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El Frente Amplio en Uruguay ante la escarcha del desencanto y la ofensiva conservadora

El murmullo de las urnas orientales

Fuentes: Rebelión

Al momento de cerrar estas líneas, el martes 13 de mayo, la prensa del mundo se conmueve con la noticia del deceso de Pepe Mujica. Resulta imposible reescribir la columna en tan breve plazo. Espero referirme a su trayectoria en una próxima contribución. El pasado domingo, las urnas hablaron nuevamente en Uruguay, pero su murmullo esta vez pareció ahogado, más parecido al eco de una advertencia que al clamor de una afirmación colectiva. Las elecciones departamentales de 2025 dibujaron un mapa de contrastes y repliegues, donde la política de cercanía, esa que se encarna en la cuadra y el barrio, pareció teñirse de un aire de desafección o tal vez de desencanto. Las cifras, despojadas de oratoria, revelan lo que los discursos suelen maquillar: un retroceso significativo del Frente Amplio (FA) en la mayoría de los departamentos -incluidos sus bastiones históricos-, la emergencia de la “Coalición Republicana” (CR) en nuevas trincheras departamentales, y el recurrente oxímoron al que apelamos aturdidos de silencio.

Montevideo y Canelones, esos dos corazones otrora ardientes del progresismo, vieron aumentar notablemente esta expresión de disconformidad o indiferencia: el voto en blanco o anulado alcanzó el 7,8% en la capital (frente al 4,9% en 2020) y trepó al 11,2% en Canelones (desde un 8,7% previo). En diez de los diecinueve departamentos, esta forma de renuncia cívica se expandió. No fue apenas una elección fría: fue una elección escarchada por el desencanto. Pareciera que la ola mundial de despolitización -y hasta de “antipolítica”- comienza a superar parcialmente la contención de los espigones cívicos orientales.

En la capital, el clima electoral se percibía asordinado, como si la ciudad caminara de espaldas al calendario institucional. En el interior, en cambio, hubo zonas donde las contiendas municipales encendieron pasiones más que convicciones. Pero incluso allí, la indiferencia tuvo su cuota: Maldonado (7,2%), Colonia (6,6%), Lavalleja (6,4%), Rocha (6,2%) y San José (7,6%) fueron testigos del crecimiento de este voto que no elige, que suspende el juicio, que tal vez espera o que simplemente se aparta. La participación se mantuvo alta (86,6%), como en 2020. Pero esta constancia no debe engañar: la presencia obligatoria no garantiza compromiso. El acto de votar persiste, pero en variados casos, vaciado de decisión. Hay aquí una señal que merece más que un análisis técnico: un pensamiento político que no se conforme con contabilizar lo que pierde o gana, sino que se interrogue por lo que se desvanece. Quizás mi alarma resulte una analogía simplista con el énfasis que en mi libro Olla a Presión, le atribuyo al altísimo abstencionismo en la elección de medio término argentina del 2001 que meses después devino en la mayor insurrección popular que desafió el estado de sitio y depuso 5 presidentes en pocos días. No pretendo extrapolar, pero acaso convenga pensar los síntomas antes de que las tendencias se consoliden.

En este tablero movedizo, la CR emergió ya no como ensayo, sino como actor con voluntad de permanencia. En Montevideo, Canelones y Salto -donde el acuerdo se concretó- logró consolidar o conquistar gobiernos municipales claves, como 18 de Mayo, Toledo o Atlántida, arrebatados al FA. La derecha, allí donde se unifica, avanza, aún dejando desechos y heridos a la vera del camino. Pero más allá de los guarismos, la elección dejó una enseñanza que las propias cúpulas partidarias nacionalistas y coloradas se apuran en verbalizar: no hay margen para la dispersión si se quiere disputar el poder local. Río Negro y Lavalleja, donde la fragmentación le impidió la victoria, se volvieron ejemplos punzantes. Salto, por el contrario, brilló como prueba concluyente: con la coalición unificada, el 57,7% de los votos fue suficiente para desplazar al Frente, que quedó con un 38,1%.

La derecha parece haber entendido que la aritmética no es solo cuestión de sumas, sino también de símbolos. La CR es ya más que un lema: una amalgama oportunista y distribuidora de cargos y favores, de clientelismo inocultado, que busca interpelar a quienes no se sienten representados por los viejos emblemas o sus nostalgias ideológicas en nombre de algún pragmatismo. Quizás lo más inquietante es que mientras en la izquierda se multiplican las dudas, en la derecha florecen las certezas. La coalición no solo administra: aprende. Y su aprendizaje parece apuntar sin ambigüedades a un 2030 con fórmula única en los 19 departamentos. Tal vez la advertencia más nítida de estas elecciones no provenga de lo que el Frente perdió, sino de lo que el oficialismo proyecta ganar. Al menos clarifica la deriva hacia un nuevo bipartidismo. A pesar de que el FA fue el partido más votado en 12 departamentos, solo logró imponerse a la CR en Montevideo y Canelones. En los otros 17 departamentos, la coalición oficialista teórica (la sumatoria de todos los lemas conservadores) superó al FA, con diferencias que en algunos casos fueron abrumadoras, como en Rivera, donde la ventaja superó el 40%. Una cifra suficientemente contundente como para demoler las expectativas generadas tras el encomiable desempeño del FA en el interior durante el balotaje que llevó a Orsi a la presidencia de la República.

Las derrotas en Artigas, Salto y Soriano encendieron señales de alarma. A pesar de las investigaciones judiciales, las imputaciones y los escándalos que involucraban a los candidatos oficialistas en estos departamentos, la merma de votos —aunque significativa— no alcanzó para revertir los resultados: 10.000 votos menos en Artigas, 5.000 en Soriano. La sanción existió, pero en tierras donde el Partido Nacional gobierna con arraigo caudillista, no fue suficiente para torcer la balanza. Más inquietante aún fue el respaldo partidario explícito a figuras cuestionadas, lo que abre una interrogante ética y estratégica sobre la relación entre ciudadanía, gestión y justicia. La tabla adjunta compara los votos positivos entre el desempeño de la primera vuelta nacional, con las departamentales. En los tres casos en que la derecha compitió unificada como CR, se tomaron los valores del balotaje. Es elocuente la caída en casi todos los casos, tanto como el desvanecimiento de las insignificantes expresiones alternativas que se postularon en 2004.

El FA, que logró recuperar Río Negro y acarició por primera vez la posibilidad de gobernar Lavalleja, vio sin embargo esfumarse Salto, un departamento de peso demográfico y simbólico, donde la CR alcanzó su primera gestión departamental plena. Ese “enroque” entre Salto y Río Negro fue uno de los pocos desplazamientos de magnitud, pero no por ello menor: muestra que las alternancias siguen abiertas en el litoral, mientras se consolidan hegemonías en el norte y el este, donde el PN se mantiene como poder casi inamovible. Al entregar estas líneas no está definido Lavalleja.

En Artigas, Soriano y Salto -tres departamentos marcados por escándalos de corrupción, imputaciones y renuncias, los electores optaron por candidatos vinculados directa o simbólicamente a esas prácticas. Emiliano Soravilla, apadrinado por el clan Caram -cuyos principales referentes fueron condenados por corrupción-, asumirá como intendente tras declarar abiertamente que gobernará junto a la inhabilitada Valentina dos Santos, a quien ya promete nombrar secretaria general. Guillermo Besozzi, imputado por una retahíla de delitos, con tobillera electrónica y prisión parcial hasta tres días antes del comicio, obtuvo sin embargo un segundo mandato en Soriano. Albisu, obligado a renunciar por contrataciones irregulares en Salto Grande, fue premiado con la intendencia de Salto bajo el paraguas de la CR. Las urnas no castigaron: apenas restaron unos miles de votos. Pero lo que debería sacudir la conciencia democrática no es solo la impunidad práctica, sino la naturalización cultural de la connivencia. La corrupción, si es “doméstica”, si ayuda al pago de un sepelio o a conseguir un empleo, deja de ser delito para volverse folklore. El adversario no es el corrupto, sino el que lo denuncia. Y así, poco a poco, se ahueca la política hasta que sólo queda la carcasa de su rito.

La cartografía municipal tampoco trajo sorpresas, sino más bien confirmaciones. El FA volvió a demostrar su arraigo esencialmente metropolitano: de los 32 municipios conquistados —el mismo número que en 2020, pese al aumento de alcaldías en juego—, 24 se concentran en Montevideo y Canelones. El crecimiento territorial de la izquierda parece detenido, encapsulado en sus bastiones históricos. Por su parte, el Partido Nacional consolidó su hegemonía en buena parte de los municipios nuevos, extendiendo su dominio local más allá del relato nacional. En algunos departamentos ni siquiera hubo posibilidad de elección: un tercio del electorado no pudo votar a su alcalde, lo que retrata con crudeza la lentitud del proceso de municipalización y la desigual madurez institucional del país.

Bajo la superficie de los lemas, los sectores también se midieron. En Montevideo, la hoja 1 del Partido Nacional -símbolo de la unidad blanca dentro de la CR- fue la más votada, aunque perdió 9.000 votos respecto a 2020. Dentro del FA, el MPP emergió como el claro vencedor interno: su lista 609 creció un 40% respecto a la elección anterior, convirtiéndose en el principal sostén de la victoria de Mario Bergara. En cambio, el Partido Comunista y el Partido Socialista retrocedieron drásticamente: el primero cayó un 38%, y el segundo un 40%, revelando un reacomodo interno que aún no termina de estabilizarse. Canelones confirmó esa tendencia: el MPP volvió a liderar, tanto dentro del FA como entre todas las listas, con más de 41.000 votos. El PCU mantuvo sus guarismos, y el PS volvió a mostrar señales de retroceso. En la derecha, Vamos Uruguay —sector colorado liderado por Bordaberry— se posicionó con fuerza, pero sin eclipsar el peso dominante del nacionalismo.

El resultado no solo dibuja la fuerza de los sectores, sino que insinúa la orientación futura de las alianzas. Mientras en la derecha la CR experimenta una disciplina creciente, en la izquierda se profundiza una competencia interna por el relato y la conducción. No es aún una crisis, pero sí una bifurcación. Y lo que está en juego no es solo la maquinaria electoral, sino el alma política de cada proyecto.

Y mientras la arquitectura partidaria se reconfigura, y los lemas se tensan en su búsqueda de eficacia, hay un dato que permanece -inmutable, sombrío- en el fondo del cuadro: de las 19 intendencias del país, solo una estará encabezada por una mujer. Una vez más, la política subnacional se confirma como coto reservado del poder masculino. Ni siquiera la expansión del número de municipios logró romper esa hegemonía: de 136 alcaldías, apenas 38 estarán en manos de mujeres. El FA, que históricamente levantó las banderas de la igualdad e incluyó en su programa fundante el carácter antipatricarcal, tampoco escapó a este reflejo: sus candidaturas femeninas fueron minoría, y su representación ejecutiva, marginal. La paridad sigue siendo un horizonte discursivo, no una conquista. En un país que nunca eligió una presidenta, en el que los techos de cristal se camuflan como consensos partidarios, esta democracia liberal, fiduciaria, eufemísticamente llamada representativa, sigue arrastrando su deuda de género. Y cada elección que no repara esa injusticia, la perpetua.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.