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Uruguay

Prohibido pensar: Doce años de una gran cárcel en un pequeño país

Fuentes: Rebelión / CLAE

“No es dictadura” fue el título de la portada del emblemático semanario uruguayo Marcha, que dirigía Carlos Quijano. Así titulaba su edición a tres días del golpe de Estado cívico-militar del 27 de junio de 1973.  Más abajo, en la misma tapa, se reproducía el Decreto completo de disolución del Parlamento.

Ese mismo 27 de junio de 1973, los trabajadores y la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) empezaron la Huelga General más larga de la historia del país. Duró 15 días. El 30 de junio, el dictador y sus cómplices ilegalizaron la CNT. Un año después, en noviembre de 1974, la dictadura cerró Marcha. En sus páginas, habían escrito y escribían intelectuales como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Rodolfo Walsh, Eduardo Galeano y Mario Benedetti.

La sangrienta dictadura uruguaya permaneció en el poder hasta 1985. En esos doce años, el régimen uruguayo se convirtió en el mayor verdugo de sus ciudadanos, torturando, asesinando, encarcelando y aterrorizando. Uruguay se transformó en una gran cárcel: en 1976 tenía el índice más alto de prisioneros políticos por cantidad de habitantes de América del Sur y posiblemente del mundo entero.

Eduardo Galeano escribió al respecto: «Durante los doce años de la dictadura militar, Libertad fue nada más que el nombre de una plaza y una cárcel… estaban presos todos, salvo los carceleros y los desterrados: tres millones de presos… A uno de cada ochenta uruguayos le ataron una capucha en la cabeza; pero capuchas invisibles cubrieron también a los demás uruguayos, condenados al aislamiento y a la incomunicación, aunque se salvasen de la tortura. El miedo y el silencio fueron convertidos en modos de vida obligatorios».

El Golpe en Uruguay  hizo que tuvieran que exiliarse Los Olimareños, Alfredo Zitarrosa, José Carbajal (El Sabalero) y Daniel Viglietti, entre muchos otros grandes artistas de ese tiempo, pero antes de marcharse, Viglietti llegó a publicar el álbum Trópicos, cuya estatura artística alcanzaría niveles notables, aún hoy importantes aunque hayan pasado 50 años.

Junto con Argentina y Chile, Uruguay fue uno de los países más activos del terror transnacional conocido como “Plan Cóndor”, cuyas garras recorrieron toda Sudamérica. Centenares de uruguayos exiliados en Argentina, Chile, Paraguay, Brasil y Bolivia fueron secuestrados y desaparecidos.

 A 50 años del retorno de la democracia, la mayoría de esos crímenes aún siguen sin castigo.  La impunidad con la que se cometieron esos horrores en los años 70 se institucionalizó en 1986 cuando el parlamento democrático sancionó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado.

Una ley de nombre largo y rebuscado con un simple objetivo: dejar en el silencio las atrocidades cometidas por el estado uruguayo, en ese caso por la camarilla cívico-militar. La impunidad prevaleció durante 15 años.

“Ni verdad, ni justicia” pareciera haber sido la fórmula de los tres gobiernos uruguayos entre 1985 y 2000. Hasta 1999, políticos como el ex Presidente Julio María Sanguinetti podían afirmar a la prensa que «en Uruguay no desapareció ningún niño». Pero esas mentiras se hacían insostenibles.

Gracias a la labor incansable de los sobrevivientes, sus familiares, las ONG, la central sindical y algunos jueces y fiscales comprometidos se llegó en 2002 al primer procesamiento en el país. El acusado fue el ex canciller Juan Carlos Blanco por la desaparición de la maestra Elena Quinteros en 1976 desde dentro del predio de la embajada venezolana en Montevideo.

También en 2002, Sara Méndez pudo encontrar a su hijo Simón, que tenía apenas veinte días  cuando ambos fueron secuestrados en Buenos Aires en 1976 bajo el Plan Cóndor.  

 En 2000, había aparecido en Montevideo Macarena Gelman -nieta del famosos poeta argentino Juan Gelman. Su mamá, Maria Claudia, había sido llevada a Montevideo desde Buenos Aires a finales de 1976. Dio a luz allí y luego fue asesinada. Su hija Macarena fue apropiada ilegalmente por un policía.

Estas historias no sólo evidencian que en Uruguay habían desaparecido niños, sino también demuestra la existencia de la coordinación de terrorismo de estado entre los países.

El hallazgo del cuerpo de Julio Castro, secuestrado en 1977, torturado y asesinado de un disparo en la nuca, desveló otra mentira: los desaparecidos no fueron ningún “exceso”. 

Exiliados que regresan para encontrar un Uruguay distinto, desterrados que ya no vuelven y rehacen sus vidas en países lejanos, gentes que se quedaron y sufrieron la dictadura y otros que permanecieron indiferentes ante los desmanes. Una amplia galería de personajes construyen Andamios , la última novela de Mario Benedetti.

Escribir Andamios fue una experiencia dolorosa para Benedetti, que regresó a Uruguay en 1985 tras un largo exilio que discurrió por Argentina, Cuba y finalmente España. Define de modo muy gráfico la herencia que dejó la dictadura militar en Uruguay (1973-1985) como «un legado de mezquindad». «Sin duda todos sienten, sentimos la derrota», añade Benedetti: «el país cambió y el reencuentro entre los exiliados que volvieron y aquellos que se quedaron ha estado teñido de resquemores y de recelos».

En marzo de 1975 se instalaba definitivamente en Madrid el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti. Dejaba atrás  Montevideo y una breve temporada en el infierno: una prisión y un sanatorio psiquiátrico. La pena  había surgido de un premio y un relato: “El guardaespaldas”, del escritor Nelson Marra, premiado en el concurso organizado por Marcha, por el jurado compuesto por JuanCarlos Onetti, Jorge Ruffinelli y Mercedes Rein.

Entre el 9 y el 11 de febrero de1974, el director del semanario (Carlos Quijano), el autor del relato y el jurado que lo había premiado –salvo Rufinelli, contratado en aquellos momentos por una universidad mexicana–, serían arrestados por las fuerzas militares bajo la acusación de pornógrafos, aun cuando la obra había aparecido publicada con una nota, expresamente redactada por Onetti, en la cual se señalaba que “el cuento ganador, aun cuando es inequívocamente el mejor, contiene pasajes de violencia sexual desagradablese inútiles desde el punto de vista literario”.

La preocupación de los censores no era estilística sino que habían creído identificar, en la obra de Marra, el retrato y un espejo de las interioridades, con toda su degeneración y patológico sadismo del comisario Héctor Morán Charquero, represor muerto en 1970 por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.

La acusación de pornografía fue recogida semanas más tarde por el escritor argentino Julio Cortázar en un diario mexicano,donde solicitaba la excarcelación de los detenidos y comentaba igualmente el“emplazamiento” del gobierno uruguayo al “New York Times” –que había tildado el encarcelamiento de “arbitrario”– para que publicase el relato de Marra y pudiera así el lector estadounidense juzgar “las razones que justifican la medida tomada por el Uruguay”.

Cortázar burlaba de esta petición, señalando que nada podría escandalizar a quienes ya habían pasado “por la escuela de Henry Miller y de Norman Mailer”: “no van a sonrojarse por la eventual pornografía de un relato que, por lo visto, presenta a un guardaespaldas homosexual que termina siendo ejecutado por los tupamaros; como si en Francia los lectores de Jean Genet o de Tony Duvert fueran a sobresaltarse por un tema que incluso comienza a fatigarlos por repetitivo”.

Pasaron 50 años. Ya no están ni Quijano, ni Onetti, ni Galeano, ni Benedetti, ni Cortázar. Ya callaron sus voces El Sabalero, Viglietti, Zitarrosa. Todavía hay quienes reivindican la dictadura -por suerte son los menos-, mientras siguen apareciendo, en cuarteles del Ejército, restos óseas de “desaparecidos” de hace más de medio siglo.

Nora Rusquellas. Historiadora y docente universitaria.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.