüenza que le atormentaba la conciencia de no haber hecho lo suficiente para impedir un sistema que los había devorado, teñida por la culpa del sobreviviente que expresaba el deseo de morir para no vivir con la culpa de seguir vivo mientras que otros no pudieron (Anissimov, 2001).
¿Hemos contabilizado en Guatemala cuántos de los suicidios que han sido alarma de salud publica en el área Ixil, se debieron a estos sentimientos de vergüenza y de culpa innombradas? ¿Cuántos hijos arrastran la vergüenza por la actuación despiadada de un padre que fuera jefe de las patrullas de auto defensa civil o comisionado militar involucrado en violaciones a los derechos humanos? El señalamiento, la vergüenza y la culpa nunca dejarán impasibles a los hijos afectados.
La vergüenza y su contrario el orgullo, se transmite a las generaciones siguientes. Los hijos pueden sentir la vergüenza de lo que hicieron los padres y generar problemas de estrés y dolor, desbordándose la capacidad de asimilar el trauma. ¿Cómo está siendo la comunicación de la experiencia del nazismo entre abuelos y nietos? fue la pregunta que generó el debate sobre la vergüenza en Alemania y en Austria. En muchas de las investigaciones realizadas afloraba una reacción inesperada y compulsiva «por fin podemos hablar de esta vergüenza que cargamos»1.
La vergüenza es un sentimiento doloroso y llevado en secreto que cuando se destapa puede generar reacciones de furia y violencia. Se suele distinguir entre dos caminos opuestos, una «vergüenza patológica cuando se traspasan las barreras corporales, sociales y mentales, de otra vergüenza sana que necesitamos porque defiende nuestros límites morales» (Marks, Ilse, 2007).
La vergüenza es principalmente sentida por las victimas y por la ciudadanía, pero no por los victimarios que se protegen de este sentimiento incomodo mediante el mecanismo del autoengaño; éste les permite explicar sus acciones aniquiladoras con distancia emocional y despersonalizando a los sujetos de los que hablan. En el colmo del cinismo y la ausencia de empatía humana, transfirieron el horror de las decisiones tomadas -¿qué hubiera hecho usted?- hacia aquellos investigadores que se interesaron en averiguar sus motivaciones.
«Sentimos vergüenza ajena cuando presenciamos la humillación de los Otros, sentimos vergüenza de nosotros mismos cuando violamos los ideales de nuestra conciencia» (Marks e Ilese, 2007). La vergüenza genera malestar asociado a la impotencia de no haberlo podido evitar. Pero se lamenta más de la impotencia que del arrepentimiento, puesto que no nos consideramos culpables. La vergüenza se puede vivir como una especie de indignación silenciosa por la derrota experimentada. Por ello es un sentimiento escondido que se expresa con formas indirectas, que van desde la ironía y el sarcasmo al pesimismo más trágico causante del suicidio.
En algunas experiencias de teatro comunitario y popular2 se han dramatizado escenas traumáticas donde los jóvenes actores remueven los secretos de familia más abyectos e inconfesables, en un afán persistente por entender para poder asimilar el pasado. Si es posible como hijo llegar a perdonar o a reconciliarse con un padre o un abuelo asesino, para que esta experiencia no desgarre el futuro del joven, el acusado deberá enfrentar la justicia como castigo, para que también así se pueda rehabilitar su dignidad degradada.
En una experiencia inversa, resulta sumamente doloroso y difícil revelar a la familia las torturas sufridas. Imaginemos el efecto de esa confesión semipública cuando se ha demolido la identidad de una persona (Viñar, 1989). Una herida insondable es la sospecha de delación que planea como una sombra sobre su vida y que queda suspendida en el imaginario social de los amigos y cercanos de las personas torturadas. Este tipo de problemas han reactualizado la preocupación y el debate académico por los efectos insanos de la «banalidad del mal» (Ovejero, 2010, capítulo 11).
De la ruptura del silencio a la indiferencia cómplice
Primo Levi tras su liberación de Auswitchz sentía una imperiosa necesidad de contar, de testimoniar lo vivido para romper el silencio y dar a conocer lo que resultaba inaceptable y que la historia oficial seguía negando (Anissimov, 2001 y Primo Levi, 2005). En Guatemala, la denuncia masiva como ruptura del silencio sobre el pasado volvió verosímil lo innombrable en aquellos primeros testimonios que terminaban con un implorante «¡créame, nos trataron peor que animales!» (REMHI, 1998).
El informe de la Comisión de la Verdad (C.E.H., 1999) no solo enmarco lo sucedido y sus consecuencias en las políticas contrainsurgentes orientadas por la Doctrina de Seguridad Nacional, sino que además profundizo en las múltiples dimensiones de la brutalidad y el horror que se vivieron en Guatemala. Pero romper esta incredulidad ha durado décadas, dentro de un proceso dinámico y ascendente de lucha por la verdad, la justicia y la reparación. Repitiéndose en la Guatemala de los 90s la misma dinámica que los verdugos nazis habían vaticinado en la Europa de posguerra «raros eran los que estaban dispuestos a escuchar y a creer a los que se habían salvado» (Anissimov, 2001;360)
La cultura del silencio que escondía esa vergüenza cargada como un fardo en la espalda llevo aparejada una mirada esquiva y agachada de la población afectada directamente o supuestamente incluida dentro de la categoría de «enemigo interno». Primo Levi explico que esa mirada agachada era la versión corporal de un sentimiento de exclusión y ninguneo por el trato degradante e inhumano recibido. La vergüenza ubicada en el rinencéfalo es una reacción más primitiva que la culpa, que resulta un proceso más cognitivo por su racionalización (Marks e Ilese, 2007). Por ello la vergüenza de lo vivido por mi o por los Otros puede hacer sonrojar y desviar la mirada casi de manera inconsciente. El sustrato psicosocial es que el dolor espanta, es difícil compartirlo y por ello escondemos la vergüenza que sentimos.
Todos los pueblos sienten en alguna medida la culpabilidad moral por los acontecimientos históricos en los que se han visto involucrados, sea por no haberlos evitado o por haberlos facilitado. Esta asociación, injustamente encadena la vergüenza con la culpa como sentimientos paradójicos presentes en muchos sobrevivientes.
Como vemos, la culpa tiene que ver con valores transgredidos, con leyes y con la legitimación social, mientras que la vergüenza tiene más que ver con sentimientos asociados a la humillación y a la desaprobación social de ideales no compartidos. En una dimensión política la culpabilidad es la expresión de una vergüenza negada.
Mientras ese entorno de culpa y vergüenza atraviesa a la sociedad, sucede en Guatemala lo mismo que Levi acusaba en la Europa de los años 80s «hablar de los campos de concentración se consideraba una indelicadeza o impudor. Se corría el riesgo de ser acusado de victimismo… ¿Está justificado el silencio? ¿Debemos tolerarlo? ¿Debemos retener los testimonios recogidos que, a pesar de nuestros enemigos, la historia parece haber preservado? No podemos olvidar, no podemos callar. Si nos callamos ¿Quién hablará? Seguro que no lo harán los culpables y los cómplices. Faltará nuestro testimonio y en un futuro próximo, la historia de la bestialidad nazi, por su propia enormidad, será relegada a la leyenda. Por eso resulta razonablemente y absolutamente necesario hablar, hablar siempre» (Anissimov; 2001; 375)
La ruptura del silencio en Guatemala resulta un camino recorrido en el que ya no se puede volver atrás. Por eso grupos de población Ixil defienden que para ellos la verdad ya se esclareció, las evidencias ya fungieron y en consecuencia el enmarañamiento legal es una pura estrategia judicial de obstaculización de la aplicación de justicia, que no captura la complicidad ni el interés de la población. Desde la Alcaldía Indígena de Nebaj se ha manifestado pública y reiteradamente que «este Estado no es nuestro Estado» porque se niega a reconocer lo que el proceso judicial ya evidencio y sentencio.
En los últimos años, la disputa por la memoria colectiva del pasado confronta versiones antagónicas. Se han producido otros informes (AVEMILGUA, 2012) que pretenden contrarrestar la fidelidad rigurosa de las primeras memorias colectivas de Verdad (REMHI y C.E.H.). Se minimizan los datos y se cuestionan las dimensiones de la violencia aplicada (Sabino, 2008) bajo la concepción de que se trataba de ciudadanía manipulable porque compartían una interpretación desideologizada de lo sucedido. Pero Martin Baro (2003) ha señalado que todo acto violento contiene un fondo ideológico, por lo tanto para entenderlo hay que conectar la psicología social con la historia.
El debate social provocado por el juicio por genocidio representa la disputa por estas versiones bajo dos modalidades nuevas. La memoria se ha expresado y ha trascendido mas allá de las víctimas, sobrevivientes, testigos y círculos de derechos humanos involucrados en la lucha contra la impunidad en Guatemala. La catarata de manifiestos, declaraciones y artículos de opinión que se ha producido en los medios de comunicación incluyendo a las redes sociales ha activado el debate, reforzando una participación virtual que resulta menos arriesgada, pero más profusa. El seguimiento noticioso también ha contribuido a polarizar el debate, prevaleciendo la persuasión tendenciosa más que la objetividad imparcial.
Hablar de las experiencias atroces no es nada fácil porque humilla y degrada la dignidad humana, tanto del que infringe como del que sufre como del que escapa a esa situación. Este último ha de explicarse y ¿por qué yo no? La victima dedicara su futuro a intentar comprender como fue posible que me sucediera a mí, porque tendemos a creer que lo que les pasa a los otros no me sucederá a mí -ilusión de invulnerabilidad-, así como necesitará entender ¿cómo fue posible que sucediera?. Estas preguntas se asocian a las controversias que provocan las memorias colectivas sobre la violencia de un conflicto.
En un principio la vergüenza de haber experimentado un horror increíble tiende a silenciarse, pero el recuerdo asedia a la víctima forjando la necesidad de contar para liberarse del dolor suyo y de los que ya no están para contarlo. En la memoria testimonial, el tiempo sesga el recuerdo tanto de las victimas como de los perpetradores, pero cuando prevalece el silencio se entierran los recuerdos en el mundo privado de los murmullos relatados y los silencios ausentes de los sobrevivientes. Se genera un efecto dominó por el cual la memoria que ha sido silenciada irrumpe como una catarsis imparable, porque dar a conocer lo sucedido libera una conciencia atrapada (Anissimov, 2001).
El sentimiento de injusticia persigue a las victimas porque enfrentan la humillación de ser acusados de farsantes y la negación cínica de esa ciudadanía poderosa e ignorante, que permanece indiferente e insensible ante los hechos conocidos judicial y socialmente.
Si para las victimas opera un efecto liberador, para los perpetradores opera un efecto rehabilitador que no descarta la necesidad de justicia como reparación publica de su rol. El juicio, como ceremonia simbólica de una reparación merecedora, delimita la responsabilidad y restituye la dignidad agraviada. Para los perpetradores resulta más vergonzosa la culpa y el señalamiento moral difuso de los hechos silenciados. Hemos visto en las controversias de la memoria, que las elites de poder económico y el Ejército de Guatemala han reaccionado con más virulencia defensiva cuando son acusados de propiciar una situación generadora de condiciones malévolas e ignominiosas, que cuando tienen que responder o responsabilizarse de acusaciones concretas, siempre transferibles a los subordinados.
El dilema de fondo en la disputa de las memorias colectivas de la violencia es que las atrocidades y el horror son difíciles de creer porque trascienden los límites morales conocidos, lo cual nos replantea la importancia y el significado de la Verdad como valor absoluto, cuando se trata de hechos históricos que han sido negados por su carácter ideológico y que resultan inverosímiles porque trascendieron los límites humanos, mucho más allá de lo esperado.
Como cierre esperanzador, sugerido por el dialogo sobre la vergüenza y la culpa como heridas de posguerra (Ilse y Marks, 2007), es preciso proponer que se puede desbaratar la vergüenza reconociéndola en nuestra propia biografía y en nuestro grupo social, y transitar de la cultura de la humillación a la cultura de la dignidad, mediante el reconocimiento del respeto al Otro. Solo así podremos restaurar la confianza perdida tanto en la sociedad como en la condición humana.
BIBLIOGRAFIA
ANISSIMOV, M. Primo Levi o la tragedia de un optimista. Ed. Complutense, España, abril 2001
ARENDT, H. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal . Ed. Lumen, 3ª. Ed. 2000
ASOCIACION DE VETERANOS MILITARES DE GUATEMALA (AVEMILGUA). Guatemala bajo asedio. Lo que nunca se ha contado. Guatemala, 2012
BROWNING, C.R. Aquellos hombres grises. El Batallón 101 y la Solución Final en Polonia , Edhasa, 2002
INFORME DE LA COMISION DEL ESCLARECIMIENTOHISTORICO (C.E.H.). Memoria del Silencio. Guatemala, 1999
PRIMO LEVI, Trilogía de Auschwitz , El Aleph Editores, 2005
PROYECTO DE RECUPERACION DE LA MEMORIA HISTORICA (REMHI). Nunca Más. Tomo I. Oficina Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG), Guatemala, 1998
MARTIN BARO, I. Poder, Ideología y Violencia. Ed. Trotta, 2003
VIÑAR, M. et.al. «Exilio y Tortura. Fracturas de memoria». 1989 (Mimeo)
OVEJERO, A. Psicología Social. Algunas claves para entender la conducta humana. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid 2010
SABINO, C. Guatemala, la Historia silenciada (1944-1989). Tomo II. El domino que no cayó. Fondo de Cultura Económica de Guatemala. Guatemala, 2008
Notas:
1 Taller sobre la vergüenza. EE.CC.PP. USAC, 27 agosto 2007. Dr. Marks (Universidad Friburgo), Dra. Ilse (Universidad Libre Berlín)
2 Grupo de teatro comunitario juvenil de la aldea Pastores de Sacatepéquez. Laboratorio Teatral de Artes Landivar – espacio de encuentro- dirigido por Patricia Orantes. Universidad Rafael Landivar.
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