Tras el voto castigo para los socialistas en las últimas municipales, el presidente optó por el giro a la derecha. El nombramiento de Valls desencadenó una escisión en el seno de la coalición compuesta por el PS y los verdes.
Francia votó a la derecha y el presidente socialista François Hollande eligió seguir a los electores que le propinaron al Partido Socialista una de las mayores puniciones electorales de su historia en las elecciones municipales de finales de marzo. Al día siguiente de una derrota inédita donde el PS perdió más de 155 municipalidades de más de 9000 habitantes en beneficio de la derecha, el gobierno del primer ministro Jean-Marc Ayrault en pleno presentó su renuncia. Seguidamente, Hollande nombró como nuevo jefe del Ejecutivo a quien, hasta el domingo, ocupaba la cartera de Interior, Manuel Valls. El cambio es tan radical como incierta la apuesta del mandatario, que optó por un hombre duro, en nada aparentado con la socialdemocracia blanduzca que encarnó hasta ahora durante sus dos años de presidencia. Manuel Valls, que es el ministro más popular del gobierno, es lo que se conoce como un social liberal, o sea, un adepto del laborismo británico y de la figura que enterró al socialismo en Gran Bretaña, Tony Blair. En una breve alocución televisada, Hollande prometió «un gobierno reducido y de combate». Este último término se plasmó de inmediato en el terreno de lo real. El nombramiento de Valls desencadenó una escisión en el seno de la coalición compuesta por los verdes y los socialistas. Dos ministros verdes del anterior gobierno, Cécile Duflot y Pascal Canfin, respectivamente titulares de la cartera de Vivienda y Desarrollo, anunciaron que no formarían parte del Ejecutivo de Valls. Ambos consideraron que su nombramiento «no es la respuesta adecuada a los problemas de los franceses».
La derecha socialista aplaude y la izquierda llora. No es para menos. El electorado que llevó a Hollande a la presidencia en 2012 lo abandonó en las municipales, pero el presidente, más allá de sus palabras, ascendió a un social-liberal. Hollande dijo en su discurso que había entendido el «claro mensaje» de las urnas, el cual, según él, es una protesta por «el cambio insuficiente, la excesiva lentitud, la falta de trabajo y la escasa justicia social, demasiados impuestos». Los hechos, sin embargo, no permiten vaticinar ningún cambio sustancial de la política que implementó hasta ahora. Ese mamotreto de centroderecha que es el pseudosemanario de izquierda Le Nouvel Observateur saluda así el ascenso de Valls: «Se debe justamente al hecho de que François Hollande no piensa poner en tela de juicio esta política de saneamiento de las cuentas públicas, de disminución del costo de la mano de obra y de mejoramiento de la competitividad de nuestro aparato industrial que Manuel Valls se volvió inevitable». Este canto a la austeridad como receta para salir de la crisis prosigue con un elogio al socialismo liberal que identifica la figura de Manuel Valls: ¿acaso hay alguien mejor que el ex ministro de Interior, heredero del blairismo y socialliberal reivindicado, para encarnar esta purga. El mandatario dejó escapar una lágrima hacia su izquierda cuando prometió un «pacto de solidaridad» y un descenso de los impuestos de aquí a 2017. Con el «pacto de solidaridad», Hollande busca atenuar las consecuencias de la piedra angular de su mandato, el famoso y polémico «pacto de responsabilidad» mediante el cual se instaura una neta disminución de las cotizaciones sociales que pagan las empresas a cambio de que contraten personal. El pacto también prevé recortes en el gasto público por unos 50.000 millones de euros.
En suma, el presidente que se hizo elegir contra las imposiciones liberales y los recortes teledirigidos desde Bruselas interpretó el voto como un reclamo de más austeridad, más reformas, más autoridad y más obediencia al sistema financiero. Como ocurrió a la derecha cuando Nicolas Sarkozy fue electo en 2007, entre el François Hollande candidato de la esperanza igualitaria y el François Hollande presidente hay un abismo o una tomada de pelo colectiva. Parece que los presidentes que elige Francia tienen, últimamente, la vocación de hacer exactamente lo contrario de aquello a lo que se comprometieron con sus plataformas electorales.
Abanderado de la izquierda liberal en el campo económico, Manuel Valls llega a la cima del poder con un respaldo popular amplio (63 por ciento) pero con escasas divisiones propias. En las elecciones primarias que celebró el PS para designar en 2011 su candidato presidencial, Valls sacó apenas 5,6 por ciento de los votos. El nuevo primer ministro es la oveja negra de la izquierda del PS, de los ecologistas y de los aliados del Frente de Izquierda de JeanLuc Mélenchon. Su paso por el Ministerio del Interior dejó un sembradero de polémicas y decepciones. Su forma de actuar frente al tema migratorio y sus alardes públicos con las cifras de expulsiones de extranjeros le valieron el apodo de «sepulturero» de la línea firme pero humanista que Hollande prometió aplicar con el tema de los extranjeros (otro incumplimiento). Las cifras prueban que su acción no fue distinta a la de Sarkozy. En 2013, Manuel Valls ordenó el desalojo de 20.000 gitanos, bastante más que Sarkozy.
Hollande propulsó al primer plano a un hombre en el que se conjugan dos sentidos: eficacia y autoridad. Un traje perfecto para consolar las urgencias neoliberales de Berlín y Bruselas. Tal vez el recién nombrado jefe del Ejecutivo consiga darle cuerpo y alma a un proyecto político y de sociedad y sea mucho más que el vendedor de un catálogo de ajustes, recortes y sacrificios. Pero nada podrá borrar el campo de ruinas en el que está hoy apoyada la presidencia: en 2008, los socialistas administraban 509 municipalidades de más de 10 mil habitantes y la derecha, 433. En 2014 se quedaron sólo con 349, contra 572 para los conservadores. Y por primera vez en su historia, la extrema derecha del Frente Nacional ganó 14. Hollande dilapidó esa fortuna que es la legitimidad popular. Las corrientes progresistas enterraron anoche sus últimas expectativas. Quienes recuerdan la gloriosa noche de la plaza de la Bastilla, cuando, hace dos años, el «pueblo de izquierda» salió a festejar la victoria de François Hollande, sienten que eso ocurrió hace un siglo, en otro país, en otra dimensión de la realidad. Ser de izquierda o moderadamente social demócrata se ha vuelto una infinita serpentina de desencantos.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-243113-2014-04-01.html