El historiador Nathan Wachtel en Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española: 1530-1570 (1971), describió la visión que tuvieron los defensores del imperio incásico al momento de iniciarse la incursión del reducido grupo de españoles que conquistó el Tahuantinsuyo.
La diferencia en armas fue un elemento esencial: los incas utilizaban lanzas, porras, piedras, escudos de totora o madera; confiaban en la fuerza grupal y la superioridad numérica; mientras los españoles usaron arcabuces y cañones, caballos, perros y las poderosas espadas, que según John Lynch (América Latina entre colonia y nación, 2001) fueron el instrumento más eficaz y temido. Además, recibieron el apoyo de distintas comunidades aborígenes que habían resistido las invasiones incásicas, o que se dividieron en torno al apoyo brindado bien sea a Huáscar o a Atahualpa en la guerra interna del incario.
Hubo, sin embargo, un factor superior a todos: la diferencia cultural. Los españoles asumieron la conquista como extensión de la guerra por la expulsión de los moros en el reino, su misión era sobrevivir a toda costa en tierras desconocidas y frente a gente absolutamente desconfiable para ellos, creían llevar adelante una misión religiosa y debían encontrar El Dorado para satisfacer sus codicias (lo estudió ampliamente Jacques Lafaye en Los conquistadores, 1998). Pero en la cosmovisión indígena, dice Wachtel, los augurios y mitos habían anunciado la llegada de los Viracochas por el mar, exactamente en el tiempo del décimo cuarto inca, que coincidentemente era Atahualpa. Por tanto, aunque sea en forma inicial, los indígenas vieron en los españoles la encarnación del dios mítico; les describieron blancos, vestidos de plata (armaduras), con plumas en la cabeza (cascos) y lana en el rostro (barbas y bigotes); que manejaban el fuego y el trueno (arcabuces), llegaban en “animalías gigantes” (caballos), se trasladaban en el mar en grandes montañas (navíos) y conversaban a través de pequeñas mantas blancas (libros).
Fue incomprensible para ellos la destrucción de terrenos, casas, sembríos; el saqueo de templos y piezas, el interés por el oro. La muerte de Atahualpa, al mismo tiempo que se lloró en toda comunidad, se experimentó como el fin de los dioses, del imperio y la vida. El “trauma de la conquista” (Wachtel) se extendió por todas partes y la resistencia activa acabó, aunque en su lugar nació la resistencia pasiva, una vez que también fue destruido el segundo imperio, que se intentó revivir en Vilcabamba, Vitcos, a partir del movimiento de resistencia del Taqui Ongo. La derrota incásica, más que militar, fue cultural. Y la resistencia pasiva quedó por siglos.
De otra parte, la derrota de los incas y la destrucción del imperio fueron causas para el horroroso desangre de las poblaciones aborígenes, cuyo número disminuyó dramáticamente (de 10 millones a 1 millón, al iniciarse el siglo XVII), que pasaron al sometimiento bajo formas de superexplotación humana. Pero hay otro elemento que Wachtel no consideró con el significado que merece y fue la extensión de las nuevas enfermedades traídas por los españoles a un continente que estuvo por milenios aislado de todo contacto con gente de los otros continentes, posiblemente sin crear, con ello, los mecanismos de resistencia genéticos. Viruela, peste bubónica, sarampión, tifus, difteria, neumonía o la “simple” gripe, se propagaron como verdaderas pandemias y son ellas las que también explican la muerte de los millones de nativos americanos.
Consolidada sobre la destrucción y la muerte, la colonia sentó las bases estructurales de lo que pasaría a ser la América Latina actual. Tanto el poder colonial, como las instituciones de la dominación hispánica y criolla, crearon las enormes diferencias sociales entre las distintas “castas”, lo cual alimentó el singular “clasismo” que hasta hoy persiste en la región, provocando que las elites dominantes menosprecien a las capas populares por considerarlas casi como hordas peligrosas y “bajas”. Pero, además, la colonia afirmó las bases de la diferenciación económica, de modo que la elite de ricos, adinerados y propietarios de medios de producción (ante todo tierras de haciendas), pasaron a ser un sector absolutamente minoritario en la estructura social latinoamericana.
Esa doble herencia, clasista en lo social y económica en cuanto al reparto de la riqueza, hicieron de la población indígena el sector humano más miserable y pobre en América Latina, al que se unió, durante el régimen oligárquico del siglo XIX e inicios del XX, una creciente población de capas populares y de trabajadores de múltiples sectores, igualmente condenados a la miseria y la pobreza, frente a las elites que históricamente recibían la herencia del enriquecimiento estructural a su favor.
Bajo esas condiciones de gigante diferenciación social, en el mundo contemporáneo de América Latina, los supuestos del mercado abierto y de la empresa privada libre, que se generalizaron a partir de la década de 1980 en la región, cortaron la posibilidad de avanzar en economías más o menos sociales, que se intentaron (por ejemplo, los gobiernos “populistas” clásicos), con distintos ritmos y países, desde la década de 1920, es decir durante seis décadas. Al impulso de la era neoliberal inaugurada por el presidente Ronald Reagan (1981-1989) en los EEUU, en América Latina ese modelo provocó la acentuación del clasismo y de la diferenciación de riqueza, porque anuló los cambios intentados en las décadas pasadas. Las consignas sobre reducción del Estado y privatización de bienes y servicios públicos, arruinaron las capacidades estatales para la atención social.
Esas mismas consignas y dogmas revivieron con los gobiernos conservadores y empresariales que siguieron al ciclo del progresismo latinoamericano reciente. De nada han servido los estudios académicos que niegan los supuestos de semejante ideología. Tampoco ha servido la experiencia histórica pasada o presente. Los intereses privados simplemente se han impuesto y los gobiernos conservadores han sido su instrumento.
Al sobrevenir la crisis mundial de salud por causa del coronavirus, se encuentra una América Latina en la cual la elite económica y política dominante ha guardado bien su poder y su riqueza. El drama se presenta al contar con Estados “achicados”, a los que se quitaron posibilidades de actuar y definir políticas económicas y sociales, particularmente al carecer de recursos suficientes para atender el tema de la salud.
La región tiene en promedio hasta dos tercios de población entre el desempleo y el subempleo, que depende del trabajo de supervivencia diaria. Y, mientras la población ocupada ha podido sobrellevar la cuarentena, una enorme mayoría se ha visto enfrentada al riesgo de desafiarla y exponerse así a adquirir la enfermedad, contra la que no tiene posibilidades de atención personal y que, con Estados desmantelados, tampoco encontrará apoyo firme, masivo, con recursos y políticas de salud preferentes.
Si en la época de la conquista las enfermedades atacaron a miles de aborígenes, la más grande pandemia del mundo actual amenaza con atacar a los más pobres y marginados, sin posibilidad de atención. Esta realidad tiene que cambiar definitivamente. Se ha vuelto impostergable la necesidad de construir Estados con fuertes capacidades, otra vez surge la urgencia de priorizar la vida contra las deudas externas latinoamericanas, y la obligación de reanimar los altos impuestos a los ricos, democratizar la propiedad y recuperar el sentido humano del progreso económico.