«La Francia de Macron se revela cada vez más inerme frente a sus grandes contradicciones como sociedad y no digamos como símbolo de libertades políticas»
«Francia añade ahora, a la protesta duradera de los ‘chalecos amarillos’, el rechazo callejero al nuevo proyecto de Ley de Seguridad Global»
«Es una etapa francesa de involución social y de gobiernos que no cejan en sus políticas reaccionarias ni en su incomprensión de las relaciones con el Islam»
De conflicto en conflicto, de sobresalto en sobresalto, la Francia de Macron se revela cada vez más inerme frente a sus grandes contradicciones como sociedad, y no digamos como símbolo de libertades políticas y consuelo de perseguidos. Francia añade ahora, a la protesta duradera de los “chalecos amarillos”, el rechazo callejero al nuevo proyecto de Ley de Seguridad Global, que anuncia duras restricciones a libertades públicas esenciales, como las de información, expresión y manifestación.
Una ley que pretende responder a los últimos atentados de índole islamista, aportando mayor seguridad a los ciudadanos franceses (como suelen alegar todas las leyes que conculcan libertades), pero sin ir al fondo del asunto ni poner el dedo en la llaga, es decir, sin reconocer que, en las relaciones con los otros, hay libertades inaceptables (es el sempiterno desafío de l’autrui, bien tratado por la filosofía francesa cuando ha reparado, lealmente, en los defectos del pensamiento eurocéntrico).
Ningún código deontológico de índole informativa consiente o justifica el insulto, la burla o el menosprecio hacia los sentimientos religiosos de nadie. Y tampoco lo permiten –sino todo lo contrario– las declaraciones universales sobre los derechos humanos, que se explayan en el respeto debido a las diferencias. No existe, en la actualidad, ningún marco de libertades civiles o políticas que haya de justificar o proteger a quienes ignoran estas prescripciones tan universales como elementales, civilizadas y reflexivas. Tampoco es admisible que esas transgresiones sean contestadas con la violencia, desde luego, pero cuando esta se produce debe quedar clara la atribución de las responsabilidades de quienes generan el conflicto, máxime si son reincidentes y les anima un impulso xenófobo o racista.
Este es el caso de las provocaciones contra el Islam que algunos medios informativos franceses gustan de practicar, sabiendo bien a lo que se exponen. El caso del profesor Samuel Paty, exhibiendo unas caricaturas de Mahoma en clase de Libertad de Expresión es el epítome de la afrenta a la libertad de expresión, con fundamento eurocéntrico y explicación xenófoba. El castigo infligido, tan extremado, no deja de evidenciar el necio enfrentamiento de dos fundamentalismos implacables.
Es esta una etapa francesa de más y más profunda involución social y política a manos de gobiernos que no cejan en sus políticas reaccionarias ni en su rotunda incomprensión de las relaciones con el Islam, optando por la guerra interna y externa. Y tiene de protagonista de excepción a Emmanuel Macron, un producto oportunista, pero químicamente puro, de las élites económicas francesas, educadas en las Grands Écoles parisinas y seleccionadas desde la cuna para asumir el poder por delegación de los intereses de las grandes empresas y de los suyos propios. Un personaje afiliado a la ideología más cruda de las derechas económicas, encriptada en los códigos de un poder económico indiscutido, invasivo e insaciable; y con un estilo arrogante y cuasi monárquico que recuerda al de Sarkozy, Chirac, Giscard y por supuesto De Gaulle, sin dejar fuera a Mitterrand (que no rompió esa tradición personalista y que, pasando por socialista, pronto acabó practicando políticas tan de derechas como los demás).
No parece querer salir Francia de la paranoia antimusulmana en la que a sí misma se encerró desde que invadió Argelia (1830) y pretendió apropiársela eternamente al declararla un departamento más (España hizo lo mismo con su “provincia” del Sáhara, por cierto, aunque llegado el momento del conflicto no tuvo inconveniente alguno en desprenderse de tan amada parcela de territorio nacional). De hecho, la espina clavada en ambos países por la cruenta guerra colonial de 1954-62, que tan pavorosos crímenes produjo a cuenta de Francia, sigue sangrando del lado argelino y hace imposible una auténtica “normalización” de relaciones, sobre todo por el tratamiento netamente racista que se sigue dispensando a los emigrados y sus descendientes, cuyo número se acerca al medio millón.
En realidad, no se acaban de concretar los signos de reconciliación que desde las antiguas potencias coloniales despuntan en los escasos momentos de reconocimiento de culpa, resistiéndose a llegar hasta el final todo el armazón reaccionario de la tradición colonial, bien construido por los intereses económicos que siguen dominando la vida y la política de numerosos países africanos, todos ellos influidos en mayor o menor medida, por el Islam. Ni lo hace Francia ni, mucho menos, el Reino Unidos, las dos grandes potencias que mantienen la esencia del colonialismo (que es la explotación de recursos naturales y de mercados emergentes) con el control por sus empresas, de tantas economías nacionales. Como si ignoraran el odio que todavía se les dirige por las consecuencias de sus exacciones, por la dependencia neocolonial que imponen y por el racismo –de pensamiento, palabra y obra– que se respira en las antiguas metrópolis. Un odio plenamente justificado, al que no apaga la insistencia en un comportamiento denigrante, que es una patente destacadamente francesa. (Algo han hecho los Países Bajos y Bélgica recientemente, apelando al refugio del lenguaje para esconder su hipocresía reconociendo los “errores” de su pasado colonial. Como si los crímenes cometidos por Holanda en Indonesia, Surinam y otras colonias, o por Bélgica con su infamante dominio en el Congo, fueran un accidente involuntario.)
Francia, por su parte, somete en su círculo de sujeción económica a una docena de países africanos mediante la presencia absorbente de sus empresas, así como por el franco CFA, que los engancha y vincula, desde las independencias políticas, al franco de la ex metrópoli. Unos países en los que se permite intervenir militarmente cuándo y cómo le viene en gana, siguiendo sus estrictos intereses económico-políticos: así hace actualmente en Mali (con la cobertura nominal de Naciones Unidas y el apoyo, entre otros Estados, de España) y ha hecho antes en Costa de Marfil, República Centroafricana, Chad… sin contar con los bombardeos sobre Libia y Siria, pretendidamente antiterroristas pero en realidad ciegos y caprichosos, con objetivos de mera exhibición y con mucho de “recordatorio colonial”.
Francia tiene un verdadero problema con el Islam, y aunque sabe cómo resolverlo, se deja arrastrar por el peso de la historia y sus iniquidades, a cambio de las cuales obtuvo y obtiene pingues beneficios. En esa misma línea, otros Estados europeos, como España, parece que han abandonado todo intento de entendimiento, por las exigencias que para ellos supondría el diálogo y la renuncia a toda superioridad, así como a desterrar las operaciones militares de corte imperial.
Ante esta realidad, y esta tarea pendiente que es apremiantemente política, pero también histórica y cultural, mejor no desviar la inmensa deuda contraída, tanto en el pasado como en la actualidad, hacia una cruzada por la libertad de expresión cuando ésta implica reiterar un mensaje de superioridad y una recaída en resabios inaceptables. Ni la libertad de expresión carece de límites ni hay que sostenerla a cualquier precio; muy al contrario, debe someterse, en concreto, al respeto universalmente reconocido de las creencias religiosas. Obsérvese con qué cuidado los medios satíricos franceses se abstienen de zaherir (como hacen con Mahoma) a los más significativos símbolos del cristianismo y –más todavía– al judaísmo y sus profetas.