En este artículo la autora, partiendo de la situación actual de Perú, hace un análisis sobre el papel de la izquierda en los gobiernos de la región y mantiene una importante tesis: «la izquierda necesita tener un proyecto de poder, no solo de gobierno».
Para quien sigue la realidad latinoamericana desde hace décadas, hay una lección que se repite de forma recurrente: los intentos de cambiar las cosas por medio de procesos electorales y de conciliación interclasista nunca han triunfado de forma significativa en ninguna parte. Las razones: o la propia clase dominante local/regional trata de estrangular las experiencias o el imperio estadounidense extiende sus garras armadas para defender sus intereses geopolíticos. Estamos ante el eterno retorno, año tras año, década tras década, de una realidad que tan solo fracasó en un único lugar: Cuba, la isla del Caribe que decidió hacer una revolución radical y que, a altos costes, continúa manteniendo las transformaciones estructurales de ese proceso. En los demás países, siempre que avanza una propuesta de calado popular (que ni siquiera tiene que ser de izquierda), la reacción es siempre la misma: derrocamiento.
En la historia contemporánea el continente latinoamericano vivió algunas experiencias ilusionantes en la estela inaugurada por el huracán Hugo Chávez a finales de los años 1990. En primer lugar la llamada revolución bolivariana en Venezuela; después, la revolución cultural en Bolivia y la revolución ciudadana en Ecuador. Un matiz importante: es necesario aclarar que ninguna de esas tres ‘revoluciones’ fueron, de hecho, revoluciones: Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales fueron elegidos dentro de los marcos de la llamada democracia burguesa, aunque con fuerte adhesión popular. También podemos añadir a esa estela a Aristide en Haití, Nestor Kirchner en Argentina, Fernando Lugo en Paraguay, Mujica en Uruguay, Mel Zelaya en Honduras y Lula en Brasil, solo por citar a los más conocidos.
Ese momento que irrumpió en los albores del siglo XXI, bautizado con el nombre de “ola roja”, aunque en cada caso el ‘rojillo’ tuviera sus matices. Por lo visto, tan solo Chávez intentó ir más allá en los procesos de cambio y, aún habiendo sufrido un golpe protagonizado por la élite local y con asesoramiento de los EEUU, consiguió movilizar a la población y volver al poder con toda su fuerza. Terminó sus días en 2012, víctima de un cáncer -genuino o provocado, eso aún está por dirimir-. Venezuela, ahora con Maduro, sigue bajo ataque del imperio y se mantiene paralizada. Aristide fue retirado de la presidencia de Haití y el país fue ocupado militarmente, siendo sistemáticamente destruido hasta el momento actual. Rafael Correa en su segundo mandato ´se deslizó hacia el liberalismo, dejando Ecuador en manos de Lenin Moreno, que terminó tirando a la basura todas las conquistas del primer mandato de Correa. Los Kirchners fueron violentamente atacados por los medios argentinos, firmes aliados de la clase dominante local, asesorada por los EEUU. Lo que llevó a la victoria de Maurício Macri y al saqueo de las riquezas argentinas. Fernando Lugo sufrió un golpe parlamentario; Lula trapasó el bastón de mando a Dilma, quien sufrió un golpe parlamentario; Zelaya fue desplazado de la presidencia de Honduras por el servicio secreto estadounidense; a Lula lo metieron preso. Mujica sobrevivió, pero al final Uruguay acabó regresando a manos de la derecha. O sea, la ola roja se perdió totalmente.
Para quien conoce la historia de América Latina eso no es ninguna novedad; viene siendo así desde las guerras de independencia. Bolívar, que soñaba con un continente unificado y fuerte, fue traicionado y murió olvidado, mientras sus antiguos generales peleaban entre sí para quedarse con alguno de los pedazos en que habían fragmentado la Patria Grande. Y siguiendo hasta el momento actual, los ejemplos son interminables, aunque en coyunturas diferentes. Dentro del sistema capitalista de producción que triunfó en el mundo, los países centrales, hoy liderados por los Estados Unidos, están dispuestos a cualquier cosa para mantener la periferia destrozada y dependiente, sin oportunidad de levantar la cabeza.
Perú no iba a ser menos y escapar del destino manifiesto diseñado por el imperio. Tuvo sus dictadores y gánsteres dirigiendo los destinos del pueblo, sin nunca conseguir cambiar las cosas. Alan Garcia, de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), fue una excepción, elegido en 1985, cuando estaba en lo mejor de sus 35 años y defendía un programa de izquierdas. Concluyó su mandato y fue seguido por Fujimori, que inmediatamente dio un golpe instaurando la dictadura. Volvió a la presidencia en 2004, pero ya no era tan rojo, y acabó suicidándose cuando la judicatura peruana lo condenó a prisión.
Esa es la razón por la que el presidente del IELA, Nildo Ouriques, insiste en decir que en Perú no pasó nada, fue más del mismo. Pedro Castillo fue elegido en un momento en que el sistema político local estaba en proceso de desintegración, como consecuencia de la corrupción de los diferentes presidentes, que iban siendo sucesivamente destituidos. Fue considerado un caballo perdedor. Profesor y sindicalista, asumió algunas reivindicaciones de la izquierda, pero no era, de ninguna manera, un hombre de izquierdas. A pesar de eso, la clase dominante peruana no podía aceptar que nadie que no estuviese bajo su control ocupase la presidencia de Perú. De hecho, esa fue la razón por la cual el Congreso, controlado por la oposición, no permitió que Castillo gobernara, infligiéndole derrota tras derrota. Castillo no convocó al pueblo, fue aceptando las imposiciones que venían del Congreso sobre su equipo de gobierno y su destitución fue la consecuencia natural de todo eso.
Un aspecto importante, sobre el que ha llamado la atención el profesor Ouriques y que está ausente en la mayoría de los análisis habituales –generalmente superficiales–, es el de la reforma de la judicatura impuesta por el Banco Mundial en prácticamente todos los países de América Latina a principios de la década de 1990, en paralelo al comienzo de la ola neoliberal. Esa reforma impuso el carácter ultraliberal en el sistema judicial, situándolo en el centro del poder y dándole un excesivo protagonismo a los togados. “Por eso no es cierto que el activismo judicial sea accidente brasileño; está presente en toda América Latina”. No en vano fue ese injerencismo judicial el que criminalizó a Zelaya, Lugo, Dilma, Cristina… “Llega con ver los datos. La judicatura permite avances en los derechos civiles, de las mujeres, del colectivo LGBTI, de la población negra etc…, pero, no permite que se avance un milímetro en los derechos laborales”. Al contrario, su función es garantizar el recorte de esos derechos.
La batalla dada en Perú contra Castillo se sitúa en esas coordenadas. Castillo fue acusado de incapacidad moral, o sea, una invención política que estaba adquiriendo forma jurídica. El Congreso iba a por el tercer intento de destitución. Castillo ya se había defendido de todas las formas posible en el campo jurídico y no había pruebas concretas contra él ni sobre cuestiones de corrupción ni sobre otros asuntos. Era incapacidad moral. La derecha intentó por todos los medios impedir que gobernarse. Esa fue la razón por la que Castillo se precipitó e intentó frenar el tercer golpe que se estaba fraguando en el Congreso. Pero, no fue capaz de obtener el apoyo de sus aliados ni de las fuerzas armadas. Perdió. Está preso. De la misma manera que acabará Cristina Kirchner, y más que vendrán detrás. La judicatura actuando sin frenos, completamente compinchada con la clase dominante, como pasó en Brasil con Lula. Toda la destrucción provocada por Bolsonaro solo afecta a la clase trabajadora y a la clase media. La burguesía salió indemne.
Ese es el drama. Ahora, en Perú, asume la vicepresidenta, Dina Boluarte, probablemente sin poder alguno. Será un títere, como lo fue Jeanine Añez en Bolivia, quizás sea capaz de mantener una cierta estabilidad antes de las nuevas elecciones. No obstante, probablemente no sea más que un nuevo fracaso.
En América Latina, hay otra lección que aprenden quienes sueñan con un tiempo de libertad: la izquierda necesita tener un proyecto de poder, no solo de gobierno. Ese es un punto en el que el profesor Nildo Ouriques lleva insistiendo desde hace mucho tiempo en sus análisis sobre el continente. No obstante, sin ser escuchado.
En el caso de Perú, Pedro Castillo mantuvo en el Banco Central a un presidente que ya venía siendo presidente de ese banco desde hace 16 años, sobreviviendo a todos los gobiernos, y no fue capaz de presentar una política económica transformadora, soberana, que partiera de las bases trabajadoras. Siguió el mismo son de la vieja clase dominante, que a pesar de la crisis política permanece en el poder. En el Perú de hoy el 76% de la fuerza de trabajo es informal. La vida de los trabajadores empeora mientras los negocios crecen y los ricos son cada vez más ricos. Todo marchá bien para la clase dominante. La crisis del sistema político no implica que la dominación burguesa esté en crisis.
Es así como toca la banda en la América dependiente y subdesarrollada.
N. del Trad.: Este artículo fue remitido por la autora el día 8 de diciembre.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora y del traductorImagen: Ernesto Arias – Congresso de la República mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.